Perseguí un sueño, viví un triunfo laboral, sepulté un desamor y decidí reescribir una nueva historia en la que conformarme no sería una opción.
¿Qué era lo peor que me podía pasar? En el top 5 de cosas malas, no terminaba de decidirme por la fatídica ganadora. Sin embargo, me lancé. Aposté y creí en mí, eché todo lo que (según mis limitantes creencias) tenía por la borda: mi zona de confort, la cercanía física con mi familia, mis amigos, mi trabajo de años y mi país.
Así llegué a México. Me trajeron con una propuesta laboral hace seis años ya. Me fui de Colombia con una maleta más llena de sueños y recuerdos que de pertenencias, porque la idea de pagar sobrecupo, frente a un futuro “incierto”, era un lujo que no me quería dar, así mi viaje fuera una gran oportunidad. Aquí sobreviví a un terremoto y a una operación de columna (dicen que en ella se aloja el dolor cuando te haces responsable de cargas que no son tuyas). Sobreviví también a todos los que no me querían aquí. A punta de amor supe ganarle a la pandemia, a la pérdida de mi abuelo materno, a la de una prima que amaba, y a la de quienes jamás me pude ir a despedir. Superé la muerte de mi gatica y sentí la soledad de todos los que emigramos en busca de un futuro mejor. De alguna manera también sorteé la ruptura definitiva de una relación y la resignación de perderme la boda de La Guerra, Carolina, y romperle el corazón a una de mis mejores amigas, porque los intereses de mis jefes de ese momento no coincidieron con los míos, y el hecho de ausentarme por unos días no era algo que estuviera contemplado dentro de su business plan anual.
Por otra parte, y en mejores noticias, para que no piensen que solo les estoy contando lo malo, aquí en México hice –más que amigos– una familia, de esas con seres cercanos que se cuentan con los dedos de las manos, pero que te sostienen como si fueran una manada de elefantes con quienes llegas a sentirte a salvo frente a la amenaza de cualquier depredador. También, hace ya un par de años, tuve el trabajo de mis sueños (o por lo menos uno de ellos): fui directora de la revista Cosmopolitan México y Latinoamérica durante tres años. Fui la primera colombiana en hacerlo, deseando que vengan muchas más para que, como a mí, la vida se encargue de demostrarnos que necesitamos creer una sola vez en nosotras para que todo lo extraordinario esté a punto de suceder.
Pero dicho esto, y admitiendo todo sin tapujos, por esa época, si bien atravesaba por un gran momento laboral, mi vida personal y amorosa era un completo desastre. De no ser por mi niña interior, que a ratos es más madura que yo, jamás habría escuchado decir lo que como adultos, por aferrarnos a no fracasar en una relación, nos olvidamos de evaluar.
- “Querida Lucía: No es quien te promete, es quien te cumple. No es quien te ama, es quien te lo demuestra… y al que juegue a perderte, déjalo ganar, porque pierden los dos tratando de permanecer juntos”.
Éramos nosotros dos, JJ y yo (hace cinco años ya) y un par de amigos sumergidos en la vorágine de una mudanza que parecía más de un par de roomies que de una pareja que un día compartió una vida. La verdad es que ese día entendí que las mujeres hacemos el duelo durante la relación con lo que nos queda, y ellos cuando recién terminó con lo que ya no alcanza para ninguno de los dos. A pocos minutos de enfrentar mi nuevo “desde cero”, que meses antes tanto me asustó y ante lo que sería nuestra última cena juntos, decidimos brindar por el mismo sentimiento que un día nos unió: el amor… solo que ahora priorizaríamos el propio, el de cada quien, y el desamor de los dos.
Pasaron unos meses, pero a mí me pareció que me tardé más en vaticinar un destino solitario que en recibir un primer mensaje inesperado de con quien siempre “supuestamente” existió todo, pero jamás pasó nada. Un “¿Está soltera?”, seguido de un “¡Yo también!”, fue el comienzo de un viaje al pasado que terminó muchos, muchos meses después en la planeación de un reencuentro con más de 12 años de diferencia, entre la última vez y esta, a 8.682 km, 5423 millas y 10 horas con 42 minutos de distancia entre los dos.
La verdad es que ese día entendí que las mujeres hacemos el duelo durante la relación con lo que nos queda, y ellos cuando recién terminó con lo que ya no alcanza para ninguno de los dos.
En el aeropuerto, y aconsejada por una amiga “precavida”, me dirigí a la farmacia a realizar ese trámite preflirteo con el que las mujeres adultas protegemos y salvaguardamos nuestras ganas y deseos de cualquier enfermedad o un posible embarazo no deseado. Esta anécdota no tendría ninguna relevancia de no ser porque, básicamente, refleja esa tragicomedia en la que me convertí al estar soltera. Ahí les va: Me pregunta la cajera: “¿Cuántos?”, y mi respuesta fue “¡Una caja, por favor!”, imaginando que –a lo sumo– vendrían dos o tres. En ese momento, su respuesta de “¡son 27 dólares!” jamás alertó nada en mí diferente a pensar en la creciente alza de los precios en la canasta familiar, sobre todo en aeropuertos… hasta que me fue entregada la cantidad de ¡150 condones! que acababa de pagar con mi tarjeta. Después de capotear lo mejor que pude al público que tuvo esta escena en la fila de la farmacia, tuve que abandonar, parcialmente, parte del cargamento de condones antes de subir en ese avión. Lo hice para ahorrarme las miradas (láser) inquisidoras de los puestos de control, junto con sus risas. Aunque risa me dio de sobra con la ironía de verme, terminado el viaje, retornando tan virginal como me fui y con los mismos cinco condones que me llevé. A veces las mujeres, aunque nos sintamos Anastasia Steele a punto de un encuentro con Christian Grey, terminamos siendo Scarlett Johansson con Bill Murray en la escena final de Lost in Translation y eso también está bien.
Paradójicamente, del tan misterioso susurro de Bill al oído de Scarlett, con el tiempo, aprendería que merecemos un amor en voz alta, mayúsculas y a los cuatro vientos. Es por eso que hoy también le puedo agradecer a México, específicamente a Torreón, en el norte de este país, por Elías, el hombre que me enseña con su nobleza que el amor es cuidar del corazón del otro, y que en este viaje diario lo importante no es el destino, sino llegar de la mano y juntos.
Y es así como todo poco a poco ha ido tomando su lugar y cambiando para bien con el tiempo. Ahora sé que a menudo confundía el éxito con la ausencia del fracaso y solía evitarlo a toda costa en medio del proceso. Odiaba perder y por eso me aferraba con uñas y dientes a la seguridad que en ocasiones me ofrecía la mentira de no aceptar que era momento de soltar para poder avanzar. Hoy en día veo que soltar es bueno, no importa si es el duelo por la muerte de un ser querido, un recuerdo, un cambio de trabajo, de amistad, de país, de ciudad, de casa, incluso de forma de pensar, o una enfermedad.
Cuando te rindes y dejas de luchar no queda de otra que desafiar tus capacidades y limitaciones con inteligencia, incluso con miedo a errar, solo procurando que tu deseo por alcanzar el éxito supere con creces ese temor a fracasar. Es ahí cuando se produce la magia, porque renace la confianza en ti y con ella el amor, una nueva esperanza y la ilusión, y no hay nada más poderoso que creer, amar y agradecer. Desde mi experiencia puedo decir que sin desafíos, no hay historias. Y sin historias, no hay pruebas de que fuimos valientes, sin importar lo fugaces. Así que como diría Cervantes: “Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas, a muchas amargas dificultades”.
Dejar un comentario