No sé cómo, pero esta persona tímida que soy un día terminó en una playa nudista. Los recuerdos y los pensamientos que tuve ese día llevaban años conmigo. Ha llegado la hora de revelarlos.
“Playa naturista, favor quitarse la ropa”, advertía el letrero en portugués a la entrada de una playa nudista en Buzios, cerca de Río de Janeiro. Estábamos de visita en el famoso balneario de los cariocas para asistir a una boda al atardecer y, mientras llegaba la hora de presenciar el “sí”, salimos a caminar para aprovechar la mañana y matizar un tanto el color oficina de nuestras piernas.
El eufemismo “naturista” del letrero caló profundamente en mi conciencia ecológica: Me hizo pensar en tofu, fique y hasta en el final de los pitillos de plástico, pero sobre todo, me hizo evocar la imagen de Eva y Adán caminando desnudos en un paraíso exuberante de naturaleza e inocencia, mucho antes de que existieran Twitter, la ropa, las playas nudistas y la vergüenza.
Entonces mi Adán y yo nos miramos como diciendo, “¿te le mides?” y sin mucha reflexión ni convicción nos quitamos la ropa, la echamos al morral y nos lanzamos a conocer lo que era andar por este mundo sin calzones. La sensación de quedar empelota a plena luz del día y en público se debe parecer mucho a lo que sentían los caballeros medievales cuando los bajaban de su escudo en plena batalla. Tal vez lo único que me salvaba era mi “disfraz de incógnita”; estaba desnuda, sí, pero oculta detrás de una pava gigante y unas gafas de sol que me cubrían media cara.
Así, sin ropa, como que no hay dónde poner las manos ni la mirada. Como que a medida que te descubres ante el mundo, el mundo te cubre con todos sus ojos y por ningún lado aparecen las jurásicas hojas de los árboles que en El Paraíso siempre están ubicadas en el lugar adecuado. Y es que debía ser muy fácil andar desnudos en un lugar en el que sólo había árboles con manzanas apetitosas y una que otra culebra inoportuna.
Pero aquí había otras Evas y sobre todo otros Adanes; muchos más Adanes que Evas, por cierto, y eso ya no me pareció tan “naturista”. En fin, ya estábamos en medio del océano de ojos y era peor darles la retaguardia y regresar. Con la cabeza en alto, porque qué más se podía hacer, conversábamos como si no fuera esta nuestra primera vez en una playa nudista, pero sobre todo tratábamos de encontrar un puerto seguro donde, al menos, ocultar las nalgas contra el planeta.
Corregí mi postura y me acordé de la cantaleta de mi mamá, que toda la vida me ha dicho, sin mucho éxito, que camine derecha. No es que me preocupara exactamente “verme bien” o que mi cuerpo cumpliera o no con los cánones de belleza vigentes. Hacía mucho que sabía muy bien de qué manera mi cuerpo no encajaba en esos modelos porque ¿qué mujer adulta no sabe más temprano que tarde, más prematuramente que temprano, qué es lo que supuestamente le falta o le sobra para ser considerada bella en este mundo?
No. Realmente no estaba avergonzada por no haberme puesto prótesis mamarias, como me lo sugirió un cirujano al que entrevisté cierta vez para escribir un artículo sobre implantes y autoestima, o por no haber nacido con un cuerpo así o asá. Pero entonces, si no era cuestión de inseguridad, ¿por qué esa incomodidad? ¿De dónde venía ese pudor que me impedía olvidarme de los demás y disfrutar de la experiencia única de caminar desnuda en una playa paradisiaca en la que podría sentir todo el calor del sol o la frescura del agua en mi piel, sin lugares vedados de mi anatomía?
Playa Brava, nombre oficial de aquel trozo de arena frente al Atlántico, es pequeña como diciendo “aquí son pocos los que se atreven” y por eso no fue fácil encontrar un espacio más o menos libre de nudistas. Así que como pudimos buscamos un rinconcito con menos gente y tratamos de sentarnos lo más dignamente posible, o sea, evitando posturas poco convenientes como la flor de loto. Acostarse boca abajo era otra opción pero primero debíamos dominar bien el panorama y asegurarnos de que estábamos “en buena posición” para exponer nuestros traseros. Lo que intuíamos desde entonces era que independientemente de cómo nos sentáramos, toda esa arena que nos estaba invadiendo sería difícil de desterrar de nuestros cuerpos libres de lycras.
