Un repaso al legado de la mente privilegiada y la incansable curiosidad del científico más importante de Colombia en el último siglo.
n día de enero de 2015 desperté con la necesidad urgente de escribir una biografía de Rodolfo Llinás. Aún no sé bien cómo ni de dónde emergió la idea. Sencillamente brotó como una orden terminante. Sabía que Llinás rondaba los 80 años, y el tiempo apremiaba. ¿Cómo era posible que no se hubiera contado la vida y la obra del científico más importante de Colombia en el último siglo? Aunque Llinás se granjeó una buena fama en nuestro país gracias a su imagen de Einstein criollo y sus respuestas iconoclastas, los periodistas habíamos explorado sus ideas y descubrimientos de forma, digamos para ser autoindulgentes, trivial.
Mi primer contacto con Rodolfo Llinás ocurrió hace veinte años. Yo era un desorientado estudiante de medicina en la Universidad Industrial de Santander y pertenecía al consejo editorial de una revista médica que nos esforzábamos por publicar cada tres meses contra viento y marea. Planeábamos un simposio y queríamos invitar a Llinás, que para ese momento se había convertido en una celebridad nacional.
Después de insistir e insistir un día tras otro, Mary Clarke, su asistente, accedió a pasarlo al teléfono. Sospecho que lo hizo consciente de que me estrellaría contra un muro de hormigón. La conversación duró muy poco. Llinás dejó que hablara unos segundos y luego me cortó de tajo: “Ustedeslos jóvenes deben dedicarse es a hacer la paz”. Luego colgó.
Años más tarde, ya como periodista de El Espectador, volví a entrevistarlo. Fui a visitarlo a su laboratorio en Woods Hole, una pequeño poblado en la costa este de Estados Unidos, a un par de horas de Boston. Desde hace 50 años, cada verano, sin falta, Llinás se refugia ahí para desarrollar algunos experimentos relacionados principalmente con la sinapsis nerviosa, es decir, las líneas de contacto entre una neurona y la siguiente.
El Marine Biological Laboratory, en Woods Hole, es el lugar predilecto de muchos científicos norteamericanos porque allí tienen a su disposición diversas especies marinas para probar sus ideas. Llinás siempre va en busca de los calamares, una especie que esconde en su interior una de las fibras nerviosas más grandes que se conocen. Tan grande como un pelo. El axón gigante de calamar es un portal directo hacia el microscópico mundo de la comunicación entre neuronas. Si de algo sabe es de calamares.
¿Cómo algo compuesto de minerales, agua, carbono y pizcas de otros elementos químicos puede contener una propiedad tan fabulosa como la capacidad de saber lo doloroso del dolor?”.
Esa segunda vez Llinás fue más amable. En su laboratorio, rodeados de equipos de electrónica que ha construido con su amigo y colega japonés Mutsuyuki Sugimori, cerca del recipiente en el que nadan los calamares antes de ser sacrificados en nombre de la ciencia, lancé mis primeras preguntas. “En la vida ocurre lo posible. Desde el punto de vista de la evolución, que es precioso, surgen todo tipo de cosas y, más que todo, ocurren errores. El número de cosas que no sobrevivieron es más grande. Entonces estamos viendo la historia de las cosas que funcionaron”, dijo el doctor Llinás en aquella entrevista.
A lo largo de los últimos tres años me empeñé en contar la vida de Llinás y en intentar explicar sus más notables descubrimientos. Después de varias visitas a Estados Unidos y otras conversaciones en Colombia; luego de revisar los casi 500 artículos que ha publicado a lo largo de su vida; de hablar con familiares, amigos, discípulos y colegas científicos; de releer su libro El cerebro y el mito del yo; de esculcar en sus recuerdos y trepar en las ramas de su árbol genealógico; después de desempolvar los escritos de su abuelo el psiquiatra Pablo Llinás y de su papá, Jorge Llinás, un famoso cirujano de tórax, por fin logré acercarme a lo que quería: entender qué demonios había descubierto Rodolfo Llinás sobre el cerebro de los seres humanos.
El libro que escribí y que publicó la editorial Aguilar en diciembre de 2017 se titula Rodolfo Llinás, la pregunta difícil. Unos años atrás el neurofilósofo australiano David Chambers dividió los problemas que enfrentaban sus colegas en dos grupos: los problemas blandos y la pregunta difícil. Los primeros se refieren a entender cómo el cerebro, por ejemplo, procesa la información visual, cómo integra información de varios sentidos, cómo se componen los circuitos, cuáles son todos los elementos involucrados en la trasmisión de un mensaje. La pregunta difícil, como la llamó Chambers, es la pregunta que ha atormentado a hombres y mujeres por siglos: cómo emerge la conciencia del tejido nervioso, el carácter subjetivo de la sensación. ¿Cómo algo compuesto de minerales, agua, carbono y pizcas de otros elementos químicos puede contener una propiedad tan fabulosa como la capacidad de saber lo doloroso del dolor?
