Desde 1974, la ciclovía ha convertido cada domingo bogotano en un espacio de encuentro y recreación. Miles de ciclistas, corredores y familias llenan las calles con un ambiente libre de vehículos y repleto de historias.
Triste imaginar a Bogotá sin ciclovía: domingos demasiado quietos, cielos más grises, caras menos sonrientes y calles todavía más ajenas. Pero aquí la tenemos. Viva, como una bandera en movimiento perpetuo y como un espléndido consuelo en medio de tantas desesperanzas. Casi siempre infaltable. Igual que nosotros: paradójica y de ánimos cambiantes. Acelerada y pasiva. Cincuentona y vital. De soles, aguaceros y ventarrones. De colores, géneros e interespecies. Tan institucional y a la vez tan libre. Tan llena de historias que a cada kilómetro ella misma parece susurrarnos, si nos permitimos oírla.
Eso ha sido y sigue siendo la ciclovía: un parque en movimiento que cada semana recorre la ciudad entre extremos y cuya historia y relevancia han quedado registradas en nuestras memorias y en las imágenes de quienes se han aventurado a retratarla, como un testimonio irrefutable de que no todo cuanto hemos hecho ha sido pasajero, ni mucho menos inútil, y de que las mejores iniciativas no suelen venir de la oficialidad, sino de una ciudadanía capaz de imaginar maneras más sensatas de vivir.
Los 70
Por esos tiempos, cuando aún nadie hablaba de ‘bicis’, porque lo de entonces eran las ‘ciclas’, hubo un puñado de alucinados a quienes se les ocurrió soñar con otras formas de habitar la ciudad. Uno de ellos, Jaime Ortiz Mariño, arquitecto y seguidor entusiasta de los fenómenos urbanísticos que por esos tiempos se asomaban, comenzó a adivinar como frágil el concepto de una ciudad fundamentada en vehículos de gasolina y automóviles como la base principal del sistema de transportes.
Así, Rodrigo Castaño, el propio Jaime y Fernando Caro Restrepo (en el centro de la imagen) fundaron el colectivo Procicla, un grupo de habitantes de Bogotá que armados de ilusiones y de consignas salvadoras del tipo “abajo la contaminación” o “viva el aire puro” y de otras más bien disruptivas, como aquella de “pronto seremos dueños de las vías”, decidieron a título personal tomarse en diciembre 15 de 1974 los corredores vehiculares sin más armas que sus bicicletas. Todo con el fin de incorporar este vehículo al debate urbano en Bogotá. Mal habrían imaginado cuánto habría de crecer su delirio, al cabo de cinco décadas.
Los 80
Romanticismos aparte, desde su primera infancia y decenios antes de que el término ‘emprendedores’ se convirtiera en un cliché de época, la ciclovía se perfiló como un parque gigantesco y en movimiento, donde muchos encontraron la manera de hacerse un lugar en el aparato productivo de la economía nacional. Lo anterior, por supuesto, cobijado por el también muy nacional deporte del rebusque. Hoy se calcula que la ciclovía genera unos 2.600 empleos. Resulta difícil pensar en ciclovías sin evocar al tiempo a los expendedores de frutas, de jugos e incluso de energizantes infalibles, a veces ‘envenenados’ con Kola Granulada, que la adornan con su presencia.
Lo cierto es que, por fortuna, muchos individuos y familias han encontrado un medio de sustento alrededor de éstas, bien sea desvarando al varado, aliviando la deshidratación de los sedientos o incrementando los niveles de glucosa de los deportistas dominicales a fuerza de bananos minúsculos llamados por los hipsters ‘baby bananas’ y conocidos por las mayorías como ‘baby bocadillos’. Eso dentro del plano de quienes se rigen por las reglas de la legalidad y del trabajo honesto. Porque, sin ser mayoría, muy cerca de ellos rondan también una minoría de cultores de la estafa, de esos que después de ganarse la confianza de algún biciusuario ingenuo, por decirlo elegantemente, acaban por convencerlo de que les preste su bicicleta un segundo para ‘probarla’ un par de metros y luego desaparecer en la inmensidad urbana sin posibilidad de retorno alguno.
