María José Acosta recibió un trasplante de médula ósea donado por su madre. La experiencia fortaleció su vínculo y les reveló la importancia del amor, la familia y la esperanza en el cuidado de la vida.
Enero de 2023
Luego de pasar varios días con dolor de espalda, una sensación profunda de cansancio y pérdida de apetito, María José, a sus 23 años, aprovechó que estaba de vacaciones para ir al médico; algo que no habría hecho en otro momento porque su trabajo y sus estudios no le dejaban tiempo libre.
El 14 de enero recibió una llamada. Sus exámenes no arrojaron resultados favorables y le dijeron que debía acudir de inmediato a urgencias. Al llegar la examinaron y le dieron un diagnóstico que no esperaba: leucemia linfoide aguda. Había sospechado de la diabetes, una enfermedad que padeció su padre, fallecido poco más de un año antes. Pero su realidad estaba alejada de esa sospecha.
En ese momento María José trabajaba como asistente administrativa en una empresa de tecnología y cursaba el segundo semestre de marketing digital. Unos meses atrás, había tomado la decisión de vivir con su novio David, en Chía, Cundinamarca, y estaban en el proceso de amoblar su apartamento.
"Tuve que aplazar el semestre, dejar de trabajar, y no sabía nada sobre la enfermedad, nunca la había escuchado; me dijeron que tenía leucemia, pero no que era cáncer. No asimilaba lo que significaba y preferí no buscar, porque podía encontrar lo peor. Ese día ingresé a la Clínica Colombia y entré a hospitalización inicial de 40 días", cuenta.
Durante los primeros días no experimentó síntomas adicionales en su cuerpo. Incluso le decía a Jenny, su mamá, que se sentía bien. Con el paso de los días, el médico les informó que María José necesitaba quimioterapias. “Nos dijo que no se podía determinar el tiempo, pero que eran dos años como mínimo. Se veía abismal”, dice María José.
Era un camino de incertidumbre, pero su familia, compuesta por su mamá y sus tres hermanas, decidió enfrentar la situación día a día, en lugar de pensar en el futuro incierto. Jenny coordinó turnos de 24 horas alternados con el novio de María José para acompañarla constantemente, y con el inicio de las quimioterapias los días se centraron en tener un catéter en el pecho y extraer sangre continuamente. Se iban lesionando sus venas, tenía fiebres y se le empezó a caer el cabello.
El fin de semana anterior al diagnóstico, María José y sus hermanas habían hecho una pijamada durante la cual se pintaron el cabello y las uñas sin imaginar lo que vivirían tiempo después. Ahora había pasado de tener una cabellera fuerte y larga, a perderla poco a poco, porque su cuerpo se estaba debilitando. Además de lo difícil de la situación, estando hospitalizada sucedió uno de los momentos que más recuerda: una convulsión generada por una lesión cerebral traumática como resultado de una reacción alérgica a un medicamento, situación que la obligó a tomar un medicamento de por vida.
“Yo acababa de recibir turno e iba a bañarla porque ella no podía hacerlo sola, a causa de todas las conexiones que tenía en el cuerpo. No la había pasado todavía al baño y empezó a decirme ―mami, mira cómo se mueve la mano ¡graba graba!―”, cuenta Jenny. En ese momento pasó el encargado de repartir la comida, quien fue fundamental para que la atendieran de inmediato, porque su grito se oyó en todo el piso.
La convulsión es uno de los síntomas que usualmente ocurren cuando hay una cicatriz en el cerebro como consecuencia de una lesión cerebral, y que pueden avanzar o empeorar con temblores en el cuerpo, cansancio, mareos o provocar que la persona no responda o mire fijamente, incluso puede causar la muerte. Afortunadamente, ese día estaban todos los especialistas que atendían a María José y habían calibrado los equipos, así que no hubo complicaciones y le prestaron primeros auxilios.
Luego de ese primer tiempo de hospitalización, le dieron salida durante diez días. Les advirtieron que de ahí en adelante pasarían semanas entrando y saliendo del hospital por un tiempo estimado de dos años, pero no era un problema. Por ahora estaban felices porque luego de la repentina situación de enero, María José podría volver a su casa. Para ella, salir de esas paredes era la mejor sensación. “Ese día lloré al sentir el viento y llegué a disfrutar mi casa, mi familia, y el sabor de la comida”, cuenta.
Marzo de 2023
Al volver al hospital había una buena noticia: la enfermedad había entrado en remisión. Es decir, estaba controlada y María José podía iniciar el proceso para recibir un trasplante de médula ósea, que permite recibir células madre sanas en la médula ósea o en la sangre, para restaurar la capacidad de producción de glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas.
Sus hermanas eran las más opcionadas, pero su madre resultó ser la donante ideal, aun cuando había sido la última opción, porque María José nació por parto natural, un proceso que permite que los bebés generen anticuerpos y se pierda la afinidad entre madre e hijo. Como dice Jenny ―la que se lo ganó fue la mamá―.
“Majo se angustió porque yo tengo fibromialgia. Le preocupaba mi dolor, pero yo no había pensado en eso. Para mí era poder volver a darle sangre de mi sangre, algo de mis huesos. Fue muy emotivo porque era como si otra vez estuviera en mí sin entrar. Saberlo fue hermoso. Y ahí comenzamos a pensar en el proceso”, dice Jenny.
Para María José pensar en el trasplante y la recuperación era difícil. Luego del proceso que llevaba, llegó a un punto en el que ya no quería nada más. “Pensé en que ya no sería necesario. Ya había vivido todo el proceso de la quimioterapia, la convulsión, entonces no quería volver a ingresar”.
