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Bienestar Colsanitas

Sálveme quien pueda

Ilustración
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Durante muchos años pensé que mis hábitos y emociones nunca estarían involucradas con toda esa teoría cursi, llena de clichés y fórmulas mágicas del crecimiento personal… hasta que se me complicó la vida, y ahora nadie me saca de ahí.

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Alguna vez leí por ahí que Daniel Goleman, con su Inteligencia emocional, había abierto la puerta al género de la superación o el crecimiento personal. Mi papá en plena adolescencia, recién publicado el libro, me dijo que tenía que leerlo si quería triunfar. Que esta biblia de los sentimientos y emociones me ayudaría a tener el dominio supremo de lo que sería mi relación con el mundo y las personas (no dijo esas palabras, pero así de exagerado). El libro siguió en la biblioteca por muchos años, yo pasaba y lo miraba sintiendo ese remordimiento de no querer triunfar por la pereza de leerlo. Entre trasteo y trasteo le fui perdiendo el rastro. Mi papá murió, el libro desapareció y dejé en lo más profundo de mi ser mis emociones no amaestradas y la culpa de no haber escogido el camino de la supremacía. 

Mi vida siguió y yo estaba convencida de que siempre caía parada cuando se trataba de mis emociones. Era una verdadera fiera en el trabajo. En mi familia me saludaban con un “¿cómo sigue ese genio?” (mal genio para ser exactos). Yo ladraba de vuelta y pensaba que después de unos días todos olvidaban ese momento de descontrol en el que había gritado a medio mundo. Mis interlocutores me decían, “no me grite” y yo respondía con el típico “es que yo hablo así”. En realidad sí creo que la gente lo olvidaba, pues no hice verdaderos enemigos, pero la verdad es que yo sí quedaba con un poco de culpa. A ese mal humor debía sumarle una vida de hábitos poco saludables: mucho estrés, sedentarismo (excepto para la rumba con un buen baile), fumaba y comía sin mayores cuidados. No iba por buen camino.  

Un día, tal vez fue un intento de aplacar esa culpa que llevaba cargando por ahí, opté por irme por un camino tradicional: busqué psicóloga. Di con una muy joven. Cada sesión era como estar con una amiga de esas que hace como si te pusiera atención, pero seguro estaba pensando en qué iba a hacer después. No hubo conexión. Como la cosa se ponía más difícil, decidí ir al psiquiatra: un señor simpatiquísimo, en un consultorio muy acogedor. Era como para pedirle un vino y ponernos a chismear. A la salida de cada sesión me daba una receta con su sello y me mandaba a una farmacia específica para comprar pastillas y gotas y sacarme mi demonio. Seguro recibía una buena comisión porque todo era carísimo. No volví. “Que se enriquezca con otro”, pensé. 

Mientras tanto, siempre que me montaba al carro de un amigo, sonaba en la radio el audiolibro Padre rico, Padre pobre, segundo bestseller que me restregaban en la cara. Una voz robótica hacía que no pudiera evitar rogarle a mi amigo, entre burlas, que lo quitara. Negociábamos uno o dos capítulos y al terminar, música para olvidar. Pero no puedo negar que yo reflexionaba, en silencio por supuesto, sobre lo que decía Kiyosaqui. A mi amigo no le ha ido nada mal. Además, creo que al llegar a su casa se metía a Google y buscaba análisis y reflexiones sobre esa parte específica del libro. 

Cerca al año dos mil, llegó el que comenzaría a convencerme: El secreto. No el libro de Rhonda Byrne, sino el documental basado en él. De ahí que muchos comenzamos a tener pensamientos intencionales sobre lo que queríamos tener o cómo queríamos ser. Y digo comenzamos porque era un fenómeno por esa época.  Yo visualizaba lo que quería tener y me repetía una especie de mantra con cosas como “recuerda la ley de atracción, repite ley de atracción, otra vez ley de atracción”. Es más, una amiga se atrevió a mostrarme su tablero de lo que estaba empeñada en atraer. Incluía recortes de vestidos de novia, un salón de fiesta elegantísimo, una pareja tomada de la mano en la playa y muchas otras cosas que ya no recuerdo, pero que la llevaron al altar. El secreto abrió esa puerta en mí, se quedó durante muchos años y, de hecho, aún rescato algunas cosas.

