Pasar al contenido principal
Martin von Hildebrand

Los sueños de Martin von Hildebrand

Fotografía
:

Es antropólogo, etnólogo y fundador de Gaia Amazonas. Ha cumplido con creces su sueño de proteger la biodiversidad amazónica y los derechos de las culturas indígenas. A sus 81 años, este sabio de sangre europea continúa vital, inspirado y con las botas puestas. Presentará en la Feria del Libro de Bogotá un libro con sus memorias.

Cuando Martin von Hildebrand exhortó a una comunidad indígena a luchar por la restitución legal de su territorio, un cacique le dijo: “La tierra no es nuestra. La tierra es de los pájaros, los árboles, los espíritus. Nosotros somos la tierra”. 

Martin von Hildebrand ha sobrevivido a tres caídas de un DC3 en la selva. Ha visto ahogarse a un amigo indígena en un río furioso. Se ha nutrido del pensamiento cosmogónico de los tanimuka, los letuama y los yukuna de la Amazonía, así como de los versos de Rimbaud, Barba Jacob o Lorca. Consciente de los límites de la razón, Von Hildebrand cree que la poesía es el mejor vehículo del ser humano para expresarse. Tiene un baúl lleno de diarios en los que ha consignado cavilaciones y sueños durante décadas. “Interpreto los sueños a mi manera y me gusta hablar con personas que saben interpretarlos”, dice en su tono cachaco con cierto dejo foráneo. 

Hasta hace algunos años solía soñar que volvía al colegio a presentar un examen. Dejó de tener ese sueño tortuoso cuando sintió que la vida ya no le pedía rendir exámenes. Otro sueño recurrente, pero que cultivó despierto a partir de sus primeras travesías por la selva, fue ayudar a la gente de la Amazonía a recuperar grandes extensiones de bosque tropical. Le tomó tiempo, pero logró verlo realizado. 

Hijo de un alemán y una irlandesa, Von Hildebrand nació en Nueva York y a los cinco años se instaló con su familia en el muy bogotano barrio de Las Aguas, en cuyas calles apenas asfaltadas patinaba con sus hermanos. De joven fue buen jinete. “Yo sentía que al galopar trascendía hacia el infinito”, recuerda.       

Hizo el pregrado en Dublín y se doctoró en París. “Pero no fue la academia la que me inspiró”, dice, “sino el mundo indígena”. En su primer viaje a la Amazonía navegó a remo desde Mitú hasta Leticia y, a mitad de camino, se encontró, para su sorpresa, con uno de los últimos reductos de explotación cauchera. Esa noche se quedó rumiando en su hamaca la convicción de que se entregaría en cuerpo y alma a la protección de los ecosistemas y derechos de los pueblos originarios. 

En su sueño lo acompañaron Patricio –su hermano biólogo y célebre explorador de la Serranía de Chiribiquete–, el presidente Virgilio Barco y un hombre que conoció viajando en una canoa: Roque Roldán, director de Asuntos Indígenas del Incora. “En la mitad de ninguna parte me encontré con ese señor simpático y entre aguardiente y risas le fui haciendo preguntas”. Ese viaje de 1972 sería decisivo para consolidar el equipo de expertos cuyo trabajo permitió, una década más tarde, la creación del resguardo indígena Mirití Paraná, con 1.384.000 hectáreas. 

Para dimensionar mejor lo que ha significado su aporte al reconocimiento de territorios y culturas indígenas, anotemos esta cifra entregada por la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (RAISG): entre 2001 y 2021, solo el 6% de la deforestación en la Amazonía colombiana ocurrió en zonas de resguardo, es decir, en menos de 300.000 de los 27 millones de hectáreas que el Estado ha devuelto gracias, en gran medida, al trabajo de Martin von Hildebrand en los departamentos del Vaupés, Amazonas y Guainía.

