La autora de este testimonio enfrenta un cáncer que la obligó a someterse a una gastrectomía total a los 19 años, es decir, le eliminaron el estómago.
En este relato habla del proceso y su transformación personal.
Tengo 22 años de edad y lo único que me hace falta para tener una vida absolutamente feliz es salud. Menuda cuestión. Estoy rodeada de una familia estupenda que me apoya y me complace;
acabo de graduarme de la carrera de mis sueños: Comunicación Social; tengo amigos que atesoro, trabajo desde casa y vivo a pocos metros del mar entre gente alegre. Todo es perfecto, a excepción del cáncer.
La primera vez que me canalizaron una vena para calmarme un dolor de estómago fue a los 16 años. Me hicieron exámenes, me recetaron calmantes y volví a casa. Dos años después las señales fueron un cansancio fuerte seguido de una hemorragia. Fue un día en el que tenía malestar estomacal pero yo trataba de ignorarlo porque había otras prioridades: salir airosa de un examen de matemáticas y ganar el partido de fútbol que jugaría con mis amigos por la tarde. A punto de terminar el encuentro deportivo me sentí ahogada y me salió sangre por la boca.
Me llevaron a urgencias. Me hospitalizaron y empezaron a buscar a dónde se estaba yendo la sangre. Así empezó este revolcón.
Siempre obsesionada con ser la mejor de la clase, la mejor del equipo, la más participativa, la más veloz, la más, la más, me negué en reiteradas ocasiones a atender las señales de mi cuerpo. Alimentaba una falsa concepción del éxito en la que destacarme en el deporte y en el ambiente académico me aseguraría un buen empleo, contactos, estabilidad económica y viajes; o sea mi vida ideal. Pero uno no es tan feliz en esos afanes, porque se pierde reuniones familiares y encuentros con amigos, domingos en la playa y escapadas al cine. O sea que uno deja de vivir por estar
pendiente de alcanzar el éxito, sin tener la seguridad de que podrá disfrutarlo. La felicidad, entiendo ahora, es el amor de mi familia, la solidaridad de mis amigos, respirar y que huela bien, valorar lo simple, lo cotidiano. Encontrar las formas ocultas que hay en el cielo. Agradecer lo que tengo y ayudar.
Haciendo esta reconstrucción cronológica de la enfermedad, recuerdo que cuando llegué grave a la clínica, con la hemorragia, me ingresaron a Cuidados Intermedios y me pidieron que me desvistiera. Eso me impactó, pero ¿cómo negarme? Lo único que quería en ese momento era que mi mamá entrara y me sacara de ahí, o echara del cuarto a ese montón de gente extraña.
Estaba sola con todas esas personas desconocidas, adolorida, agotada y sobre todo apenada. Enfermeras, médicos, radiólogos, todos entraban y salían, me chuzaban, me preguntaban mil veces las mismas cosas. No me trataban mal, ni cometieron nunca un abuso, pero yo me sentía violentada, minimizada. Porque así es la gente enferma, como yo en ese momento: una piltrafa.
Uno no piensa que puede morirse a los 19 años, a menos que la muerte te enseñe los dientes. Fue el 18 de diciembre de 2018 cuando el médico anunció el diagnóstico: tumor maligno del estroma gastrointestinal, conocido como Gist, por sus siglas en inglés. Supe luego que se trataba de una enfermedad poco frecuente originada en las células nerviosas del tubo digestivo. Ante ese
hallazgo, la recomendación del especialista fue una gastrectomía parcial, o sea, la resección de una parte del estómago.
Buscando en internet, me enteré de que el estómago no es un órgano vital, como sí lo son el cerebro, el corazón, al menos un pulmón, un riñón y el hígado.
También supe que el gástrico es el cuarto cáncer más mortal del mundo, según cifras de la OMS, superado por el de pulmón, el colorrectal y el hepático. Pero eso no me atemorizó. Fui a esa cirugía con fe y confianza en la ciencia.
En la operación el oncólogo se dio cuenta de que los pólipos estaban extendidos por todo el estómago, así que lo mejor era extirparlo completo, junto con los ganglios linfáticos cercanos.
La patología posterior arrojó que la decisión del aquel médico fue la mejor, porque todos esos tumores que agujerearon el órgano eran malignos.
Cuando, más o menos, recuperé la conciencia me enteré de las complicaciones surgidas durante la cirugía. Sin embargo, no me escandalicé porque ya había leído que se puede vivir sin estómago, pues una parte importante del proceso digestivo lo hace el intestino, y allí también se absorben los nutrientes. No era consciente de las consecuencias a futuro. Me preocupaba más seguir en UCI, sin poder ver a mi familia, perder la noción del tiempo, que alguien más tuviera que bañarme.