Haber conversado con Llinás por horas, esculcar su vida, me dejó, como a muchos que lo rodean y han seguido sus pasos, algunas enseñanzas, que aquí resumo en un decálogo incompletode su legado para los colombianos.
1. Mirar el mundo con los ojos de un niño
En el último viaje a Nueva York, para completar una parte del libro,visité a Llinás en su laboratorio de la Universidad de Nueva York. Después de pasar una tarde conversando sobre algunos detalles de su vida y revisando fotografías, Llinás se ofreció a dejarme junto a mi novia en algún punto de Manhattan. A bordo de su Mercedes Benz último modelo, a lo largo de la Segunda Avenida, Llinás comenzó a explicarnos el contenido de la conferencia que había preparado sobre inteligencia en animales. En particular sobre unos pájaros australianos, los ptilonorrínquidos o bowerbirds, que construyen nidos llenos de colores y con arquitecturas muy complejas. De repente, en medio del tráfico de Manhattan, Llinás orilló el carro en plena avenida, abrió el computador y con el entusiasmo de un niño de 83 años comenzó a mostrarnos las imágenes de esos nidos y las pruebas para él irrefutables sobre la conciencia de otros animales.
2. Ver más allá de los sentidos
Llinás tiene dos hijos, ambos médicos. Rafael, el mayor, es neurólogo; Alex es oftalmólogo. Llinás siempre se sintió decepcionado de la educación que recibían sus hijos, a pesar de estar matriculados en dos de los mejores colegios de Nueva York. Por eso todas las cenas en la casa se convertían en un debate apasionado sobre algún tema elegido por él o su esposa Gillian Kimber, doctora en filosofía. Ambos hijos coinciden en que una de las enseñanzas más importantes que recibieron de su padre fue aprender a desconfiar de sus sentidos, a entender que vemos apenas una pequeña fracción del mundo, escuchamos apenas una corta escala del espectro sonoro. Llinás siempre se esmeró en hacerles entender que el pensamiento debe ir más allá de los sentidos para poder captar la complejidad del mundo alrededor
3. Lo que un bruto puede hacer, otro bruto también lo puede hacer: hágalo
El primer tutor que tuvo Llinás cuando migró a Estados Unidos fue el neurofisiólogo italiano Carlo Terzuolo, director del Laboratorio de Neurofisiología de la Universidad de Minnesota. Fue Terzuolo quien le enseñó las técnicas básicas de electrofisiología. Llinás nunca olvida una frase que el italiano repetía cada vez que encontraba alguna dificultad: “Lo que un bruto puede hacer, otro bruto también lo puede hacer. Hágalo”. La ciencia no es un camino fácil. Está lleno de frustraciones y fracasos más que de triunfos. Sólo la perseverancia, el trabajo intenso, no darse por vencido pueden llevar, algún día, a un descubrimiento sorprendente. Así fue como Llinás aprendió las técnicas más complejas de fisiología de su época, a pilotear un avión, a construir el telescopio gigante que tiene instalado en su casa de verano, a enfrentar la pregunta difícil.
4. El amor es de inteligentes
Un tema que no puede faltar en las entrevistas que los periodistas colombianos le han hecho a Llinás a lo largo de los años es el amor. Por alguna razón, mis colegas han visto en Llinás a un profeta del romanticisimo. Parece que, en el fondo, viviéramos aterrorizados por la posibilidad de que el amor tenga una sencilla explicación química. Llinás, inteligentemente, se ha encargado de enseñar la importancia de ver más allá de las apariencias físicas. Sus respuestas son de antología: “El amor es un estado funcional, como una golosina, y los enamorados son golosos”; “El amor es de inteligentes”; “Uno no se enamora de una mujer porque tiene unas tetas buenísimas: uno se enamora de su cerebro, porque con él se interactúa y se avanza; con las tetas no”; “Amar es cerebralmente un baile y hay que bailar con el que pueda danzar con el cerebro de uno. Encontrar eso es muy difícil; hallarlo es un tesoro”; “Lo más erótico que existe es el cerebro. Uno se enamora con el cerebro”.
