Hace 40 años, Save the Children llegó a Colombia para tender la mano tras la tragedia de Armero. Desde entonces, su labor ha trascendido la emergencia: hoy impulsa el liderazgo infantil y protege la niñez como un camino hacia el bienestar colectivo.
En más de cuarenta años, el restaurante donde trabajaba Silvia Flórez en Venezuela nunca había sido decorado. Sin embargo, antes de presentar su ópera prima a sus compañeros y jefes, sus primeras esculturas con globos ya alegraban los cumpleaños y eventos de sus seres más cercanos: flores, muñecos navideños y mascotas llenaban los espacios con color y alegría.
“Mis compañeras empezaron a decirme: ‘¿Qué haces tú aquí cocinando, con este arte tan bonito?’”, recuerda mientras sostiene una brujita de cabello morado que, según cuenta entre risas, hizo a las carreras. “Duré unos cuatro meses más en el restaurante y me dije: ‘voy a dedicarme a lo que sé hacer, a lo que me gusta y me hace feliz’. En ese camino conocí a las personas de Save the Children”, agrega con una sonrisa.
Respaldada por más de un siglo de experiencia global, la llegada de Save the Children a Colombia ocurrió cuatro décadas antes de que Silvia descubriera su vocación como escultora de globos, en un contexto mucho menos esperanzador: la tragedia de Armero. Aquel desastre natural arrasó con más del 90 % de la población del municipio y dejó en la memoria colectiva un olor a azufre mezclado con la incertidumbre de miles de damnificados.
Save the Children tiene presencia hoy en 19 departamentos del país. Más de la mitad de sus beneficiarios son niños, niñas y adolescentes, y la organización impulsa su liderazgo a nivel nacional.
Desde entonces, esta organización sin ánimo de lucro ha acompañado a millones de niños, niñas y adolescentes en los territorios más vulnerables del país, con el propósito de proteger su bienestar. Como respuesta a esa crisis humanitaria, y coincidiendo con el reconocimiento de los derechos de la niñez en la Constitución de 1991, se abrió la primera sede de la organización en Colombia, bajo la dirección de Jairo Arboleda.

“En el barrio donde vivíamos todavía no había pavimento ni nada de eso. A mí me llamaba la atención, aún siendo un niño de 7 u 8 años, ayudar a otros niños a recoger el balón que se iba al techo o jugar fútbol con el resto. Todo eso quedó”, recuerda Jairo, quien antes de incorporarse al Banco Mundial trabajó catorce años en Save the Children, en distintos cargos como gerente de país para Colombia, director de capacitación y director regional para América Latina y el Caribe.
Su enfoque temprano en la infancia le permitió reconocer, más adelante, que aunque “los primeros cinco años de vida de un niño son absolutamente definitivos para su futuro”, no deben recibir atención solo por ser niños, sino porque “si ellos están bien, el resto de la comunidad también puede estarlo”.
Por estas y muchas otras razones, bajo la dirección de María Mercedes Liévano, Save the Children tiene presencia hoy en 19 departamentos del país. Más de la mitad de sus beneficiarios son niños, niñas y adolescentes, y la organización impulsa su liderazgo a nivel nacional. Actualmente, acompaña a una red de 250 niños y niñas para fortalecer su capacidad de autogestión y liderazgo en los espacios que impactan su vida y la de sus comunidades.
“Es un avance impresionante. Tenemos muchos niños y niñas en el país con esa capacidad de liderazgo. Tenemos que ceder, para que sean ellos y ellas quienes alcen su voz y exijan que sus derechos se cumplan”, explica María Mercedes.

En los últimos años, distintas organizaciones humanitarias se han visto enfrentadas a duros recortes presupuestarios que amenazan la continuidad de su labor en diversas regiones del mundo. Hasta 2025, António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, afirmó que los objetivos de desarrollo dostenible están lejos de cumplirse debido a un déficit de financiación de 400 millones de dólares. Este panorama desalentador se ha reflejado en el cierre de sedes de Save the Children en seis departamentos del país.
Cuatro décadas de labor humanitaria son también la historia de una red de dificultades y esperanzas que, entrelazadas, reflejan la dualidad humana. A pesar de los retos que enfrentan miles de organizaciones, paralelamente se siguen construyendo historias como la de Silvia, quien actualmente cursa una maestría virtual en una universidad de Brasil mientras da forma a la esperanza de niños y adultos con Globolandia; o como la de Milagros, una niña líder de Tumaco que, con su espléndida presentación, permitió conocer testimonios como los de Silvia, reflexiones de Jairo y María Mercedes, y la labor de Diego Pai, exintegrante de la Red Nacional y hoy gobernador indígena.

“De los niños he aprendido que tienen muchas habilidades. A veces solo necesitan que estemos cerca de ellos, que los motivemos y acompañemos”, dice Pai. “Cuando logramos estar presentes, esa cercanía nos permite tener más tranquilidad y armonía con ellos”.
Por su parte, Jairo Arboleda concluye que, más allá de los aprendizajes concretos que le ha dejado su trabajo con la infancia, le genera cierta nostalgia pensar que, sin cuidado, la alegría y la capacidad de vivir sin preocupaciones que caracterizan a los niños pueden perderse. “Esa inocencia que les permite estar plenamente en el presente, sin que nada perturbe su tranquilidad, me parece algo fundamental”, reflexiona. “Me da nostalgia pensar que, con el paso del tiempo, uno va dejando atrás algo tan precioso sin saber exactamente por qué se pierde”.
Si desea conocer más sobre cómo sumarse a esta red de esperanza, ya sea como voluntario o donante, puede ingresar aquí.




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