Y es que con esta enfermedad deja uno de tener el control y pasa a ser controlado. Dejas de tener control hasta de tus esfínteres. Uno queda minimizado, inútil. Y ahí es cuando te das cuenta de que eres un microbio en el universo, que necesitas de la gente y de los seres que amas.
Aún no sabía que tendría que comer solo pequeñas porciones varias veces al día y constantemente inyectarme las vitaminas y los minerales que no sintetiza ahora mi organismo. No sabía que me sentiría llena mucho antes de lo que estaba acostumbrada, que debía evitar tomar mucho líquido con las comidas porque el espacio que llena el líquido lo necesito para que lo ocupen los sólidos. Justamente lo que no tengo es capacidad de almacenamiento de los alimentos, pues esa es la principal función del estómago. Al principio sólo podía comer gelatinas y caldos, pero con el tiempo empecé a tolerar la papa, y poco a poco fui incorporando más alimentos a la dieta. Hoy en día como prácticamente de todo en pequeñas cantidades, excepto grasas y carnes rojas.
Los retos de la enfermedad
Mi plan era ser tan buena en el deporte como para representar a mi país en competencias internacionales. Y como me gusta la farándula, también quería ser protagonista en un reality show como El Desafío. Ahora pienso en esas metas y me da risa, porque tengo sueños mucho más aterrizados: amanecer, comer sin padecer reflujo y dormir hasta tarde. Son metas más realistas. La ñapa sería trabajar en periodismo deportivo y ver en persona a Laura Pausini.
Nunca he sido muy vanidosa, pero me llenaba de orgullo lucir mi abdomen plano. Y como me gustaba el deporte, con el entrenamiento podía cuidar esa esbeltez. Por eso me sentí tan desilusionada cuando me hablaron de la cirugía, pensaba en las cicatrices que quedarían en lo más bonito de mi cuerpo. Así que le pedí al médico que fuera lo más cuidadoso posible y, fectivamente, apenas se me ven unas rayitas.
Pero tengo que soportar constantemente señalamientos de personas imprudentes que comentan sobre mi cuerpo. Porque en los momentos más críticos llegué a pesar 32 kilos. He aumentado 10 kilos, pero son frecuentes los juicios y los murmullos. Algunas personas me han confundido con una niña de 11 años o se han horrorizado creyendo que mi flacura ha sido una decisión.
Es agotador lidiar con la enfermedad y aguantar la crueldad de las personas que no cuidan lo que dicen. Eso me ha hecho reflexionar sobre la falta de tolerancia de nuestra sociedad ante las diferencias, la falta de empatía. No nos enseñan a ser considerados y por eso omos tan propensos a juzgar.
LA CIFRA
En el mundo se detectan 1.089.103 casos nuevos de cáncer de estómago al año*.
*GLOBAL CANCER OBSERVATORY
En ese sentido, el cáncer también me hizo cambiar de actitud. En los tiempos de la cirugía empecé a hablar con un muchacho por internet y fue a visitarme mientras estuve hospitalizada. Me llevó juegos y me sentí contenta por sus gestos. Pero no pasó de ahí. Cuando era más joven tuve algunos pretendientes, pero sentía que si les prestaba atención me iban a quitar el tiempo que necesitaba para destacarme en los estudios y el deporte. Y ahora tampoco dejo que se me acerquen demasiado, realmente por cuidar al otro, por consideración. Enamorarse de mí es un encarte.
Paso mucho tiempo en consultorios médicos, haciéndome exámenes, y cuando me pongo mal causo muchas preocupaciones. Entonces el amor de pareja es una ilusión en la que no pienso por ahora.
Hace un tiempo tuve una complicación importante: los alimentos no me pasaban. Mis padres me rogaban que comiera, pero yo aunque quería no podía. Eso me produjo una afectación emocional muy fuerte. Pero una ecografía reveló que se me había cerrado el esófago por efecto de la cicatrización, y aunque ocurre con frecuencia, nadie nos lo había advertido. Afortunadamente se resolvió con varias dilataciones esofágicas.
En este momento la enfermedad me ronda, trata de arrinconarme. Tengo nuevas lesiones en otras partes del cuerpo, en órganos que no se pueden mutilar. Pero los médicos me han indicado nuevos tratamientos y estoy confiada en que funcionarán. La vida, con todo y sus complicaciones, siempre me sonríe y mientras tenga la capacidad de respirar tendré también un montón de mariposas en la barriga.
Este artículo hace parte de la edición 184 de nuestra revista impresa.
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