Dejé todo para construir mis sueños y en el camino casi los pierdo. Sólo cuando elegí desde el amor logré reencontrarme conmigo y reunirme con el ser que más extrañaba.
En 2014 mi vida cambió. Con mi hermano habíamos decidido tener una mascota. Nos lo tomamos en serio. Descargamos cinco temporadas de El encantador de perros, porque queríamos ser los mejores. Cuando fuimos a conocer a los nueve hijos de Mara, llegamos con la convicción de escoger un macho. En cuanto abrieron la puerta nos presentaron uno con manchas blancas en sus patas, pero mis ojos se centraron en el que estaba con los ojos cerrados y la trompa muy negra. Para mí era la idea de un bóxer clásico, fue como la misma sensación de estar viendo una obra de arte. Era hembra. En cuanto la trajeron me la puse sobre el pecho y me lamió el cuello. Fue amor, indudablemente. Mi hermano aceptó que fuera ella, aunque no me dejó llamarla Lola. Ya sé, era demasiado. Decidimos llamarla Kala.
Los primeros seis meses con Kala estuvieron llenos de aprendizajes. Cambié por completo mis hábitos, mis compañías y mis deseos. Me sentía completa junto a ella. Kala me dio lecciones de paciencia, de disciplina, de amor. Si yo estaba desesperada, ella era ingobernable; si yo me sentía segura, ella también. Todo en una misma relación. Su primer cumpleaños lo celebramos corriendo los 5K de la carrera Dog Chow. Nos entrenábamos siempre juntas. Compartíamos una rutina: corríamos todos los días, aunque me tocara levantarme a las 5 a.m. para después ir al trabajo. Nuestros fines de semana caminábamos a las montañas. Fue mi mejor compañía.
Las cosas cambiaron cuando abandoné Bogotá el 30 de julio de 2019 con mi vida entera en tres maletas. Mi plan en Buenos Aires tenía forma: estudiaría una maestría, trabajaría y traería a Kala. Con eso encontraría la felicidad. Lo veía en tres simples pasos, para mí era posible. Sin embargo, en septiembre las cosas fueron tomando matices. Me enamoré profundamente de Edu, porteño hasta la médula, y decidí planear un viaje a Europa con él. Soy una soñadora, qué le vamos a hacer. Llegó el 2020. Viajamos en febrero, sin saber que en paralelo recorreríamos los mismos lugares con el coronavirus. Cuando llegamos a Nápoles el tren anunciaba el cierre de las estaciones en Milán, en Sicilia se iban desapareciendo los turistas, el último día en Bari cerraron las fronteras de Italia, dos días después cerraban de golpe todos los locales en Madrid. Cada vez se sentía más el miedo, cada vez nos íbamos quedando más solos. Al menos mis fotos son un sueño para todo turista: están deshabitadas.
Regresé en marzo, justo el día en el que las fronteras de Argentina se cerraban. Todo se detuvo. En ese punto sólo podía pensar que había llegado el fracaso. La UBA no abrió ese semestre, me mudé cuatro veces en menos de tres meses, hasta que logré parar en un Airbnb de estadías largas. Me quería morir. Hasta ese momento la sencilla lista de mis deseos se deshacía entre tapabocas y gente neurótica e histérica. Estaba sola en un país que no era el mío, no tenía trabajo, no estaba Kala. Me sentía aplastada por la impotencia. Además, vivía aferrada a un amor que no era para mí.
No sé si llegué al punto más profundo del dolor, ni cuántos litros de lágrimas podría haber recolectado durante esos meses, lo que sí sé es que la vida me fue lanzando pequeñas ráfagas de luz que fui agarrando. Me obligué a enfocarme. Me hice una rutina de ejercicios que grabé de un live en Instagram con la pantalla de mi celular -porque para entonces estaba parando en un lugar sin internet-, barrí todos los días, aprendí a cocinar, hice listas de listas de cosas que debería hacer. Enfrenté arañas, cucarachas y los fantasmas que aparecen con los rayos cuando hay tormenta en Buenos Aires. Me fui volviendo un ejército en mí misma sin saberlo. Después la UBA decidió dar las materias online, me armé un emprendimiento con suculentas y cactus, me fueron llegando freelance de correcciones desde Colombia. Todo comenzó a andar, pero en la lista de mis sueños, con cada semana que pasaba, veía más lejana la posibilidad de traer a Kala. Con cada mes que transcurría, ella seguramente ya estaba más habituada a estar sin mí.
Para 2021 había pasado por tres bicis para andar por la ciudad, había recorrido todos los museos y había cursado todas las materias de la maestría. Me enamoré de la historieta argentina y logré conseguir mi primer trabajo en pesos argentinos como periodista de noticias blandas, en un portal que funcionaba en España. No lo niego, mentía y me divertía hablando de la farándula y los clanes de las familias españolas. Al menos ya iban tomando forma esos sueños que me había inventado. Para octubre pude recibir la visita que mi mamá y mi padrastro habían aplazado por la pandemia. Los esperé con nueve botellas de vino de diferentes cepas y con el freezer lleno de bondiola y lomo, cortados en churrasquitos y divididos en bolsitas, como me había enseñado Edu. Caminamos más de ocho horas diarias por diferentes barrios de Buenos Aires, fuimos a todos los parques y cafés notables. Se fueron amando la ciudad, las costumbres, los parques e, incluso, llegaron a imaginarse cómo sería de feliz Kala acá. Al hacer de anfitriona me sentí orgullosa de todo lo que había aprendido, de mi forma de recorrer la ciudad y de cómo me habitué a la argentinidad.
