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hermana mayor

Mi hermana mayor es mi manual de instrucciones

Ilustración
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Me puse a pensar en las travesuras y los accidentes de mi infancia y terminé conmovida porque muchos fueron mi manera de decirle a mi hermana que la quiero.

Tenía unos nueve años y mi hermana estaba cerca de los 20 cuando me detuvo en el pasillo oscuro de nuestra casa, se puso en cuclillas para igualar mi altura y apoyó sus manos en mis hombros con la suavidad necesaria para propiciar una conversación íntima. —¿Usted por qué está caminando así?, ¿qué tiene? —No respondí. Insistió, dijo que mi madre y ella notaron un cambio: estaba caminando con las piernas ligeramente más separadas de lo habitual y me sentaba con dificultad a la mesa. —Dígame qué tiene porque igual la voy a tener que revisar. Cuénteme tranquila que yo no les voy a decir a mis papás. —Estaba preocupada, tenía el ceño fruncido y los ojos tristes.

Bajé la mirada para evitar el llanto, sentí miedo y vergüenza. Mi hermana sabía que yo no podía ocultarle nada; aunque siempre he tenido confianza con mis padres, era a ella a quien le contaba cada cosa que me pasaba, cada pregunta que me surgía, cada comentario que no podía hacerle a nadie más. Mi hermana mayor disfrutaba ser una versión juvenil de mi madre, un puente entre la niña y la adulta. Repetía que podía confiar en ella, que no le contaría a nadie, y esto último era lo que más me preocupaba.

"Mi hermana mayor disfrutaba ser una versión juvenil de mi madre, un puente entre la niña y la adulta".

Después de unos minutos, las lágrimas brotaron y con ellas mi confesión. —Es que cogí un tampón, dije. —Sin precisar. Mi hermana lanzó un gesto entre la sorpresa y el alivio, tomó mi mano y entramos al baño. Me quitó la ropa, abrió la ducha y me invitó a meterme bajo el agua. Separé un poco las piernas y ella pudo ver la pequeña cuerda rosa que caía del cilindro de algodón atorado a medio camino en mi vagina. Lo sacó de un tirón, parecía una bala, me había herido. La sangre bajaba por mis piernas y se hacía transparente en el piso de la ducha mojada. Yo pensaba que había hecho algo muy grave. 

Lo siguiente que recuerdo es estar recostada en una camilla de hospital y tener las manos de una doctora entre mis piernas. Todo era muy blanco: la bata de la doctora, las cortinas que separaban el cubículo, las luces y, seguramente, mi cara palidecida al ver a mis padres, pues mi hermana no cumplió su promesa. En retrospectiva entiendo que el susto que se llevaron era inimaginable para mí a esa edad, pero en ese momento me costaba cargar con la vergüenza.

Vi los tampones de mi hermana en su habitación y creí saber cómo se usaban gracias a los comerciales de televisión que no eran explícitos: sugerían cómo introducirlos con apenas una silueta del abdomen y la pelvis de una mujer. Yo quería ser como ella, hacer cosas de gente grande. Pero claro, mi cavidad vaginal no estaba preparada para eso porque todavía no lo necesitaba. El objeto se quedó atorado y cuando intentaba sacarlo me producía un dolor intenso. Pasaron dos días durante los cuales tuve que fingir en el colegio que había tenido un accidente mientras jugaba y no podía sentarme “como una señorita”. No sé cómo es que ningún profesor sospechó lo mismo que mi madre y mi hermana, que algo horrible me había pasado y que no era un juego de niños.

Varias cosas similares me pasaron durante esa época, todas impulsadas por mi curiosidad por la vida de mi hermana. Un día, a escondidas, me puse sus lentes de contacto azules —que no estaban desinfectados— y eso me produjo una fuerte irritación. Lo único que conseguí fue tener los ojos enrojecidos durante todo el día y la imposibilidad permanente de verme los ojos azules, como lo hacía ella de vez en cuando. En otra ocasión, dañé uno de sus cassettes tratando de grabar música como ella lo hacía: se acercaba al radio con cuidado, apretaba el botón de grabar en su grabadora una vez empezaba a sonar la canción que quería guardar y rogaba que al locutor no se le ocurriera soltar la cortinilla de La Mega. Para mi versión de la hazaña no hice más que introducir un lapicero en uno de los orificios del cassette en el que había grabado una canción de Maná y dañé la cinta. 

Curiosamente, no recuerdo ninguna reacción iracunda de mi hermana. Al contrario, el recuerdo más presente sobre sus sentimientos hacia mí ni siquiera lo viví, me lo han contado: para su cumpleaños número 11 yo estaba recién nacida y ella pidió que los invitados le llevaran regalos para su hermana; su regalo era yo, una muñeca viva para seguir jugando a la mamá. Mi hermana siempre me ha amado y me lo ha demostrado. Hemos tenido diferencias, como todas las hermanas, y hemos estado alejadas también, pero siempre se ha encargado de hacerme saber que está presente.

Hoy, a mis 30 años (y a sus 41), no daño sus cassettes ni me pongo sus tampones o lentes de contacto cuando la visito, pero escucho con más atención sus palabras. Mi hermana sigue siendo un puente o, mejor, una ventana que se abre para dejarme ver el panorama, me ofrece una imagen del resultado de las decisiones de alguien que ya pasó por mi edad. Y aunque generalmente respondemos de maneras diferentes a las mismas preguntas, mi hermana me ha regalado un manual de instrucciones para la vida que va actualizando en cada temporada y que me hace sentir menos sola, porque hace casi una década vivimos a ocho mil kilómetros de distancia y con suerte nos vemos una vez al año. Hace poco leí en un libro de Javier Marías (Corazón tan blanco) que los hijos lo ignoramos todo sobre los padres, o tardamos en interesarnos. Y yo diría que con las hermanas sucede lo contrario (o al menos con la mía), crecemos tan cerca que sabemos mucho del carácter de la otra, de sus sensibilidades… Y aunque cada tanto descubro cambios en su manera de mirar y reconozco su transformación, sigo agradeciendo que tire de la cuerdita rosa cuando estoy atorada en mi propia terquedad o hundida en el temor que me provocan los cambios.

Carolina Gómez Aguilar

Es periodista, editora y actualmente cursa un máster en Crítica y Argumentación Filosófica.