Queremos borrar la muerte de nuestra vida. No hablar de ella, no planear nada para cuando no estemos, no pensar en ese momento. Y la muerte es lo único inevitable que tenemos todos. Sin excepción.
Aunque más de una vez he tenido la muerte muy cerca de mis seres queridos, puedo contar con la mitad de los dedos de la mano el número de veces que he visto un cuerpo sin vida frente a mí, no mediado por la vitrina de un ataúd en la funeraria. A veces he hablado y hecho cuentas con varios amigos: en promedio treinta años de edad, unos cuantos funerales y sólo uno o dos cuerpos frente a frente.
El que más recuerdo fue el de un tío que, mucho antes del Covid-19, perdió la vida en un par de días por una neumonía viral. Acompañé a mi madre a recibirlo en el sótano del hospital. Mi tío estaba frío, tenía la piel apagada, todos sus miembros pesaban. Nunca había sido tan claro: se había ido. Hoy me parece extraño lo infrecuente que ha sido esta cercanía con esa dimensión tan obvia e ineludible de nuestra vida.
Poco conversamos con los demás sobre lo que significa el fin de la vida. En cambio, hablamos mucho de lo instantáneo que queremos que sea ese fin: pedimos una muerte tranquila, rápida o fulminante, ojalá durmiendo, para ni siquiera darnos cuenta. Negamos el dolor por todos los medios: nacemos con epidural, tenemos una expectativa de vida larguísima para gozar tranquilos con cantidad de analgésicos, y queremos morir bajo el efecto sedante de algún opiáceo.
No digo que todo eso esté mal. Solo que no siempre fue así, y que este cambio es importante: la historia y las letras tienen mucho que ofrecernos a la hora de hacernos pensar en cómo morimos y en qué significa la muerte para nosotros, los seres humanos hoy.
Cuando estábamos en paz con la agonía
La vida era bien distinta cuando no había tanto que hacer contra el decaimiento patológico o natural del cuerpo. En la larga Edad Media y la temprana modernidad europea, por ejemplo, morir de repente o sin dolor no era precisamente el alivio que hoy idealizamos. La percepción del sufrimiento seguía muy cerca del sentido purificador y santificante que aportaban las historias de los mártires. Se valoraba que la muerte llegara lentamente, y así tener el tiempo necesario para arreglar asuntos celestiales y terrenos.
La muerte repentina impedía resolver los asuntos con los vivos, quedar a paz y salvo con Dios y aceptar que había llegado la hora. Morir bien era gozar del tiempo de la agonía para, digámoslo en palabras de hoy, arrepentirse de lo que no se pudo arreglar, pedir perdón por lo que se hizo mal, dejar arreglado lo que se podía organizar y despedirse adecuadamente de los otros y la propia vida. La extremaunción era el rito de paso que completaba esta lista de pendientes para partir tranquilo.
El trato con los cuerpos era muy diferente entonces y lo fue hasta hace relativamente poco tiempo. Antes de que el sistema hospitalario se universalizara en el mundo urbano, en las ciudades y en el campo, las personas morían y eran veladas en sus casas antes de ir a parar al camposanto. En épocas revueltas de epidemias y asedios, la cremación era muchas veces colectiva o pública. Aunque aquellos seres humanos que han vivido en condiciones privilegiadas podían llegar a la senectud desde tiempos antiguos, la muerte en la treintena fue muy habitual por todo tipo de motivos, desde bélicos hasta infecciosos. Lo más probable en muchas eras y geografías, era que alguien a sus treinta años hubiera visto numerosas veces el rostro de la muerte en rostros queridos, familiares o desconocidos. Es más, en Europa y América hace apenas trescientos años se hacían retratos de clérigos y monjas, y no solo de santos, en su lecho de muerte. La serenidad al término de la vida era algo digno de ser retratado y conservado para su contemplación por parte de los vivos.
En ese tiempo incierto y lento, pensar en la muerte y vivir preparado para ella era imperativo. Hay pasajes enteros sobre el tema en libros extraordinarios como El miedo en Occidente de Jean Delumeau, Gente de la Edad Media de Robert Fossier, El otoño de la Edad Media de Johan Huizinga y otros más.
Lo sorprendente de todo esto es que, a diferencia de entonces, hoy nos parece que tenemos tanto que hacer para impedirle a nuestro cuerpo decaer que hemos llegado a hablar de la muerte de un modo bien distinto. “Siempre estamos muriendo de fallas, anomalías, insuficiencias, disfunciones, paros, accidentes. Son crónicos o agudos. El lenguaje de los certificados de defunción es como el lenguaje de la debilidad. [...] Es como si la muerte y el dolor no formaran parte del Orden de las Cosas”, escribía en un hermoso ensayo un hombre que sabe más de la muerte en nuestro tiempo que cualquier otro, Thomas Lynch.
Verdades desde los oficios funerarios
Una vez que usted esté muerto, no hay nada que se le pueda hacer a usted o para usted o con usted o sobre usted que haga algún bien o algún mal; que el daño que hagamos o la decencia que tengamos afecta a los vivos, a quienes les sucede la muerte de los otros, si es que le sucede a alguien. Los vivos tienen que vivir con ella; el muerto no. De ellos es la tristeza o la alegría por la muerte. De ellos es la ganancia o la pérdida. De ellos el dolor y el placer del recuerdo. De ellos la factura por concepto de servicios prestados y de ellos el cheque en el correo para pagarla.
