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Bailar en un geriátrico

Bailar en un geriátrico

Ilustración
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Pasé de tenerle pánico a la vejez a coleccionar aprendizajes dentro de un hogar para ancianos. Hoy le agradezco a mi suegra porque, sin saberlo, las sombras de su memoria le han dado luz a mi vida.

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La palabra geriátrico me daba terror. Estaba llena de prejuicios, sobre todo frente a sus huéspedes: los ancianos son violentos, gritan, huelen raro, se quejan todo el día. Qué deprimente. Una película de terror se quedaba corta si imaginaba cómo se vivía en uno de estos lugares. En realidad, como tal vez les pasa a muchos, no me interesaba nada que tuviera que ver con sitios como hospitales y ancianatos, donde merodean la muerte y la soledad. En el caso de los asilos, la única imagen posible en mi cabeza era la de adultos que son tratados como niños descolocados, olvidados por sus familias. 

Lo pensaba desde mi absoluto desconocimiento. Nadie en mi círculo cercano ha vivido tanto como para necesitar cuidados especiales en un ancianato. Para no ir muy lejos: mi papá murió a los 42 años de un infarto mientras montaba bicicleta. Soy la hija menor de una mujer que fue madre joven, así que a mi mamá hasta ahora nunca la he sentido vieja. Crecí sin tener ningún vínculo con la vejez, con todo lo que llega con ella, ni con lo más difícil de ser viejo, que se anticipa cuando aparece el Alzheimer.

No había pisado un geriátrico simplemente porque no conocía a nadie que estuviera en uno. Hasta ahora. En el cuarto piso de un Altersheim (en español hogar de ancianos) en el centro de Berlín está desde hace un par de años mi suegra, a quien conocí desde antes de que el Alzheimer la empezara a llevar por un camino sin retorno. Cada día fue necesitando de más cuidados y de la compañía de especialistas. A la mamá de mi pareja la quise desde antes de que, por recomendación médica, tuviera que empezar a vivir allí. No sé si estaría escribiendo lo mismo si no hubiera existido ese afecto previo, pero ella se convirtió en la razón por la cual, además de sentir vergüenza por haber pensado como pensaba sobre los asilos y sus huéspedes, me he acercado a la vejez sin miedo. Gracias a ella he aprendido que un lugar es tan deprimente como uno quiera que sea y que nadie como un viejo para enseñarte a encontrar alegría en lo cotidiano. 

Los viejos dicen lo que piensan sin filtros (muy valioso, creo yo, en una época de excesiva corrección política) y no les interesa impresionar a nadie. Son individuos en su esencia, sin etiquetas ni adjetivos. Imagino que la experiencia de envejecer no es igual entre un hombre y una mujer, pero lo que yo sé de la vejez, lo sé por mi suegra. 

Angela Magdalena Gaa de Méndez – como me pediría que lo escriba porque así se presenta siempre, con su nombre completo – nació en el sur de Alemania, pero es más uruguaya que el mate… o que el asado, me corregirán algunos uruguayos. Llegó a Montevideo en barco en 1948, cuando tenía 10 años, y allí se hizo grande. Adulta, con un esposo español, que llegó a América escapando de la pobreza, y un hijo uruguayo (su único hijo, mi marido) regresó a su país hace más de 40 años. Eso sí, nunca dejó de hablar en el idioma en el que aprendió boleros, tangos y rancheras, y todavía hoy, a pesar de su marchita memoria, los sigue cantando al pie de la letra. La música siempre la trae de vuelta. 

El Alzheimer no ha podido robarle la alegría que siente cuando escucha una canción. De las viejas, pero también de las no tan viejas. Fan de Maluma y Shakira, pero también de Frank Sinatra, Elvis Presley o Rita Pavone, me ha enseñado que se puede bailar desde una cama y que no hace falta hablar mucho para expresar un “te quiero”. Nunca me imaginé que a alguien le haría feliz bailar conmigo, porque el baile no es lo mío. Yo creía que bailar era mover los pies coordinadamente, pero en este lugar, ella desde su cama y yo parada en frente suyo, nos hemos enfiestado más de una vez. El ritmo no está en los pies, yo ahora creo que está en el alma. 

