La austeridad a menudo se asume únicamente como un término económico. Sin embargo, se trata de un concepto con un bagaje histórico que hoy puede aplicarse como alternativa para asumir un consumo de productos más responsable.
Es imposible hablar de austeridad sin desnudar primero el término de las prendas sucias que lo cubren. Suele asumirse que es exclusivo del vocabulario económico y que hablar de él es hablar de dinero. Para superar ese malentendido hace falta liberar el término de las manos de los políticos y economistas que lo acapararon hace más de diez años para insertarlo en su abanico de respuestas rápidas ante los tiempos de crisis, y devolverlo a las de los filósofos y teólogos que lo asumieron alguna vez como una forma de vida para un mundo rendido al gasto: de dinero, de ropa, de alimentos, de animales, de plantas, de agua, de aire, de espacio, de tiempo.
De hecho, el uso que la economía le ha dado al término ha conseguido que los mismos economistas le huyan, como si no se sintieran del todo cómodos con él, como si únicamente oliera a privación, carencia, penuria, escasez, etc. Por eso vamos a despachar rápidamente esa acepción diciendo que la lógica detrás de las famosas políticas de austeridad es correcta pero insuficiente.
Este tipo de políticas se popularizaron en Europa a partir de la crisis económica del 2008 porque apuntaban a reducir el gasto estatal para disminuir la deuda nacional y equilibrar el presupuesto. Pero, como recuerda el economista inglés Mark Blyth, quienes la utilizaron (Grecia, Italia, Portugal, Irlanda, España) fracasaron en su propósito, básicamente, porque si ninguno estaba gastando, entonces ninguno estaba invirtiendo y no había dinero circulando.
“Pero intuitivamente la austeridad tiene sentido, ¿no?”, agrega Blyth en el libro Austeridad: Historia de una idea peligrosa. “No puedes gastar para alcanzar la prosperidad, especialmente cuando ya estás endeudado, ¿verdad?”. Y en efecto tiene sentido. El problema es que en algún momento creímos que “No gastarás” era un mandamiento absoluto en vez de un ideal guiado por otro horizonte, tal como lo entendieron algunos antiguos.
Origen del término
La austeridad económica apela a la raíz griega de la palabra, austeros, que significa “amargo” y “duro”. No obstante, el término fue asumido por los griegos antiguos más bien como una “aversión a la ostentación y al exceso”, según señala el profesor Nicholas Xenos en un artículo publicado en The Royal Society. Sócrates tal vez sea el mejor ejemplo de esta austeridad. En Apología de Sócrates, Platón recuerda que este le pregunta a uno de sus interlocutores si no se avergüenza por preocuparse por cómo tendrá mayores riquezas, mayor fama, mayores honores, en vez de preocuparse o interesarse por cosas como la inteligencia, la verdad, o por cómo su alma será la mejor posible.
En esa medida, para Sócrates la austeridad era signo de virtud en una sociedad ateniense corrompida moralmente por la búsqueda del placer y la riqueza material en lugar de la búsqueda de la belleza y la verdad. Por eso, Platón recuerda en La República que para Sócrates la nueva ciudad se creará a partir de sus necesidades, lo que conducirá a desarrollar una división del trabajo dedicada a satisfacer justamente las necesidades mínimas. Dice el profesor Xenos: “La ciudad sana, como el hombre sano, es austera, dueña de sus apetitos”. También por eso para Sócrates la nueva república debería sostenerse con una dieta simple a base de vegetales, queso y aceitunas.
Esa imagen de la austeridad tuvo su eco más adelante en los estoicos y luego en los primeros escritores cristianos, quienes llevaron el término al límite hasta desdibujarlo. Es famosa la frase de Séneca, tal vez el más influyente de los estoicos, pues circula como un eslogan contra la sociedad de consumo; en las Cartas a Lucilio dice: “No es pobre el hombre que tiene muy poco, sino el que ambiciona más”. Sin embargo, lo interesante está en la continuación de la misma: “¿Preguntas cuál es el límite adecuado para la riqueza de una persona? Primero, tener lo esencial, y, segundo, tener lo suficiente”. ¿Qué es lo uno y qué es lo otro? ¿Cómo saber cuántas aceitunas son suficientes?
