Las enfermedades y urgencias médicas no conocen el sentido de la oportunidad: pueden llegar cuando estamos en un viaje de descanso o de trabajo.
Me agarró una gripa dura paseando en Nueva York. Los veranos son muy calientes pero también helados: museos, tiendas y restaurantes ponen el aire acondicionado tan fuerte que para mantener la temperatura exterior uno necesita una chaqueta de pluma en agosto. Primero fue la congestión nasal y la carraspera en la garganta, después llegó la fiebre y, finalmente, una tos de esas que parece que va a salir con pedazo de pulmón. Las pastillas de miel y las aguas de jengibre que me daba mi mujer no parecían funcionar.
Habíamos quedado de encontrarnos con un amigo médico que lleva muchos años viviendo en Estados Unidos. Nos recogió cerca de Columbia, donde nos estábamos quedando, y nos fuimos a desayunar un domingo en una de esas cafeterías de moda de los nuevos dominios de Chelsea, esas que sirven brunch junto a las galerías de arte. Apenas me vio puso cara de preocupación. Esa tos no me gusta, dijo. Me interrogó brevemente y me dijo que me tenía que tomar un antibiótico porque, faltando pocos días para regresar a Bogotá, podría agravarme y además contaminar a mis vecinos de avión.
No sé si por costumbre o casualidad, mi amigo tenía un recetario médico en el carro. Llenó la fórmula y me dijo que lo mejor era que lo dejáramos en la farmacia antes de sentarnos a comer, porque podía tomar un par de horas. En la farmacia me sentí pasando por inmigración otra vez: la dependiente llenó un formulario con todos mis datos, la dirección en la que me alejaba, el teléfono, verificó que el de la foto del pasaporte se pareciera a mí. Revisó también la licencia del médico. En algún momento pensé que me iban a mandar al famoso cuartito para un interrogatorio más extenso. Nos ordenó volver en dos horas.
Le pregunté a mi amigo qué tipo de remedios me había prescrito que generaban tantas suspicacias. Pensé que me iba a tomar uno de esos jarabes que hacen alucinar a los adolescentes y los convierte en caníbales o asesinos seriales a la primera cucharada. La receta era simple: Azitromicina y un jarabe expectorante.
Volvimos dos horas y media después y la fórmula no estaba lista, tuvimos que esperar unos treinta minutos más y responder de nuevo las mismas preguntas del cuestionario inicial. Pagué 90 dólares por las tres pastillas y 20 por el jarabe. El mismo antibiótico cuesta 5.000 pesos en Colombia y, claro, como ciento de medicamentos que sólo se deberían vender con fórmula médica, se puede comprar sin ninguna restricción. Nadie entiende bien lo del precio de las drogar: hay muchas que so mucho más baratas en Colombia, mientras otras son carísimas, por las patentes o porque hay tanta demanda que los laboratorios o farmacias ponen los precios que quieren, o por la resistencia a los genéricos, o porque las reglas que impiden importar baratos se cumplen.
Si mi amigo no me hubiera atendido habría tenido que pagar una consulta. Enfermarse en Estado Unidos puede salir carísimo. Conozco personas que han tenido que empeñarse para pagar tratamientos médicos allá. Como hay mucha gente que no tiene un seguro de salud, cuando se enferman pueden quedar en la ruinas.
Los estudios están de acuerdo en que los antibióticos están perdiendo eficiencia, pues hemos tomado tantos que estamos ayudando a una exitosa selección natural de bacterias, que se están haciendo inmunes. Me pregunto cuánta gente en Colombia toma antibióticos sin prescripción médica.
Desde aquel viaje siempre cargo una caja de Azitromicina en la maleta. La llevo para ahorrarme 100 dólares, por si me la vuelven a recetar. La compro en Bogotá, obviamente sin fórmula y sin ninguna restricción.
*Historiador.
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