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aprendimos a montar bici

Las que aprendimos a montar bici tarde

¿Qué pasa cuando el miedo y la vergüenza se van de vacaciones y nos atrevemos a saldar una deuda que dejamos en nuestra infancia? Llegué a la Escuela de la Bici buscando equilibrio y encontré una comunidad entera pedaleando por su bienestar. 

Retomar una tarea que dejaste a medio camino en la infancia supone un reto enorme. Sobre todo, porque exige mucha fuerza de voluntad. Llegué tarde a mi primera clase de bicicleta. El lugar donde iría a recibir las clases quedaba a pocos minutos de mi casa, y aun así casi me devuelvo cuando estaba a punto de llegar. El Parque de los Hippies en Bogotá no es mi lugar favorito, pero es el más cercano a mi casa. Los nervios y el frío que sentí al quitarme las cobijas casi me hacen desistir. Pero, afortunadamente, me cumplí.

No imaginaba que en ese lugar, y en otros parques de Bogotá, había tantas personas con historias parecidas a la mía: adultos que nunca aprendieron a montar bicicleta, padres que quieren enseñar sin repetir miedos, mujeres que vuelven después de años de no tocar una cicla. A todas nos recibió la Escuela de la Bici, un espacio formativo del Instituto Distrital de Recreación y Deporte (IDRD) pensado para quienes avanzan a su ritmo en esta práctica y necesitan un empujón seguro. Yo llegué buscando equilibrio y encontré una comunidad entera intentando lo mismo.

Valeria Herrera y María Camila Tapias

Mira cómo lo hice

La Escuela de la Bici forma parte del programa Bogotá en Bici, creado para promover la actividad física, la recreación y el deporte en personas desde los cuatro años en adelante. El acceso es sencillo: en los 30 puntos permanentes de la Escuela, ubicados en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal, Fontibón y Ciudad Bolívar, hay un contenedor rojo, donde un guía espera a quienes quieran tomar la clase en horarios de 8:00 a.m. a 4:00 p.m., de lunes a sábado. También se pueden buscar los puntos itinerantes en la Ciclovía, los domingos y festivos.

El guía con el que tomé mi primera lección se llama Nicolás Ayala. Él nos enseñó a una niña de cinco años y a mí a hacer nuestros primeros estiramientos y luego nos orientó en una serie de juegos para evaluar la motricidad. 

Mientras terminábamos los ejercicios, me preparé mentalmente para tambalearme y luchar contra la gravedad. Mi guía preguntó por mi altura y revisó la tabla de tallas (sí, las bicis tienen tallas como la ropa). Entró al contenedor lleno de bicicletas y me mostró una enorme que cumplía con los requisitos que exigían mis 1,68 metros. Me negué: “Mis piernas ni siquiera van a poder tocar el suelo”, le dije. Él sonrió y me entregó una bicicleta más baja. Ahora sí estaba lista.

El proceso no avanza al ritmo de la ansiedad ni de las ganas. Me llevé una sorpresa cuando recibí la bicicleta. Alcé mi pierna para poner un pie en el pedal con decisión, como cuando el hombre dio su primer paso a la Luna, pero pude sentir cómo pasó derecho para volver al suelo. Rectifiqué si había sido un error de cálculo y me encontré con que no tenía pedales. Al comentarle a mi guía, me dijo que en las siguientes clases no tocaría un pedal: empezaríamos con una bici de equilibrio. 

Los parches de la bici

La siguiente lección la tomé junto con nuevos personajes: Gladys, Eliadis y Martha. Tres señoras que dominaban el arte de las curvas cerradas, el frenado y otros ejercicios, pero no el equilibrio en una pierna. En ese sí les gané. Dos de ellas tenían que agarrarse de los hombros de la otra para no caerse. 

En los pequeños circuitos que hacíamos alrededor del parque, me iban contando que todo esto lo hacían por salud y porque algún tropiezo de la infancia las alejó durante décadas de poner el pie en un pedal. Una de ellas me dijo que lo hacía como actividad complementaria mientras terminaba su bachillerato. Algo muy parecido a lo que me contó Marina López, una señora rozagante y enérgica de 67 años que conocí en el Parque Alcázares, en otro punto de la Escuela de la Bici. 