En 1990 Von Hildebrand creó la Fundación Gaia, dedicada a la protección integral de la Amazonía y en el 2000 recibió el premio Right Livelihood, conocido como el Nobel alternativo. Hasta el año pasado, Martin vivía en su casa de campo en Boyacá, donde terminó de escribir sus memorias, que presentará en la próxima Feria del Libro de Bogotá. Ahora está radicado en Brasil, donde preside la Secretaría General de la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica (OTCA).   

Esa tranquilidad interna de los indígenas ayuda a inspirarse y buscar los pensamientos mientras se habla.

¿Cómo surgió su estrecha relación con el mundo indígena? 

Desde el primer viaje que hice a un pueblo indígena me di cuenta de que, más que estudiarlos, mi objetivo sería acompañarlos para que recuperaran sus territorios y defendieran sus derechos. Eso me nació, quizás, por mis orígenes irlandeses. Los irlandeses estuvieron colonizados 500 años por Inglaterra y sufrieron muchísimo. En mí resuena el anhelo de la gente que quiere ser ella misma, independiente, y tener su territorio.

¿Era el espíritu que se respiraba en su familia?

Crecí en una familia europea. Mi abuelo y mi padre, alemanes, se opusieron abiertamente al nazismo. Fueron condenados a muerte y les tocó huir. Fue una huida complicada, de país en país, montando la resistencia y ayudando a sacar gente de Alemania y llevarla a Austria. Del 33 al 38 mi abuelo publicó artículos antinazis. Terminaron refugiándose en Estados Unidos. De manera que sí me formé, aunque no se hablara de eso todo el tiempo, respirando un espíritu crítico y antifascista por el lado paterno, y un espíritu anticolonialista por el lado de mi mamá. 

Estudió en Irlanda, la tierra de su madre. ¿Qué le dejaron esos años, además de un título?

Me interesó más la arqueología que la sociología, pero lo que me cautivó fue el espíritu, la música irlandesa, la revolución. Estaba todavía el conflicto con el norte de Irlanda, los estudiantes participaban y protestaban. Eso tocó mi espíritu de manera tan profunda que me llevó luego a hacer algo similar en el Amazonas, es decir, a luchar por la autonomía y las culturas indígenas.

¿Por qué dice que el pensamiento indígena es un pensamiento de futuro?

Porque el pensamiento indígena es fundamental para buscar soluciones. Occidente tomó la vía de la competencia, la acumulación, el colonialismo y la imposición. Otras culturas han tenido eso, pero nosotros lo hemos llevado al extremo. Y hemos llegado a un individualismo y una soledad enormes. Los indígenas tienen la visión de que somos naturaleza y, por eso, debemos tener una reciprocidad con ella. Si la utilizamos, tenemos que devolverle. Para el mundo indígena, la gente no compite, sino que colabora para llegar a un objetivo, que es el bienestar de la comunidad. Los pueblos originarios que he conocido son especialistas en la integración con la naturaleza. El mundo indígena nos devuelve a la naturaleza. Estamos obligados a volver a ella y honrarla. Si la seguimos destruyendo, nos vamos a destruir. No creo en el poder supremo que quieren darle a la tecnología. Porque la vida es fundamental. Necesitamos soluciones y el pensamiento indígena nos ayuda a buscarlas. Así que los indígenas nos inspiran a pensar en el futuro.

Llegó a Bogotá con su familia en 1949. ¿Cómo fue que terminaron viviendo aquí?

Mario Laserna invitó a mi papá a cofundar la Universidad de Los Andes. Terminamos viviendo dentro del campus. Ahí me crié, entre árboles, pastos, cabras y gallinas. Teníamos un burro que se llamaba Séneca. Trepábamos montañas con mis hermanos. Los domingos apostábamos carreras a ver quién subía más rápido a Monserrate. Mis ocho hermanos y yo hicimos el colegio en el Liceo Francés, becados todos. La música que se oía en el ambiente eran rancheras y tangos, y en la casa lo que predominaba era la música clásica. Había pocos recursos económicos, pero muchos recursos culturales.

  

Cuéntenos sobre su primera visita a la Amazonía al finalizar los años sesenta.