Bailar en un geriátrico - Sally Palomino

Una playlist en Spotify con su nombre y las canciones que compartimos se ha convertido en un recordatorio de que todo pasa. En la vejez con Alzheimer sólo está el presente. La canción que suena, la brisa que entra por la ventana o el sorbo de Coca-Cola, que en el caso de mi suegra es el disfrute total. Para alguien con ansiedad, como yo, estar cerca de una persona que vive cada segundo como lo único que existe ha resultado terapéutico. Me ha conmovido y me ha enseñado otra forma de ver las cosas. La poeta mexicana Coral Bracho, cuya madre tuvo Alzheimer, describe esta enfermedad, como una forma de habitar el mundo que se acerca al de la niñez, como “ver el mundo como algo nuevo, sorprendente”. 

Me repito como un mantra que todo es pasajero y que estar vivo ya es bastante. Me ayudan a recordarlo mi suegra y sus compañeros de hogar, como el señor Hoffman, su vecino de piso. Hoffman es un anciano que no sé qué fue en su juventud, pero ahora hace lo que le apetece y se le ve contento. Fuma cuando le dan ganas, ve fútbol en el televisor de su cuarto (no se perdió el mundial femenino) y se pasea por los pasillos en su silla de ruedas a la velocidad que se le antoja. También están las señoras que se reúnen en un salón de la casa a jugar cartas o las que se sientan en una banca del jardín a recibir el sol en la cara. Todo tan sencillo y al mismo tiempo tan vital. No tengo ni idea de cómo eran sus vidas antes de estar acá, cuánto sufrieron, los logros que alcanzaron, el daño que hicieron o el perdón que no pidieron. Todo pasó y su única realidad es el ahora. La vejez suele ser retratada desde la lástima, pero hoy soy testigo de que en un asilo se vive tranquilo, que es incluso mejor que estar feliz.

El Alzheimer es muy difícil para la familia de quien lo padece. Es triste ver a alguien irse poco a poco y temer que un día no recuerde quiénes somos. Nosotros todavía no hemos llegado a eso porque estamos presentes en la vida de Angela Magdalena Gaa de Méndez. Hemos hecho de su habitación un pequeño spa y – hay que decirlo – somos muy intensos. Mi marido le pinta el pelo y las uñas, yo la peino, le echo cremas en la cara y brillo en los labios. Una mujer podría sobrevivir sólo con los cuidados básicos de un ancianato, pero cuidarla así es una forma de amar y dignificar su vejez. 

El mundo nos mete por los ojos el deseo de vivir más tiempo, pero nadie nos enseña a estar dentro un cuerpo viejo y desgastado por el paso de los años. Es normal – eso lo entendí también hace poco – que las familias se sientan abrumadas cuando se enfrentan a la realidad de un padre o una madre vieja porque tampoco nos han enseñado a cuidar. 

En los últimos años me he hecho amiga de mujeres mucho mayores que yo. Sin querer queriendo, ellas ya me estaban acercando a apreciar esa etapa de la vida donde lo valioso está en lo pequeño y cotidiano. Saben más porque han vivido más; no compiten, enseñan. Todavía tienen humor, que no es poco en tiempos en los que la censura se impone a la risa. Con ellas he aprendido a ver belleza en envejecer y declinar, a no tener grandes ambiciones más que vivir tranquila. Me han inspirado a ser mejor persona y, me han hecho replantear, entre otras cosas,  la forma en la que vivo el feminismo. Ahora no concibo ser feminista sin pensar en las mujeres viejas. No existe la sororidad – una palabra tan de moda – si no se piensa también en ellas. Parece una superficialidad, pero peinar a una anciana que no puede hacerlo porque le cuesta moverse también es feminismo. El feminismo es cuidado.

En el geriátrico he conocido otro tipo de amor. He aceptado la vejez y ahora tengo la certeza de que lo que me preocupa va a pasar… además, es poco probable que lo recuerde si llego a ser anciana. 

*Sally Palomino Carreño es periodista, vive en Berlín, odia el calor y ama el frío. Su actividad favorita es hablar horas por teléfono con su mamá, una santandereana de carácter fuerte, a quien le heredó todo menos sus preciosos ojos verdes. Como su suegra, también es adicta a la Coca-Cola.

Sally Palomino Carreño

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