Más allá de la edad física que tengo (acabo de cumplir 65), desde hace ya bastantes años, en ciertos momentos del día, me siento más joven de lo que soy y, en otros, aún más viejo que lo que indica la cédula de ciudadanía.
Hace poco una amiga periodista me propuso un tema para esta columna relacionado con lo que dije al comienzo y le puso nombre a quienes eso nos sucede: los transedad. “Los transedad, como los del sexo fluido, se acomodan a las circunstancias y al estado de ánimo y en un mismo día van mutando de edad. Lo dejo para que lo explores”. Decidí hacerle caso y voy a intentar un ejercicio basado en un hipotético día mío. A medida que transcurre el relato, pondré entre paréntesis la edad que siento tener en ese momento. Vamos a ver qué tal sale.
Aún no amanece (no miro la hora para no desvelarme) y debo levantarme para ir al baño (70). Me demoro un poco en dormirme y aún experimento la angustia que me produjo un sueño anodino (¿5? ¿85?). Vuelvo a dormirme y despierto poco después del alba, aún más angustiado por un nuevo sueño. Me quedo como paralizado mientras miro el techo. La angustia del sueño se mezcla con la que me genera pensar en algunas tareas pendientes para el día y siento que ya no soy capaz de emprenderlas. Que debería haber muerto hace mucho tiempo (104). Me levanto, voy de nuevo al baño (80). No recuerdo si ya le había dado desayuno al gato y si me había tomado ya los tres remedios del día (doble 85. Pérdida de memoria cercana y tener que tomar todos los días de la vida tres remedios al despertar).
Hasta ahora la cosa pinta grave. Decido bañarme con agua fría. Cuando el chorro de agua me golpea, la angustia se desvanece (17). Enumero con optimismo esas mismas tareas pendientes que diez minutos atrás me angustiaban (25, o síntoma alarmante de síndrome bipolar). Me visto con la primera camiseta que saco del clóset (14) y los mismos pantalones de ayer (12 o 94). Bajo a desayunar, pongo algo de jazz de la era del swing (grave dilema. Por euforia que me produce, 27. Por tratarse de una música que se grabó hace 80 años...). Termino de desayunar y saco a caminar a la perra. Caminaré rápido durante al menos una hora (23, aunque solo algunos pensionados podemos darnos el lujo de pasear una perra un día entre semana en horas de oficina). Cuando salgo a caminar, llevo un balón de básquet (20) y, cuando llego a una de las canchas de los parques no tan cercanos, practico lanzamientos de media distancia (19). Eso sí, solo lanzamientos. Nada de correr porque las rodillas y la cadera ya no están para esos trotes (72).
Tras un cuarto de hora de juego prosigo mi camino. Voy más rápido que la gran mayoría de la gente que va a mi lado por el andén (21). La perrita se detiene para hacer sus necesidades. Tomo una bolsa plástica y me agacho para recoger. Con gran dificultad doblo despalda y rodillas (78). Al reincorporarme, siento vértigo y por poco pierdo el equilibrio (86). Reinicio la marcha (22) y llego a la casa un poquito cansado (43). Llaman a la puerta. Me han enviado una encomienda. Firmo el recibo y me cuesta mucho trabajo escribir correctamente los números de mi teléfono y mi cédula (83).
Entro a la casa. Me da frío y subo al tercer piso. Al llegar al segundo ya no recuerdo bien por qué estoy subiendo las escaleras (77). Al llegar al tercer piso recuerdo lo del suéter (56), pero me encuentro un libro que estaba buscando y bajo sin tomar el suéter (81). Debo ir a un almuerzo de trabajo. Aunque no tengo ganas de ir al baño, entro a orinar: pipí preventivo (79). Salgo a pie hasta la estación del bus (36). Atravieso una avenida por un puente peatonal y al subir por la rampa sobrepaso a todo el mundo (27). Al iniciar el descenso, siento un tirón en la rodilla derecha (71). Me subo al bus y a los diez minutos me dan unas ganas horribles de orinar (86). ¿Será que aguanto? ¿Será que aguanto?
(Continuará).
- Este artículo hace parte de la edición 191 de nuestra revista impresa. Encuéntrela completa aquí.
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