5. “Esto es moliendo sin parar”
La frase tan colombiana de Llinás para referirse a las razones del éxito no es tan buena como la que se atribuye a Thomas Alva Edison —“el éxito es 1 % de inspiración y 99 % de transpiración”—, pero va al mismo punto. Cualquiera de los estudiantes y colaboradores que a lo largo de 50 años trabajaron al lado de Llinás descubrieron que la investigación no tiene horarios. Las jornadas de trabajo empezaban en la mañana y podían terminar a las dos o tres de la madrugada del día siguiente, con cortas pausas para comer y hacer una pequeña siesta.
6. Hay que estar dispuesto a contar las gotas del océano
Hay una anécdota sobre Llinás que me fascina. Me la contó su hijo Rafael. Un día cuando era niño, para retar a su padre, le preguntó cuántas gotas tenía el océano. Llinás se quedó pensativo y aceptó que era una buena pregunta. “Se pasó todo el domingo calculando. Sacó el Almanaque mundial y otros libros con medidas sobre la profundidad del océano. Le tomó todo el domingo y al final del día vino a buscarme con un número enorme. Es el hombre más inusual que he conocido”. Me gusta porque es una anécdota que refleja la desmesura de su carácter, la valentía ante las preguntas difíciles.
7. El contexto es fundamental en la educación
Colombia aún está en deuda con el esfuerzo que ha hecho Rodolfo Llinás por hacernos entender la importancia de reformar el sistema educativo, de apostar sin miedo por una mejor educación para todos. Esa cruzada personal lo llevó a crear la Comisión de Sabios durante el gobierno de César Gaviria, a colaborar en la construcción de Maloka y a inventarse todo un currículum para las escuelas. “El problema que tuve y aún tengo es que no aprendo si no se da contexto. Nunca supe, por ejemplo, cuál era la razón para aprenderse los afluentes del río Caquetá”, me dijo en alguna entrevista. Sin una revolución educativa, difícilmente Colombia va a dar el salto a convertirse en un país desarrollado.
8. No temer a las disputas
La lista de confrontaciones científicas de Llinás es extensa y sus contrincantes, del más alto nivel académico y científico. Herman Moreno, uno de sus discípulos, cuenta que hace años, en los congresos de neurología en Estados Unidos, todos los investigadores jóvenes estaban atentos de Llinás porque solía alborotar el avispero con sus posturas y discrepancias frente a otros científicos. Su hijo, Rafael, hoy uno de los directores del Departamento de Neurología de la Universidad Johns Hopkins, dice que uno de los consejos que no olvida de su padre es que “Si haces algo bueno y la gente lo rechaza, es porque es bueno. Y si la gente piensa que es bueno, es porque estás en el mismo camino de todos”.
9. El cerebro es una máquina para soñar
Una de las ideas más hermosas e inquietantes que defiende Rodolfo Llinás es que nuestro cerebro es una máquina, no que refleja el mundo exterior, sino que genera un teatro interno que lo imita. Los sentidos tienen la tarea de modular la relación entre la realidad virtual que crea el cerebro y la realidad externa. Por esto, cuando cerramos los ojos para dormir, y los sentidos quedan suspendidos, ese teatro interno sigue operando. A lo largo de la evolución, argumenta Llinás, aprendimos a cooptar cualidades de ese mundo para reproducirlo en nuestra cabeza. Y el mundo que genera nuestro cerebro es muy distinto al mundo que crea el cerebro de una rana, de un mosquito, de un delfín o de una guacamaya.
10. La conciencia no es exclusiva de los humanos
La conciencia, como cualquier otra propiedad biológica, tiene una larga historia evolutiva. Pensar que somos los únicos seres conscientes de la naturaleza es un error garrafal, y el reconocimiento de ese simple hecho podría llevarnos a construir una sociedad más empática con la naturaleza y otros seres vivos. Para ilustrar este punto, en una de sus entrevistas Llinás simuló un diálogo con un perro: “¿Usted no tiene conciencia?”, pregunta Llinás. “¿Y por qué pregunta eso?”, responde el perro. “Porque yo me miro en el espejo y me reconozco, mientras usted se mira y ladra”. A lo que el perro responde: “¿Y si usted va a un hidrante es capaz de reconocer que hizo pipí ahí?”. “No”, contesta el científico. “Entonces usted tampoco tiene conciencia”, remata el perro. “Definimos la conciencia según estándares humanos. Somos egocéntricos. Simplemente son grados de complejidad, pero es la misma vaina”, concluyó Llinás.
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