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Pasaba el tiempo y veía cómo el mundo del crecimiento personal sí que crecía, valga la redundancia. Ya no eran sólo las editoriales. Se sumaban expertos en ángeles que hablan por medio de un tarot; asesores espirituales que al comienzo eran confundidos con los adivinos del futuro de otras épocas, pero estos mucho más estudiados y con un discurso más elaborado. Y los más recientes, o por lo menos para mí, los coaches de vida que se dedican a una cosa o lo saben todo: los hay espirituales, nutricionales, profesionales y hasta del fitness. Para rematar, están las redes sociales de apoyo: entras a Instagram y si le has medio insinuado algo a tu algoritmo, fijo te aparecen cuentas como @soypositivoamorypaz con la imagen de una vela, un buda de fondo y frases como “eres único, eres especial”, “Suelta, déjalo ir”, “Tu cuerpo es tu templo”, algunas atribuidas falsamente a Paulo Coelho o al Principito. El mejor post que me llegó fue sobre éste último: decía, con su foto de fondo, “dejen de atribuirme frases pelotudas que no dije, y lean el libro”. Debió ser Saint-Exupéry desesperado desde el más allá. En medio de este nuevo boom lleno de influencers y cursos online, donde sigues los consejos a tu propio ritmo y te regalan el e-book con los pasos para lograr la abundancia, dije: “más de lo mismo, ni de fundas”. Yo siempre en negación, pero, sin saberlo, cada vez más y más dentro.

Aburrida de las tusas y llegando a los cuarenta, en un intento desesperado por organizar mi vida sentimental, una amiga me recomendó una señora que me ayudaría a superar el desamor y a encontrar la persona que me haría feliz. Tuvimos una sesión con algo de numerología, movimientos de un cuarzo y unos ejercicios donde imaginariamente, con una luz morada en medio, hablaba con ese ex que dejaría ir. Era como liberarse y comenzar de nuevo. Y funcionó. Me sentía como si, a punta de esoterismo y muchas ganas, me hubiera quitado una gran carga. 

Hace poco llegó, por fin, el momento definitivo en el que dejaría entrar todos esos clichés a mi vida. Necesitaba buscar ayuda, sobre todo por el autismo de Rebeca, mi hija. Las cosas se me juntaban y todo era demasiada carga para mí sola. Me estaba derrumbando poquito a poquito y mi hogar también. Se acabó el “dejarlo para después”. Comencé por cambiar los hábitos, que era algo que podía hacer por mi cuenta. Ha sido lo más fácil: ejercicio por las mañanas, ya no fumo, medito y como lo más saludable que puedo. 

Catalina, una amiga con la que hablo poco pero que siempre me deja algo bueno por su sentido del humor, me dejó esta vez el mejor regalo: el teléfono de Camila, una coach de vida. Inicialmente Camila me ayudó con mi maternidad, pero terminó mejorando mi relación de pareja, mi relación yo-autismo-mundo (le tengo pavor al bullying), y  mi actitud frente a una cirugía de cabeza que llegó sin avisar.   Esa intervención quirúrgica, durante la que me sacaron un tumor (benigno), despertó mi espiritualidad y mis ganas de vivir, sobre todo por todas esas personas que estuvieron conmigo recordándome que me quieren. 

Así que sí, me llegó el momento de la autoayuda. A pesar de toda mi resistencia, el cliché ha sido mi salvación. Estoy soltando y dejando ir para sanar viejas heridas, desaprendiendo cosas del pasado y aprendiendo a vivir en el presente desde lo positivo. Todo eso que escribo desde el corazón, es una prueba más de que estoy llena de todo lo que para mí eran frases de cajón y lugares comunes. Soy miembro oficial y orgullosa del mundo del crecimiento personal. Me leí Pon el cielo a trabajar, Tú puedes crear una vida excepcional y El don de tu alma; le sumé reflexiones budistas y estoicas, podcasts, documentales y charlas TED relacionadas. Estoy abierta a dejar entrar toda esa materia prima que está logrando que sea quien quiero ser. Tanto así que voy a desenterrar a Goleman e incluirlo en mis pendientes. Es lo mínimo que puedo hacer.

 

*Verónica Rodríguez vive en Lima, cambió la publicidad por la maternidad y no se arrepiente. Abre su ventana, ve el mar y no para de agradecer.

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