Para tomar la decisión de hacer el trasplante o no hacerlo, evaluaron los riesgos. De no hacer el trasplante, seguirían las quimioterapias y cabía la probabilidad de que la enfermedad reapareciera, pudiendo disminuir la efectividad del trasplante. Y al hacer el trasplante podría fallecer. “Decidimos que esto definía su sanación y el trasplante fue la opción”, dice Jenny.
Abril de 2023
María José estuvo un mes en casa con el fin de prepararse física y mentalmente antes de recibir el trasplante. Cinco días antes, tuvo las últimas sesiones de quimioterapia para reducir sus defensas y que su cuerpo aceptara las células de su madre. Volvió con miedo al hospital el 23 de abril y se encontró con un escenario distinto al de las otras hospitalizaciones, pues ahora su situación era más delicada: llegó a un piso más hermético, cuidadoso y en el que no tenía visitas, aquello que la había sostenido emocionalmente en sus anteriores visitas al hospital.
En esos mismos días, Jenny también fue ingresada en la clínica, sometiéndose a tres medicamentos y evaluando el comportamiento de su sangre. Al segundo día los médicos notaron una excelente producción de células madre y decidieron retirar uno de los medicamentos. Y el viernes 28 de abril, a las cinco de la mañana, la llevaron al mismo piso en el que estaba María José, para realizar el primer paso del trasplante: la extracción.
“El proceso de extracción duró seis horas. Se me durmió todo el cuerpo porque es una centrifugación de la sangre una y otra vez, y se me encorvaron las manos y los pies. Pero así y todo Majo era mi motivación”, dice Jenny. A María José se le suministraron las células a través de un catéter venoso central, muy similar a una transfusión sanguínea, que le abría el camino al proceso de recuperación.
A pesar de que el día del trasplante la acompañaba su novio, la habitación no estaba equipada para que alguien se quedara; había una poltrona y la camilla, así que la primera noche estuvo sola. “Fue impactante, porque hasta ese momento había estado sola en los cambios de turno. Me sentía desesperada, angustiada, encerrada y más débil. Quería que todo pasara”, cuenta María José.
Mayo de 2023
Como Jenny fue la donante, no pudo acompañar a su hija en el proceso y estaba inmersa en su propio tratamiento. La fibromialgia le produjo fuertes dolores además de un agotamiento intenso durante quince días. Sentía culpa por no estar junto a María José en esos momentos difíciles. Sin embargo, su hija mayor asumió el papel de cuidadora, junto al novio de María José. "Con el paso de los días, logré superar el dolor y me dediqué a preparar la habitación para mi niña", relata Jenny.
María José, sin embargo, experimentaba una profunda debilidad. La comunicación con su mamá se mantenía a través de videollamadas, y desarrolló mucositis, una complicación causada por el tratamiento que resulta en lesiones en la boca y úlceras dolorosas, que la llevó a ser considerada paciente de alto riesgo. La única esperanza residía en la activación de las células madre y la generación de anticuerpos. Pero los días se volvían cada vez más críticos: dejó de comer por las llagas y tuvo un ciclo de vómitos de sangre y transfusiones de sangre.
"Estaba asustada y quería salir. Pregunté a los médicos cuánto tiempo tomaría mi reacción, pero las respuestas variaban entre cinco, diez, quince días o incluso más. Me aferré a la esperanza de que serían solo cinco días. Pensaba, 'saldré en cinco días', y como no pasaba, me deprimía", cuenta María José. En ese punto, no solo significaba no salir, sino también no poder cumplir el sueño de estar en casa para el cumpleaños de su hermanita menor. Solo quería estar dormida; solo podía alimentarse vía intravenosa. “Llegué a un punto en el que dije ―no quiero, pase lo que pase, no voy a dar de mi parte―”.
Finalmente, el día 18 después del trasplante, las células se activaron y María José se llenó nuevamente de energía y esperanza. Permaneció tres días más en la habitación y, después de llegar a un acuerdo con el médico le dieron el alta, con la condición de regresar si algo salía mal.
"Todos estábamos preparando su nuevo espacio con lo que ella necesitaba. La casa de sus abuelos resultó ser ideal para que viviéramos juntas y María José no estuviera sola. La salida fue sorpresiva, así que corrimos entre amigos y familiares, todos enfocados en los cuidados especiales que debíamos tener", cuenta Jenny. Se enfrentaron a nuevos desafíos, desde extremas medidas de limpieza hasta la gestión de un gran baúl de medicamentos.
Al principio ella se doblaba por la debilidad y el dolor. Solo comía guayaba; se podía comer una docena de guayabas en el día, y ya, era lo que le pedía su cuerpo. Luego le pasó con la sal y el limón y así se fue adaptando a la comida de nuevo. Tenía controles semanales que incluían evaluaciones del peso, plaquetas y glóbulos rojos, pero se fueron reduciendo a citas mensuales.
Actualmente, María José continúa asistiendo a sus controles mensuales. En el tratamiento le queda un medicamento que deberá tomar de por vida por la secuela del trauma cerebral causado por la convulsión, y ahora vive con su mamá. Aunque siempre han tenido una buena relación, este proceso les ha permitido conocerse en niveles más íntimos, conversar sobre lo que les gusta, lo que les duele, el alma, sus anhelos y sus sueños.
Esta experiencia las ha llevado a valorar cada momento mientras exploran el significado de la vida. Reconocen la importancia del amor de todas las personas involucradas emocionalmente, como los vigilantes, el personal de limpieza y los terapeutas, que no ven a un paciente más, sino a alguien valiente luchando por vivir. La describen como su red de apoyo entre el personal del hospital y la familia, que se sumó a la recuperación de María José, y que aunque no fueran conscientes de ello, se convirtieron en su fuente de motivación.
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