Los 90
Memorias de Bogotá
Quizá casi nadie lo recuerde, pero, conforme a lo que declaró la prensa de entonces, la ciclovía bogotana atravesaba a mediados de los 90 una ‘crisis de adolescencia’. Tal vez un indicio de lo anterior lo constituye la ausencia de muchas fotografías disponibles como registros fiables de aquel momento. De ahí que, si se trata de ir en busca de los vestigios de esos años, se hace necesario acudir, sobre todo, a memorias y testimonios consignados en testimonios propios y ajenos. Incluso así, cuesta no relacionar la ciclovía de entonces con esa ciudad cargada de expectativas por el siglo que parecía terminar bien y por este, que ya despuntaba. Mucho se oía en esa época un lema pegajoso en formato jingle: “Bogotá no tiene mar, pero tiene ciclovía”. Lo anterior mezclado con la famosa consigna de “2.600 metros más cerca de las estrellas”. Como fuera, uno de los adelantos significativos en materia de bicicletas lo dio la instauración de los primeros días sin carros y de la ciclovía nocturna, ocurrido justo en esa década. En una ciudad con los principios de confianza tan fisurados por razones bien conocidas, no dejaba de ser digno de destacar e incluso portentoso que la ciudadanía se entregara a las noches de semejante manera y, lo mejor, subida en una bicicleta.
Los 00
Pocos espacios pueden hablar de democracia y de equidad de manera tan certera como la ciclovía. A diferencia de otros reductos de carácter privado e incluso público, donde organizadores, dirigencia o encargados de seguridad se disputan el monopolio de ingresos y egresos o se reservan el sagrado derecho de admisión, la ciclovía da cabida a ancianos y a jóvenes, a ultraderechistas, a extremoizquierdistas, a robustos, tonificados y flacuchos, a caminantes y rodantes, a los de centro y a los anarcos.
Nadie, sin distinción de género, orientación sexual ni, en principio, económicos está excluido de disfrutarla, siempre que tenga ánimos. No es precisa, siquiera, la tenencia de una bicicleta, tal como el nombre parecería indicarlo. Más aún: no resulta raro contemplar muchas veces a tres generaciones de una misma familia participando de este ritual semanal de carácter festivo al que, al cabo, todos están invitados.
Los 10
Las especies sobrevivientes saben adaptarse a los cambios. Así, justamente, ha sido la ciclovía, desfilando sin pretensiones por una ciudad que a diario va mutando según los caprichos cambiantes de cada momento y ajena, en lo posible, a los deseos de la administración de turno. Al margen de tantos intentos de instrumentalización como herramienta populista y política, de los argumentos absurdos que aún cincuenta años después siguen considerándola un adefesio que arruina los paseos dominicales de algunos ciudadanos desorientados en automóvil y de todos los factores que tradicionalmente han ido deteriorándole las facciones a Bogotá.
La ciclovía, contrario a lo que ocurre con todos los organismos vivos conocidos, no tiende naturalmente al deterioro ni se resiste a los cambios. De ahí que haya sido igualmente hospitalaria con las Monaretas que con las ochenterísimas Mongoose, al mando de los billis de entonces. Mientras cada esquina de la ciudad evidencia retazos de desmemorias acumuladas, la ciclovía se dibuja sola como un cincel que silencioso va tallando recuerdos sobre el asfalto de Bogotá.
Los 20
Digna, necesaria, y quizá contra el escepticismo de quienes al verla surgir la imaginaron efímera, hoy la ciclovía celebra cinco décadas de vida. Difícilmente alguien habría supuesto que una iniciativa informal fraguada por la imaginación de unos jóvenes idealistas terminaría convertida en uno de los más indiscutibles patrimonios de Bogotá. Inverosímilmente, lo que comenzó como una caravana acabó convertido en una pasión de cientos de miles y en una de las cosas que nos reconcilia con una ciudad que tantos motivos de enojo suele darnos.
También como el germen que terminó por dar lugar, contra lluvias, contratiempos y opositores, a ciclorrutas y a otras iniciativas de carácter revolucionario, con modelos que el mundo admira y replica. La ciclovía persiste como una revolución en movimiento, como testigo de historias dichas y calladas, y como testimonio de que, al cabo, la esperanza de una mejor ciudad puede subsistir e incluso, atrevámonos a creerlo, triunfar.
No es difícil figurarnos cuánta gente debió tildar a aquellos pioneros de 1974 de hippies, de desadaptados y de locos. Tampoco recordar, porque algunos los conocimos, a ciertos ciudadanos que por años se opusieron a la existencia de algo como la ciclovía, porque según ellos enredaban el tránsito. Hoy, en cambio, parece más bien imposible objetar la vigencia de estas consignas de quienes hoy merecen tratamiento de pioneros y de redentores en materia de causas ciudadanas por el simple hecho de habérsela ingeniado. Resulta curioso que algunos de los registros fotográficos tomados ese 15 de diciembre consignen la demolición en curso del Tout Va Bien, terraza de encuentro social durante la primera mitad del siglo XX en la calle 72. Parece una sugerencia subliminal de cronos, que algunas opiniones confirman. “Ahora estamos en los tiempos de tout va mal, comenta Jaime Ortiz, y se ríe. Quieran los dioses de la bicicleta que esta vez el pionero sí se equivoque.
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