En abril de 2022 comencé mi primer trabajo en blanco. Era el primer paso para por fin poder alquilar. En mis seis meses de búsqueda tuve que abandonar la idea de conseguir un departamento que me permitiera tener mascotas. Busqué en todas las modalidades de contrato: temporario tres y seis meses, dueño directo, hasta pensé en compartir con alguien. Nada fluyó. Estaba, como dice el refrán porteño, “remándola en dulce de leche”. Cuando por fin pude alquilar, sentí por primera vez en tres años esa sensación de tranquilidad… y entendí la palabra hogar.
El panorama cambiaba en la medida en la que prestaba más atención. No era tan difícil: las cosas que nos pasan nos las hacemos a nosotros mismos. Otro check en la lista. Sin embargo, para entonces mis esperanzas de tener a Kala conmigo eran cada vez menores… Sentía que era una decisión egoísta traerla. La culpa y los miles de consejos de otros me llevaron a presentar mi renuncia.
Viajé a Colombia en marzo de 2023 con la idea de despedirme de Kala. En mis dos semanas de visita todos vieron a otra Diana. Buenos Aires ya había hecho lo suyo. Intenté dejar lo mejor de mí y me enfoqué en la tarea de decir adiós con gratitud. Soy enteramente colombiana, pero Buenos Aires es mi lugar de paz. A modo de despedida con Kala, traté de revivir todas mis rutinas. Todos opinaban que era la mejor decisión. Recuerdo cómo faltando pocos días para regresar lloré en el parque pidiéndole disculpas por tener que abandonarla. Me estaba yendo otra vez sin ella. Ella sabía de qué le estaba hablando. Ese día sentí que regresamos del parque siendo dos extrañas.
Cuando volví a Buenos Aires fui feliz al abrir la puerta de mi casa. Había conseguido este departamento sola. Amé ver cada detalle tan mío en cada esquina. Me estaba haciendo cargo de mí, por fin. Sentí por un momento que me aparecía alrededor ese ki que a Gokú se le dibuja antes de volverse un Super Saiyajin. Fue increíble. Después cerré la puerta y lloré un fin de semana entero por dejar a Kala. Lo intenté racionalizar de todas las maneras. Todos estaban felices porque había tomado una decisión sensata, así que tenía que aceptarlo. Pasaron los días y pensé incluso en tener una nueva mascota, pero volví a Kala siempre. Eso no estaba cerrado. Mi deseo era profundo, era sincero, tenía que desbloquear algo para alcanzarlo: mi visión de la visión de los otros me importaba mucho más que mis propias convicciones.
Traer a Kala, además de ser un riesgo por su raza, implicaba una inversión -para otros un gasto innecesario-, y una renuncia emocional del otro lado. Al final no pude silenciar más la voz de mi alma y decidí intentarlo una vez más, diciéndole adiós a todo ese discurso que me habían metido en la cabeza. Hablé desde el corazón con los que debía: le envié un mensaje a mi mamá y a mi padrastro. A mi hermano le prometí que intentaría que el viaje fuera bajo las condiciones que él exigiera. Todos aceptaron.
Busqué agencias por internet, la mayoría me respondía que no viajaba con perros braquicéfalos. Traté de encontrar alternativas. De golpe, alguien me dio una idea. Me gusta pensar que fui guiada. Una tarde, después del trabajo, fui hasta la Federación Cinológica Argentina intentando encontrar asesoría. La persona que me recibió me dijo: “Ve a la esquina. Hay un aviso grande que dice Animal Cargo, cierran a las seis”. Cuando llegué, estaban cerrando. Presenté mi caso y lo primero que me dijeron fue: “no es imposible, pero es difícil por la edad, por el peso y por la raza”. Un día después me contactaron de la agencia Mascotas Fly Go. Al siguiente día estaba eligiendo la fecha de llegada. Después de tanto tiempo, sólo tenía que esperar una semana. La más difícil. Me debatí entre la culpa (por herir a quienes tenían que dejarla ir) y el miedo a que le sucediera algo, de ñapa tuve que combatir esa inseguridad que aparece para sabotear la certeza de poder asumir una responsabilidad.
En esos cinco días, mientras le armaba su kit de bienvenida, no hice más que sonreír por todas las calles de esta ciudad. Aparecían lágrimas de felicidad y una sensación de plenitud en el pecho indescriptible. Mientras volvía del trabajo en bici a toda velocidad, entendí que esta Diana Romero estaba lista para amar, para cuidar y para miles de otras cosas que aún me falta por descubrir. En realidad nada se había tardado, era el momento justo. Kala llegó a Buenos Aires el 01 de julio de 2023. Nos encontramos a las 2:00 a.m. Estoy completamente segura de que ella es un amanecer y está acá para renacer conmigo. Ya nos sentimos, ya nos escuchamos, ya nos vemos: ahora podemos vivir en paz.
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