Mientras yo estaba concentrada en mi intenso monólogo mental, mi acompañante batallaba a la vez con sus propios pudores. Una buena parte de nuestra estancia en esa playa se la pasó intentando establecer relaciones matemáticas en la anatomía masculina. Ignoro cuál habrá sido su conclusión pero al final del día me preguntó: “¿Bueno, pero finalmente, el tamaño sí importa?”
Después de un rato tomó una bocanada de valor, dejó el libro que estaba “leyendo” y me dijo casualmente: “Me voy a dar una zambullida.” Caminó lentamente, como si estuviera en total dominio de la situación, o tal vez para que sus apéndices colgantes no se le bambolearan demasiado, pero yo sabía que estaba sufriendo cada pequeño paso hacia el agua.
La zambullida duró lo que demoran dos olas en revolcar a un citadino inexperto. ¡Por eso se llama Playa Brava! Mi querido acompañante volvió con cara de derrotado, el pelo cubriéndole la frente y los ojos. Una vez a salvo junto a mí se confesó: Había sentido pánico de que una medusa le atacara el pene. Volvió a su libro.
Como venía diciendo, el problema principal en una playa nudista son los ojos. ¿Para dónde mirar? Claro, uno puede intentar detallar un coco en la arena pero siempre otras esferas terminan por atrapar los ojos desobedientes… tal vez por esas asociaciones raras y automáticas que tiende a hacer el cerebro humano. Por supuesto, uno puede tratar de concentrarse en el horizonte, pero las olas del mar no son lo único que se mece en este tipo de lugares. Entonces, la mirada convenientemente escondida detrás de los lentes de sol o de un libro-fachada, siempre termina en la anatomía ajena.
¡Provinciana! ¡Montañera! Puede ser. Pero díganme, ¿con qué cara mira uno a un barman que se acerca desnudo por la playa para ofrecer, “¿un jugo de piña y yerbabuena, o tal vez un cóctel?” Y en dónde poner esa cara cuando, por simple física, los genitales del barman lo están encarando a uno. Si los ojos son lo más problemático en una playa nudista, la cara es lo más importante: Después de todo, un cuerpo desnudo pero sin identidad es más parecido a una escultura que a una persona.
Nada de jugos, la situación exigía una piña colada. La pedí y me seguí preguntando, ¿por qué era tan gran cosa para mí estar en una playa donde, simplemente, la gente dejaba de cubrir los genitales y los senos? A propósito, no vi a nadie poniéndose protector solar en esas partes jamás antes expuestas al sol. Nosotros habíamos tenido la precaución de hacerlo a la entrada, cuando nos quitamos la ropa y no había tanto público. Ignoro el código de etiqueta de las playas nudistas, pero no creo que ponerse productos oleosos en las partes pudendas esté completamente exento de connotaciones eróticas.
Una parte de la explicación acerca de por qué no me sentía tan cómoda en ese lugar está en el tipo de playa nudista que resultó ser Playa Brava. Éste, en particular, no es uno de esos lugares en los que la gente simplemente está sin vestido de baño y cada uno anda en su cuento. En Playa Brava había una cierta electricidad en esos ojos tan inquietos -otra vez los ojos- y que según averiguamos después, se debía a que en efecto era un lugar al que muchos asisten para lograr lo que en Tinder sería un buen match.
Aparte de eso, de sentirme observada, creo que mi incomodidad se debía a que aunque quise hacer la “travesura” y chulearla de mi lista de cosas que hay que hacer al menos una vez en la vida, siempre he sido una persona tímida, de esas que se sonrojan por un elogio inofensivo. Ojo: volvería a una playa nudista, pero a una muy distinta. Siento que no tuve la experiencia de estar en una “verdadera” playa nudista; una en la que uno se sienta libre de ropa pero también de pudores y de observadores curiosos; una en la que la gente desnuda experimente la libertad de pudores del paraíso. A lo mejor tampoco existen esos lugares, o existen pero por definición no son públicos.
Justo cuando comentábamos que aunque estuviéramos desnudos, nuestra identidad estaba resguardada tras los sombreros y las gafas, mi acompañante y yo caímos en la cuenta de que si algún otro invitado al matrimonio nos viera en ese preciso momento, seguro nos reconocería. Acto seguido, recogimos nuestros corotos, nos levantamos apresuradamente y salimos de aquel lugar sin el mismo garbo con el que entramos, con algunas partes sensibles insoladas a pesar del bloqueador solar y con la misma cantidad de pudores con la que habíamos llegado. Al atardecer, debajo de nuestros trajes de coctel, todavía llovía arena.
*Andrea Domínguez es periodista y mamá de Sofía e Ilona. Vive en Miami, escribe poesía y siempre anda preocupada por el cambio climático. Practica yoga y ama la música brasileña.
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