Yo no iba con intención de quedarme mucho tiempo trabajando allá. Pero al enterarme de la existencia de un campamento de caucheros, mis planes cambiaron. Yo pensaba que eso ya no existía. Conocí la situación de familias explotadas durante generaciones. Vi a indígenas obligados a trabajar, prácticamente secuestrados, como sus abuelos y bisabuelos, que los llevaban amarrados. Me hablaron del sistema de endeude. Un hombre estaba sacando caucho para pagar una deuda. Llevaba treinta y cinco años pagando una máquina de coser Singer de su mujer. Desde ahí cambió mi destino. Dije: “Estudiar es importante, pero con un propósito, una causa superior”. Esa causa sería la búsqueda de la autonomía de los pueblos indígenas.       

Hablar de Gerardo Reichel-Dolmatoff es hablar de un referente obligado de la antropología colombiana. ¿Quién fue él para usted?

Él  fue mi mentor, indiscutiblemente. Me orientó en mis primeros viajes y en todo mi camino inicial en la antropología indígena. Los dos grandes peligros en la selva son ahogarse en el río o perderse, así que Reichel, desde un comienzo, me dijo: “Nunca vaya solo, así sea con un niño de guía”. Reichel fue un gran personaje. Tenía una disciplina extraordinaria. Comenzaba a trabajar a las dos o tres de la tarde, hasta la madrugada. Dormía por las mañanas. Escribía en promedio una página al día.

Mientras nosotros hablamos del bien y del mal, los indígenas prefieren hablar del orden y del desorden, porque todo tiene su lugar.

Y en su caso, ¿qué relación ha tenido con la disciplina?

Tengo una cierta disciplina que aplico a lo que me gusta. Una disciplina muy diferente a la académica. No me cuesta levantarme a las tres de la mañana para andar por la selva. No me cuesta la disciplina de estar horas y horas sentado escuchando hablar a los indígenas, inclusive sin entender nada, porque hablan en su idioma.

Esto me lleva a preguntarle sobre la importancia de escuchar para el mundo indígena. 

Es fundamental la escucha. Cuando los indígenas se reúnen a conversar cada noche, no se interrumpen, se escuchan, dejan que la otra persona exprese su pensamiento plenamente. Incluso se quedan callados un rato después de que el otro termina de hablar. Esa tranquilidad interna ayuda a inspirarse y buscar los pensamientos mientras se habla. Hay tal respeto, que si estoy en desacuerdo con usted no le llevo la contraria, no necesito imponer mi criterio, respeto su pensamiento, yo tengo el mío y no trato de convencerlo de que mis ideas son mejores. 

Otra idea clave en la cosmovisión indígena es la de armonizar o acomodar.

Sí. Para ellos, todo tiene su lugar en el pensamiento y en la vida. Todo. Hay que saber acomodar cada cosa, dónde se coloca cada idea. Lo que he aprendido con ellos es que, por ejemplo, mientras nosotros hablamos del bien y del mal, ellos prefieren hablar del orden y del desorden, porque todo tiene su lugar. Si se ponen las cosas en orden, todo fluye. El chamán piensa en la naturaleza, la sociedad o la cotidianidad y trata de acomodar los elementos que las conforman. Cuando las cosas están desordenadas, viene el malestar y comienzan los problemas. Pero no es un orden policivo o económico, sino un orden que reside en la naturaleza. Es el orden de la armonía y del flujo de la energía. Un orden en el que las piezas se complementan como en un rompecabezas.

¿Qué es el bienestar para usted?

Me remito a la cosmovisión indígena. Bienestar es estar en armonía con el entorno social y ambiental. No es ser rico ni ser sabio. Bienestar en el sentido de flujo de energía y convivencia.