Marina es de Pacho, Cundinamarca. Estudió costura y se graduó como bachiller en 2018. Sus padres no tuvieron nunca formación académica, y para ella la superación y el crecimiento van acompañados de la educación. Cuenta que mientras terminaba su bachillerato, con ayuda de sus hijos, sus días estaban llenos de aprendizajes. Por un lado, tomaba lecciones en la Escuela de la Bici y, por el otro, debía entregar proyectos académicos, como una memorable tarea que recuerda con orgullo: “Yo hice una guitarra con un frasco de Fabuloso y liguitas de caucho. Las templaba bien y con eso cantaba”.

“Si usted solamente está todo el día en el computador, le da sueño, le da cansancio. Usted tiene que tener su horario en su computador, horario de ir al parque, horario de almuerzo, de ejercicio…”, dice Marina López.

Mira cómo lo hice

La Escuela de la Bici forma parte del programa Bogotá en Bici, creado para promover la actividad física, la recreación y el deporte en personas desde los cuatro años en adelante. El acceso es sencillo: en los 30 puntos permanentes de la Escuela, ubicados en Usaquén, Chapinero, Santa Fe, San Cristóbal, Fontibón y Ciudad Bolívar, hay un contenedor rojo, donde un guía espera a quienes quieran tomar la clase en horarios de 8:00 a.m. a 4:00 p.m., de lunes a sábado. También se pueden buscar los puntos itinerantes en la Ciclovía, los domingos y festivos.

El guía con el que tomé mi primera lección se llama Nicolás Ayala. Él nos enseñó a una niña de cinco años y a mí a hacer nuestros primeros estiramientos y luego nos orientó en una serie de juegos para evaluar la motricidad. 

Mientras terminábamos los ejercicios, me preparé mentalmente para tambalearme y luchar contra la gravedad. Mi guía preguntó por mi altura y revisó la tabla de tallas (sí, las bicis tienen tallas como la ropa). Entró al contenedor lleno de bicicletas y me mostró una enorme que cumplía con los requisitos que exigían mis 1,68 metros. Me negué: “Mis piernas ni siquiera van a poder tocar el suelo”, le dije. Él sonrió y me entregó una bicicleta más baja. Ahora sí estaba lista.

El proceso no avanza al ritmo de la ansiedad ni de las ganas. Me llevé una sorpresa cuando recibí la bicicleta. Alcé mi pierna para poner un pie en el pedal con decisión, como cuando el hombre dio su primer paso a la Luna, pero pude sentir cómo pasó derecho para volver al suelo. Rectifiqué si había sido un error de cálculo y me encontré con que no tenía pedales. Al comentarle a mi guía, me dijo que en las siguientes clases no tocaría un pedal: empezaríamos con una bici de equilibrio. 

Lo que me queda

Hasta hace poco pasé a la bici con pedales. Mi nuevo guía, Julio, me explicó que voy en la tercera etapa de aprendizaje. Cuando llegó el momento de pedalear me sentí un poco nerviosa: veía las piñas de los árboles en el suelo como trampas empeñadas en hacerme resbalar y a las personas como obstáculos de los que tenía que alejarme a toda costa. Sin embargo, ante esos miedos, todos los ejercicios de equilibrio que hice al principio cobraron sentido. Aquella vez, en lugar de alzar mis piernas y dejarlas en el aire, coloqué mis pies en los pedales, sin hacer ningún movimiento. Aprendí a posar mis pies correctamente: la mitad superior debe ir puesta sobre el pedal. Después de dar unos cuantos pedalazos comencé a frenar y a bajarme de la silla correctamente. Así logré hacer mi primera vuelta.

Han pasado varias semanas desde que comenzó este proceso. Aún no sé impulsarme en la bicicleta. Me da miedo levantarme y abalanzarme hacia adelante para empezar, pero mi guía solo insistió en la constancia. Sé que aún faltan varias lecciones y muchas más conversaciones con todas las personas que conocí. Quiero saber el desenlace de sus historias y entender cómo se alivianan sus miedos con cada clase de bici.

Cuando me levanto con frío para ir a tomar mis clases, siento que con cada vuelta al parque, además de que la fluidez va dominando mi cuerpo, me acerco silenciosamente a mi papá. A la niña que fui cuando lo acompañaba a la ferretería en mi bicicleta morada de la Princesita Sofía por las calles solitarias de mi pueblo, Bosconia (Cesar), a la hora de la siesta. Y aunque ya tengo equilibrio, que adquirí relativamente rápido por tener otras pasiones deportivas, avanzo despacio con la esperanza de no bajarme de este viaje por un buen tiempo.

Este artículo hace parte de la edición 203 de nuestra revista impresa. Encuéntrela completa aquí.