Los teólogos cristianos adoptaron parte de estas ideas para construir los cimientos de su iglesia. San Ambrosio atacaba la avaricia mientras les recordaba a los ricos de la ciudad que tenían una responsabilidad de generosidad respecto a los pobres, de la misma manera en que la naturaleza compartía sus bienes. San Agustín, por su lado, también exhortó “a los cristianos a considerar que sus riquezas les pertenecen a todos […]; por lo cual todo se reparte según las necesidades individuales”, según dijo en La ciudad de Dios. Mientras que San Jerónimo se inclinó por denunciar la fragilidad espiritual que aquejaba a la iglesia de su tiempo y promovió una renuncia mucho más radical para devolver a la iglesia a su esplendor inicial.
El profesor Xenos señala en su artículo que en esta diferencia entre Ambrosio y Agustín, por un lado, y Jerónimo, por el otro, se traza la línea entre austeridad y ascetismo; es decir, el límite en el que el primero se diluye en el segundo. Allí define al asceta como “uno de aquellos que en los primeros tiempos de la iglesia se retiraba a la soledad para ejercitarse en la meditación y la oración, y en la práctica de una rigurosa autodisciplina mediante el celibato, el ayuno y el trabajo”. Y subraya la importancia de ese retirarse en soledad como una forma de modelar la vida en el mundo pero no para el mundo, más bien como una manera de ausentarse de él.
La austeridad es algo distinto; no es retiro, ni rigor, ni ausencia. Por eso se lo usa como adjetivo: hay arquitectura austera, es decir, libre de ornamento u ostentación. La austeridad entendida de esta manera como un adjetivo y una categoría estética se convierte en una idea peligrosa contra el tiempo del gasto ridículo en el que vivimos. Algo así como un instante de silencio en medio de una noche poblada por las voces de la publicidad.
La austeridad en este sentido deja de ser un término económico, porque no implica solamente un rechazo al consumo a la manera del mal llamado “minimalismo” impulsado por figuras como Marie Kondo. El mercado creciente de los organizadores se basa en la idea de que estamos rodeados por muchos objetos o de que poseemos muchas cosas y que deshacernos de ellas nos traerá paz y felicidad. Las ideas ascéticas de San Jerónimo fueron acogidas sobre todo por los romanos ricos de su época, básicamente, porque tenían una base económica de la cual deshacerse y con la cual sostener su renuncia al mundo. Tal como muchos de los grandes seguidores de Kondo.
La austeridad no apunta a la renuncia al consumo sino a establecer una relación distinta con lo que consume. Más que una distribución, como soñaba San Agustín, hoy la austeridad nos obliga, en primer lugar, a preguntarnos qué es lo esencial y qué es lo suficiente; y, en segundo lugar, a entender que lo suficiente varía para cada persona. La austeridad es una obligación moral individual que puede convertirse en una acción colectiva centrada en la idea de comunidad, en la búsqueda de un bien común.
La austeridad es algo distinto; no es retiro, ni rigor, ni ausencia. Por eso se lo usa como adjetivo: hay arquitectura austera, es decir, libre de ornamento u ostentación.
Por eso es un concepto que también tuvo su auge en la filosofía de oriente. El filósofo chino Mozi propuso 400 años antes de Cristo una forma de gobierno (del país, de la vida) orientada a eliminar los gastos inútiles. Según su doctrina de “Moderación en el uso”, los sabios renuncian a aquello que excede la necesidad: “En todos los casos en que hicieron esto, no hicieron nada que no agregara utilidad. Así utilizaron los recursos sin desperdiciar nada, la gente no se agotó y promovieron muchos beneficios”. Y esta línea puede ser la otra clave para entender la potencia de la austeridad: el bien común implica utilizar los recursos sin desperdiciar nada. Por eso es una alternativa más para afrontar las complejidades ambientales que aquejan nuestro tiempo; reducir el uso de combustibles fósiles, por ejemplo, es aún más útil si reducimos nuestro patrón de consumo y de desecho de objetos.
La austeridad invita a pensar el gasto desde su dimensión colectiva: los recursos con los que se producen los bienes son limitados y pertenecen a un espacio compartido. Ser austeros es gastar lo necesario o, al menos, lo suficiente. Es gastar sabiendo que el gasto es una actividad política con consecuencias ambientales, sociales, culturales y no solo económicas. La austeridad no solo afecta el bolsillo, también afecta la vida.
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