Un personaje fundamental en su vida profesional fue Virgilio Barco…

Yo estaba recién nombrado director de Asuntos Indígenas en el gobierno y recibí una llamada del presidente. “Quiero hablar con usted”, me dijo Barco. Hablamos del Amazonas. Conversábamos en su despacho una vez por semana. El presidente me decía que hablar conmigo era un descanso en medio de tanto problema que tenía. En ese momento su gobierno estaba lidiando con el Cartel de Medellín y Pablo Escobar y los demás problemas de orden público. Yo ya venía preparado con el tema de la necesidad de devolverles territorios a los indígenas. Gracias a Barco logramos sacar adelante 20 millones de hectáreas, una de las áreas de selva indígena más grandes, no solo de Latinoamérica, sino del mundo.  

Me alegra que a mis 81 años se me presente otra vez la oportunidad de colaborar con la Amazonía. Puedo decir que la vida ha sido bella conmigo.

¿Qué amenaza hoy el bienestar de las comunidades indígenas?

La mayor amenaza sigue siendo nuestra imposición. La imposición de nuestros parámetros de desarrollo, que son individualistas, acumulativos y negacionistas de la diversidad.

A estas alturas del desastre ambiental, ¿es posible salvar la Amazonía?

Sí. ¿Lo vamos a hacer? No lo sé. Tenemos el conocimiento, están los recursos, la capacidad, la metodología. Podríamos restaurar grandes áreas. Pero te doy un ejemplo. Si hablamos de parar la deforestación, no solo tenemos la presión económica de la minería, el cambio del uso del suelo, etc. También hay una criminalidad brutal. Así, no es fácil que haya mucha gente o instituciones dispuestas a controlar y restaurar territorios. No es que no se puedan resolver los problemas, sino que son muchos: corrupción, política, minería ilegal, política… Hay unos desequilibrios sociales muy fuertes.      

Está estrenando cargo…

No me lo esperaba. Estaba tranquilo lejos de la ciudad, a punto de cumplir 81 años. Un día suena el teléfono y, de manera inesperada, me saluda la ministra de Medio Ambiente y me dice: “Martin, ¿usted estaría dispuesto a asumir el cargo de Secretario de la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica (OTCA)?”. Le dije que no, que a estas alturas de la vida no estaba para eso. A los pocos días me desperté pensando: “Carajo, me están abriendo la puerta para seguir contribuyendo al Amazonas. Debo pasar por esa puerta”. Entonces llamé a la ministra y le dije que aceptaba. Así que desde enero estoy viviendo en Brasilia, donde queda la sede de la OTCA. 

Bienestar es estar en armonía con el entorno social y ambiental. No es ser rico ni ser sabio. Bienestar en el sentido de flujo de energía y convivencia.

Es una gran responsabilidad.

Enorme, teniendo en cuenta lo que se planteó en la reunión de Belém do Pará entre los ocho presidentes de países con territorio en la Amazonía. Tengo la responsabilidad de implementar los acuerdos de la Declaración de Belém, que marca un hito en la cooperación regional para enfrentar los desafíos ambientales de la región amazónica. El reto me tiene animado. Yo digo siempre que la vida piensa en mí. La vida me puso en esto. Pero hay que estar preparado, más que en conocimiento, en espíritu y corazón.

¿Qué lo hace sentir satisfecho o alegre consigo mismo?

Haber hecho cosas que le han servido a los demás y al planeta. La decisión de volcarme hacia una causa desembocó en lo que hoy en día son millones de hectáreas, que representan derechos indígenas. Siento la satisfacción de haber podido aportar, con las dificultades y frustraciones que toda lucha conlleva, desde luego. Me alegra que, después de ver ese campamento de cauchería, hace cincuenta años, hoy los descendientes de esos indígenas sean dueños de 25 millones de hectáreas y tengan 15 gobiernos propios. Me alegra que a mi edad se me presente otra vez la oportunidad de colaborar con la Amazonía. Puedo decir que la vida ha sido bella conmigo.

- Este artículo hace parte de la edición 192 de nuestra revista impresa. Encuéntrela completa aquí.

Jorge Pinzón Salas

Fundador y exdirector de la revista Cartel Urbano, ahora es periodista independiente.