Cambia el paisaje. Lo advertimos cuando visitamos lugares a los que viajamos en el pasado. ¿O somos nosotros los que cambiamos?
Con los que viajo sueño
Blaise Cendrars
Un barco de vapor impulsado por las paletas de la rueda giratoria instalada en la popa navega lento sobre las aguas turbias color café con leche del río Magdalena, acompañado por la algarabía de los pájaros y los chillidos de los monos que se esconden entre la espesura de la selva, que parece no tener fin, y de una larga, en mis recuerdos, fila de caimanes que bostezan aletargados en las orillas.
Así es la imagen que emerge entre las nieblas de mi memoria cuando evoco un fin de año a finales de la década de los cincuenta. El barco se llamaba el David Arango y hoy en día se puede contemplar su estampa en internet, tal como era antes de morir en el incendio que lo consumió a la vista de Magangué el 19 de febrero de 1961.
Yo estaba en la plenitud de mi infancia y tenía una imaginación febril. Y ahora, siglos después, las peripecias del viaje entre Barrancabermeja y Cartagena se confunden en mi memoria con las fantasías que bullían en mi mente, alimentadas por las lecturas de mis autores favoritos de esa época —Julio Verne, Emilio Salgari y Mark Twain—, y el río Magdalena se había convertido en todos los ríos que en el mundo han sido, y en una fuente inagotable de aventuras con todos mis compinches literarios.
Rescato de la marea de recuerdos la papaya que desayuné en el comedor del David Arango y que devolví con urgencia sobre la rueda giratoria, mientras contemplaba extasiado la estela alborotada de espuma que iba dejando el barco al empujar las aguas turbulentas del río.
Años más tarde, en un improvisado viaje de última hora de fin de año, movido por la curiosidad y por la apuesta hecha con unos amigos sobre cuál sería la ruta más corta para llegar a Santa Cruz de Mompox desde Santafé de Antioquia, me vi zarpando en la madrugada en una lancha que tomaba el rumbo desde el muelle de Barrancabermeja hacia la ciudad en la que Bolívar, en 1812, enardeció a sus habitantes y los convenció de que marcharan con él a liberar Venezuela, en la llamada Campaña Admirable.
El viaje que emprendimos ese fin de año por el río no tuvo nada de admirable. Sentí verdadera desolación y estupor al ver que de la tupida selva que fue el escenario de mis aventuras infantiles, y tanto me admiró contemplar a fines de los años cincuenta, ya no quedaba ni un solo árbol que diera sombra a las escasas vacas que se ocasionalmente se veían en las praderas casi desiertas, ni había sobrevivido uno solo de los caimanes que antiguo bostezaban a las orillas del río, ni se oía el chillido de las ahora inexistentes bandas de micos. Nada. Era como si viajara por un país distinto al que había conocido, el cual había desaparecido a causa de un progreso perverso que consiste en trocar selvas y árboles por latifundios y vacas. La que sí había sobrevivido a la destrucción era la hermosa ciudad de Mompox, que aún reposa hirviente y plagada de zancudos a orillas del tiempo, entre montañas de basura y uno de los brazos no navegables del río Grande de la Magdalena.
Año tras año, de la mano de mi padre y de mi madre, viajábamos por Colombia con mi hermana menor, casi siempre en la amplia banca de atrás de un Chevrolet modelo 50, por carreteras que muchas veces no merecían el título ni de caminos veredales, en un viaje interminable por paisajes de Antioquia, el viejo Caldas, Tolima, Cundinamarca, Boyacá, Santander, Córdoba, Sucre, Bolívar, Atlántico y Magdalena. Mi padre, siempre al timón, afanado por llegar primero que el reloj, en una loca competencia consigo mismo; mi madre a su lado, con una pañoleta en la cabeza que esculpía a cada instante la forma cambiante del viento; y nosotros dos atentos al relato de ellos, que daba nombre a todo lo que veíamos y no veíamos, y dotaba de una vida singular a una piedra, a un pico, a una sierra, a un río que atravesábamos, a un árbol, a la leyenda de un pueblo, a las maneras de sus pobladores, a la comida, a sus anécdotas de cuando eran niños, a los muertos de la familia, a sus ancestros.
Viajar así era la manera más entretenida de aprender —aunque en ese tiempo no lo sabíamos— de geografía, historia, genealogía, biología, culinaria, costumbres y un amplio y delicioso etcétera. Recuerdo una tarde en la que atravesábamos el río Magdalena en un ferry —por ese entonces aún no habían construido el puente entre Barranquilla y la carretera que va para Santa Marta— en la que mi madre nos describió las bandadas de aves del color del atardecer que pronto veríamos volando sobre los manglares de la isla de Salamanca, y el asombro que sentimos cuando más tarde vimos por primera vez el vuelo de cientos de flamencos y comprobamos que lo que nos había relatado ella era tan bello como lo que ahora estábamos contemplando. En repetidos viajes, años después, he vuelto a mirar con tristeza la miseria y la basura que ahora invaden uno de los paisajes más hermosos que haya conocido, cerca de la población de Ciénaga, en el Magdalena.
El fin del año es como viajar en la máquina del tiempo.
El último diciembre, como es habitual, mi novia y yo planeamos un viaje por carretera al que bautizamos, de manera figurada, darle la vuelta al nevado del Ruiz. Teníamos pocos días de vacaciones, viajar al mar se hacía largo y complicado, y nos sedujo volver a tierras del Quindío, de Risaralda, de Caldas, del suroeste antioqueño, visitar Medellín y regresar a Bogotá haciendo una escala en Honda, en el Tolima. Al salir, enfilamos entusiasmados hacia la cordillera Central con el ánimo de recorrer, por primera vez, el nuevo paso del alto de La Línea. Llevaba en mi memoria el recuerdo de mi madre atenta a cada curva del camino, nerviosa, mientras ascendíamos la montaña desde Calarcá o desde Cajamarca, y nos contaba que en Colombia existían cinco altos de montaña que le ponían el pelo de punta con solo mencionarlos: Ventanas, entre Yarumal y Puerto Valdivia en Antioquia; Pescadero en Santander, antes de llegar al río Chicamocha; páramo de Letras en Caldas; San Miguel en Cundinamarca, y el de La Línea, entre Tolima y Quindío. Me imaginaba lo que le habría contado a ella de estar viva: que ya no tenía de qué preocuparse al subir a La Línea, que nos habíamos demorado una hora y cuarto en cruzar la cordillera, que los nervios y los trancones ya eran cosa del pasado.
Pero no. Madre, lamento decirte que La Línea sigue siendo tan pesada y peligrosa como antes, los trancones son inimaginables; nos demoramos cuatro horas y media entre Ibagué y Calarcá, pues lo que el gobierno inauguró como la doble calzada que acorta el viaje de Bogotá a Buenaventura no pasa de ser una docena de túneles que construyeron en la parte alta de la montaña, pero en su base la carretera sigue siendo un embudo tan estrecho y lento como el que tú conociste. Pasamos un fin de año maravilloso; el paisaje ha cambiado, y no para ser más bello que antes. Pero todavía no es el fin de la pesadilla de La Línea.
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