El mundo de la alta costura tendrá su lado polémico, y hasta sus tendencias tiránicas, pero a través de él descubrí mi propia belleza y también el ser libre.
Una madre sufre con una hija en un almacén cualquiera de Pereira en 2002. La hija odia todo lo que la sufrida vendedora le propone. Ofrece jeans que muestran la cola, todo pegadísimo, porque sino “te vas a ver como una viejita”. La hija sueña, en su cabeza, parecerse a un ave negra de siluetas amplias y experimentales como las que presentaba el diseñador Yohji Yamamoto ese año, los anteriores, y los siguientes desde que revolucionó París en los 80. A Yamamoto lo había visto, precisamente, en una revista mientras su madre contaba chismes con su amiga costurera. Al final, en la tienda en Pereira, luego de una batalla atroz, ambas ganan: la joven tiene un jean negro.
No siempre fue así: el año anterior quisieron vestirla con un cursi vestido curuba que rechazó al instante. Amante desde los nueve años de mujeres como Victoria Beckham (sólo por ella escuchaba a las Spice Girls) y fascinada con la elegancia de una Jackie Kennedy reluciente en la revista Cromos, no iba a transigir: se compró un vestido negro, porque antes de descubrir a Chanel, a Lagerfeld y a Sonia Rykiel y a la simpleza del chic francés, sabía que ese color era más poderoso que el atuendo de niña que haría feliz a sus padres. Nunca hizo 100% feliz a su madre mientras ésta vivió. La madre aprobaba ese estereotipo de la mujer, criada en la cultura vanidosa y dictatorial de Medellín, que luce y muestra su cuerpo con prendas que a su hija le parecían predecibles y baratas. La hija hacía sufrir a su madre comprando una chaqueta tweed de Esprit que le recordaba la estética perenne de Chanel, y que ella misma le refundió porque “era de anciana”, o abrigos extralargos en Zara que mostraban otra silueta que iba más allá de verse apetecible.
La niña descubrió desde pequeña que ese juego de complacer la mirada masculina – en el que su madre fijaba todo valor – era un mal negocio. A medida que se adentraba más en la moda, se dio cuenta de que la mirada masculina era simplista, aburrida. Y que la moda tenía más para ofrecerle que una opinión siempre variable, boba y básica sobre la que ellos han construido un poder ya tambaleante. La moda le iba a ayudar a expresar su identidad.
Miro a esa niña y me doy cuenta de que, como dicen muchos por ahí, la vida le va mostrando a uno en lo que se convierte. Ya desde pequeña en los fashion de mi colegio, yo quería ser la Pilar Castaño, la que comentaba los looks. Poco a poco, en el devenir de un trabajo demandante como el periodismo web, y sin el privilegio de muchas personas, tuve que abrirme mi camino a codazos. Entendí que la moda podía ir más allá de ser flaca, rica, blanca. Entré justamente a experimentar y a escribir sobre moda en plena revolución de la década de 2010: reinaba el “body positivity”, donde mujeres como La Pesada de Moda, FatPandora, Gabifresh y Tess Holliday le mostraban al mundo que otros cuerpos eran posibles. Estas eran figuras públicas, de cuerpos como el mío, que se rebelaron contra la dictadura de la delgadez de Victoria’s Secret, mientras Ari Seth Cohen, a quien tuve el placer de entrevistar, mostraba a las neoyorquinas más fabulosas lejos del estereotipo de Carrie Bradshaw y su mundo Cosmopolitan. Eran mujeres maduras que experimentaban con tocados, siluetas, texturas, piezas únicas. Ahí entendí que ese universal miedo a envejecer podía siempre ser contrarrestado con un sentido único del estilo. De ellas pasé a la casi eterna Iris Apfel y a mi non sancta patrona del estilo, Isabella Blow, la malograda, pero siempre única descubridora de Alexander McQueen y una de las editoras más brillantes que ha tenido el mundo.
Todo este trayecto de descubrimiento no ha sido fácil. De esas batallas con mi madre, siendo una mujer en Colombia y más en un medio aún permeado por el clasismo, racismo y colonialismo, por el sólo hecho de existir en un cuerpo no normativo y no esconderlo, ha generado miles de encontrones en redes sociales. Incluso un auto-aclamado crítico de moda, de un programa infame de chismes, hizo burlas de mi “mal estilo” cuando, irónicamente, una de las modelos y musas de moda más famosas de Colombia me alababa por él (el ítem de la discordia principal fue mi bolso de cubo Rubik). Pero lejos de amedrentarme, esa crítica ha sido mi fuerza, sobre todo en un país donde no destacar y ser señorial es la regla.
Es así como ante los memes, y ante las etiquetas del “disfraz”, me disfrazo más, incluso con pájaros en la cabeza, como los que usaba Isabella Blow gracias al sombrerero Philip Treacy, o Carrie Bradshaw, de Sex and the City, en su malograda boda con Big. Entre más me miren de reojo, más me inspiran a experimentar. La moda es mi armadura, mi sello de expresión, mi forma de decirle al mundo quién soy. Es la revolución que planteo ante el eterno aburrimiento y la fatal resignación de ser esa mujer normada, igual a todas, que sería aceptada pero pasaría inadvertida (que es lo peor que me podría pasar). Sé yo misma, al estudiar y escribir de moda desde ámbitos sociales y políticos, que la moda es un disfraz. Nos vestimos distinto según la ocasión y el mood: un saco oversized puede proteger, un vestido de colores expresa felicidad, mientras que un traje negro coincide con un funeral, por ejemplo. Esto también pasa cuando vamos a un u otro lugar. Escenificamos nuestra apariencia. Ha sido así desde los comienzos de la historia humana: los reyes, desde Nabucodonosor hasta Carlos III, se han vestido para proclamar su superioridad. Sus súbditos, en cambio, o los han imitado para emularlos en sus modos de vida (hay ejemplos en La edad dorada, Downtown Abbey y hasta en Los Beverly Ricos, entre otras) o han querido derrocarlos, como lo hemos visto con los Sans-Culottes en la Revolución Francesa o con lo que Fluegel llamó ''La Gran Renuncia Masculina'', donde se vio el adorno masculino como cosa de los aristócratas inútiles y por más de 200 años los hombres fueron condenados al aburrimiento.
Al final, fue a través de la mencionada Ari Seth Cohen y de Lynn Slater, la fabulosa maestra de 60 años que es un ícono de estilo, que pude reconciliar a mi madre con el hecho de perder su belleza y su juventud antes de morir por un cáncer imparable. Ella pudo entenderme y yo a ella. Gracias a su propia relación con la moda y la belleza, ella hizo de la moda su armadura. Y yo de la belleza en Colombia, el jean levantacola y sus estéticas, el caballo de batalla por el que he sido reconocida en el medio del periodismo de moda en Colombia y Latinoamérica. Tal y como en ese almacén de Pereira, en 2002, ambas ganamos. Para siempre.
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