En esta columna gráfica, Eduardo Arias relata cómo un accidente que lo dejó sin usar las manos durante 15 días le cambió la vida, enseñándole a valorar cada instante con una nueva mirada de gratitud y fuerza.

Tengo 65 años y hace unos meses me fui de frente contra un vidrio enorme. El accidente pudo convertirse en un evento catastrófico.

Al día siguiente, cuando desperté de la operación: sorpresa mayúscula. Tenía las dos manos inmovilizadas y vendas. A mi rabia por mi torpeza se sumó la angustia. ¿Cómo voy a trabajar?

Estuve intentando vivir como una foca a punta de antebrazos, durante una semana

Al darme cuenta de la magnitud del golpe reconocí que aquello habría podido tener un final catastrófico.

Darme cuenta de eso cambió mi punto de vista. Tomé conciencia de lo importante que es agradecer la vida.

Ahora que me he recuperado, busco pausas y momentos de reflexión, sin que esto signifique dejar por completo los afanes del trabajo, que entre otras cosas me ayudan a sentirme muy vivo.

Desde hace mucho tiempo he estado agradecido con la vida. Cuando veo musgos y líquenes que brotan en muros de piedra y ladrillo después de un aguacero.

Potreros abandonados que se transformaron en nuevos bosques.

Agradezco que en un planeta tan hostil como lo era la Tierra hace 4.000 millones de años haya surgido la vida. Sí, hay que agradecer estar vivos.

La vida nos ha enseñado desde siempre a reverdecer.


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