Hace años, y durante mucho tiempo, sentí que mi hermano mayor era más exitoso, más valorado, más querido. Luego, el cine y una subida a Patios en bicicleta me permitieron ver todo desde otro punto de vista.
No me olvido de aquellas mañanas de domingo cuando salíamos de la iglesia, camino a casa. Mi hermano y yo obligábamos a mi madre a pasar por la única tienda de películas del barrio que le hacía competencia al impagable Blockbuster de la avenida. Era un trato justo, ella ya nos había obligado a recibir la comunión.
Salíamos de la tienda de películas con los dedos llenos de polvo después de buscar y buscar en las estanterías dos o tres películas (lo que mi hermano podía pagar con su sueldo de aprendiz de carpintero). Llegábamos a casa y las instalábamos en un VHS, que no recuerdo muy bien cómo llegó a casa. Mi madre desaparecía para descansar de sus largas jornadas semanales limpiando oficinas de la zona industrial, mientras nosotros veíamos películas que iban a cambiarnos la vida.
En esa temporada vimos El padrino, Pulp Fiction, Taxi Driver, El club de la pelea, entre tantas... hasta que un día nos decidimos por llevar a casa Gattaca. Yo tenía 12 y Andrés 20 años, nos separaba una generación cuando nos juntamos a ver por primera vez aquella película.
Gattaca (1997) es la historia de dos hermanos: Jerome (Jude Law) mejorado al nacer gracias a la ingeniería genética y favorito de la familia, y Vincent (Ethan Hawke) concebido de modo natural y quien tiene una deficiencia cardíaca. La película se concentra en Vicent y en su travesía burlando los controles de seguridad de Gattaca; una academia de astronautas con la que él ha soñado viajar al espacio, algo que nunca habría podido aspirar si tan sólo hubiese aceptado el lugar en el mundo que otros habían cavado para él.
Años después de repetirla tanto me enteraría de que su director, Andrew Niccol, también estuvo detrás de otras películas que vimos juntos como El Show de Truman (1998), y El señor de la guerra (2005). También sabría más sobre los infalibles actores que la protagonizan: Ethan Hawke, Uma Thurman y Jude Law; los dos primeros impresos en una tapa de VHS brillante y casi vampiresca que todavía recuerdo.
Han pasado ya 18 años desde aquellos domingos de películas junto a mi hermano. Ya cada uno de nosotros, mi madre, mi hermano y yo, vivimos en nuestra propia casa. Ahora es mi madre quien nunca se niega a ver una película con nosotros en el sofá. Ya no existe Blockbuster sino Netflix, HBO, Amazon Prime, Disney Plus y MUBI, por nombrar algunas. Ya no hay polvo en nuestros dedos, sino algoritmos que se atreven a pensar por nosotros a la hora de elegir qué ver. Ahora el pago es con tarjetas de crédito y no con los billetes arrugados de la billetera de mi hermano. Ya no podemos llevarnos dos o tres películas a casa, sino que hay millones, cantidades interminables de contenido, disponibles 24/7. Ahora, como Vincent en Gattaca, la lectura del iris de nuestros ojos permite nuestro reconocimiento en cualquier parte del mundo.
Sí, han cambiado muchas cosas y aunque no tan seguido, el plan de sentarnos a ver películas, sigue ahí, pero ya no somos los dos, la familia ha crecido. Cuando el plan sucede, es apenas la antesala de una conversación sobre nuestro pasado y otras veces sobre el futuro: Los negocios de mi hermano, mis próximas publicaciones, los viajes de mi madre, quizá todo lo que alguna vez soñamos aparece en esa larga conversación. Y cada vez que sucede, me doy cuenta de que el cine y la suma de los acontecimientos posteriores a esos encuentros, nos cambiaron la vida.
Todos estos años he recordado aquella escena de Gattaca en que Jerome y Vincent nadan en el mar y compiten para ver quién puede llegar más lejos. A pesar de que Jerome es genéticamente mejor que Vincent, era este último quien ganaba siempre. En una de las escenas Jerome le pregunta a su hermano: “¿Por qué siempre me ganas? ¡Yo soy mejor que tú! ¿Cómo lo consigues?” Y Vicent le responde: “Porque nunca guardo fuerzas para devolverme”.
Y es que hubo un tiempo en que yo creí que mi hermano era mejor que yo por ser mayor, por ser hombre, heterosexual, casado; un padre de familia y, por supuesto, por haber sido un hijo deseado. Yo simplemente había sido el desliz de mi madre, un pequeño error con el que había que cargar para toda la vida. Mi hermano, concebido con el deseo entre sus padres, era un niño saludable y fuerte que crecía hasta convertirse en un adolescente. ¡Jamás lo vi enfermo! Yo, en cambio, había luchado por sobrevivir desde el primer día en que me pusieron en la incubadora. Mi madre siempre recordaba la lidia que daba tener un hijo recién nacido y enfermo, un parto largo, una maternidad solitaria. Yo servía de ejemplo para la desgracia. Lo opuesto a su primer embarazo, cuando vivía deseosa de ser madre.
Entre chiste y chanza mi hermano siempre recordó los tiempos mejores antes de mi nacimiento con la frase: “Cuando éramos felices”. Además, solía bromear con la idea de que a mí me habían recogido en la calle y yo, a mis seis años, sólo podía llorar con esa historia de abandono, que, a decir verdad, no estaba tan lejos de la realidad cuando mi padre desapareció durante una larga temporada.
Desde mi nacimiento todo en la vida de mi madre y mi hermano había cambiado radicalmente: Mi madre había perdido su empleo por turnos sólo por llevarme al médico y cuidarme. Mi hermano vio desmejorado su lugar en la familia. Yo no había llegado con el pan debajo del brazo, sino con la peor escasez de todas.
Crecí un poco con rabia por el destino: ¿Por qué yo no podía ser como Andrés? Un joven sano que podía salir a jugar fútbol hasta tarde, ir de fiesta y no regresar en la noche, una persona normal que besaba chicas en el colegio y tenía amigos en todo el barrio. No, yo estaba creciendo en su sombra, mordiéndome los labios por besar a sus amigas, tragándome el miedo de que mi madre se enterara de que me gustaban las mujeres y concluyera que yo, su desliz, aquel error, le había salido mucho más caro si la familia se enteraba.
Crecí viviendo en el error, haciendo parte de una competencia que yo misma había fraguado. Con los años, la idea infantil se desvaneció entre dos adultos que se empezaban a guiar por la vida. El momento revelación fue una tarde en que Andrés y yo estábamos pedaleando nuestras bicicletas, subiendo La Calera para llegar hasta Patios. De repente lo vi de otro modo: Ya no era mi hermano, el de antes, demostrando que podía llegar primero, que era más fuerte que yo, mejor que yo. No, ese día un pequeño gesto abrió una nueva perspectiva. Fue su mano empujando desde atrás mi espalda para alcanzar la cima, su voz diciendo, “tú puedes”. Andrés me apoyaba. Fue su mirada aguantando la carga de ser el hermano mayor, de ser el primero que pone el pecho a la brisa... Fue ahí, en la fe que puso sobre mí, en ese último kilómetro, que me hizo entenderlo todo. Éramos dos muy diferentes, pero no éramos los hermanos de la película, no había competencia entre nosotros. Lo que había era una montaña a la que queríamos subir. Íbamos a subir juntos, porque ninguno de los dos habíamos guardado fuerzas para devolvernos y si hubiéramos tenido que hacerlo, sólo podríamos regresar juntos.
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