Este pasaje, como el anterior, viene de El enterrador, colección de ensayos del poeta y empresario funerario norteamericano Thomas Lynch. De una agudeza extraordinaria, estos escritos hacen un recuento desde la perspectiva de aquel que sí lidia con los cuerpos de los difuntos y se encarga de prepararlos para la ceremonia de partida.
Es una lectura fuera de serie: comienza recordándonos que su negocio tiene una demanda envidiable: todos tenemos un 100 % de probabilidades de morir en algún punto, y requerir servicios funerarios. Más que una obviedad, recordar esta tasa es una invitación a tener en cuenta siempre el hecho inevitable de que todos vamos a morir. A tenerlo más presente.
Lejos de relacionarnos bien con esa verdad lapidaria, Lynch muestra que la perspectiva de la muerte tiende a producirnos reacciones paradójicas: por un lado, tendemos a desear una sobriedad para la hora de nuestra muerte que no refleja el afán y el derroche en que vivimos y, por otro, aceptar el fin y realizar el duelo es más difícil hoy, cuando nos parece que el cuerpo falla y no que llegó al inevitable final de su ciclo natural. ¿Por qué nos da tanto miedo verlo, aceptarlo, vivirlo?
Regresar al mundo de las cosas
Mi identidad, la persona que soy a mis ojos, está tejida al mundo de las cosas de un modo que resulta imposible decir dónde comienza una y dónde termina el otro, mientras mi cuerpo es, en un sentido, él mismo un objeto [...] y un día entrará en el mundo de las cosas por completo, como una hoja, un madero o un montículo, y seguirá existiendo como elemento de una realidad muda. Tú también, hija mía, eres una cosa, una suave criatura con cuatro miembros, determinada biológicamente con un corazón que latirá solo un cierto número de veces.
Los libros que el escritor noruego Karl Ove Knausgaard le escribe a su hija son obras de arte. Son cuatro libros titulados con los nombres de las estaciones, en los que, de distinta manera, intenta presentarle el mundo que nos rodea a su hija recién nacida. Este fragmento es de Spring, “En primavera”, el tercero de ellos. Me impactó pensar lo pequeño que parece todo a la luz de esa verdad: que todo lo que sufrimos y disfrutamos, amamos y odiamos en esta vida tiene fin.
Lo otro que me impacta es la serenidad y el afecto en estas palabras de amor de un padre a su hija recién nacida. Son frases delicadas y sencillas, francas pero amorosas. Nunca había visto u oído una forma de hablar parecida sobre la muerte y mucho menos a un niño. Decir, sin adornos ni dramas adicionales, que un día seremos como los objetos con los que una vez tejimos nuestra historia en el mundo, esos que suelen volverse las reliquias y anclas para el afecto y la memoria de personas con las que ya no estaremos más. Suelen ser los testigos de nuestros apegos y rituales.
Lo cierto es que pensar seriamente en que un día seremos parte de ese reino inanimado podría cambiar la manera en que vivimos. Hacernos aprovechar los recursos que hoy alargan nuestra vida (y su calidad), sin alejarnos de la única verdad que nos acompaña desde el día en que nacemos. Y eso es sabido desde hace siglos.
"Los pensadores antiguos decían que nos ahorraríamos muchos problemas si tuviéramos presente que cada instante es potencialmente el último"
Partir sin tardanzas
Los estoicos antiguos tenían muy claro qué quería decir meditar en la muerte. Estos filósofos de la vida práctica pensaban que tener presente la finitud de la vida permitía valorar y dimensionar adecuadamente las cosas que nos pasan. Decían que nos ahorraríamos más de un drama, discusión y problema si tuviéramos presente que cada instante es potencialmente el último.
Pero habrían considerado ingrato y miserable al que viviera preparándose o preocupándose por su muerte, como despreciaban en general todas las formas de planificación que nos hacen gastar el presente pensando en un tiempo que ni sabemos si tendremos.
Vivir con templanza y alegría no era para ellos ignorar nuestra condición finita ni perder el miedo natural a la muerte del que habla Thomas Lynch cuando dice que ese temor es incluso “saludable”. Es algo más. Una actitud más sobria y serena, consciente, resultado de asumirnos tan solo de paso por aquí.
A los escritores y maestros estoicos como Marco Aurelio y Epicteto les encantaba enseñar con imágenes y metáforas. Y una de las que mejor usaban y conocían era la del viaje para explicar la vida. Para detallar esta sana actitud de mirar a la muerte sin arrogancia ni pánico, podríamos decir que, así como no dejamos de viajar por el riesgo de sufrir un accidente, no dejaríamos de vivir por el riesgo (altísimo, del cien por ciento, recordemos) de morir. Por el contrario, no hay tiempo más intensamente vivido que el que gastamos en algún lugar al que a lo mejor no volveremos jamás. Sabemos que es normal tener que irnos y sentir nostalgia de esos paisajes donde apenas pasamos pocas horas. A lo mejor y ojalá, felices horas. Podríamos entonces vivir tranquilos pensando que, como escribía Epicteto en su Manual para la vida feliz, Si el capitán llama, déjalo todo y corre al barco sin mirar atrás. Y si eres ya viejo, no te alejes de la playa ni un momento, no sea que no llegues a tiempo al aviso.
Al fin y al cabo, entonces habremos disfrutado ya del regalo que fue estar acá.
*Historiador y escritor. Colaborador frecuente de Bienestar Colsanitas y de Bacánika
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