Por separado, estos libros proponen historias que nos llevan a recordar e iluminar escenas olvidadas del tiempo incierto en que estuvimos confinados, sin saber muy bien qué estaba pasando. En conjunto, construyen una imagen que nos permite entender mejor ese evento transformador que nos cayó encima de repente. No son académicos o científicos: son libros que parten de experiencias individuales y funcionan a veces como eco de la experiencia colectiva. En últimas, el covid-19 nos acorraló a todos.
“Ya ha llegado, nos decimos al meternos a la cama sin mirarnos a los ojos. Está aquí, con nosotros, lo trajo una mujer de 35 años. La detectaron en el aeropuerto, ardía de fiebre, venía de Wuhan”. Así comienza este libro.
El escritor colombiano Andrés Felipe Solano vive en Corea del Sur desde hace diez años, de tal manera que vio de cerca —realmente cerca— la expansión de ese virus extraño que comenzó a ocupar los noticieros en las primeras semanas del 2020, cuando el resto del mundo aún estaba luchando contra el guayabo del año nuevo.
Ver de cerca un virus significa aceptar que las palabras “está aquí, con nosotros” son posibles porque ese virus, del que no sabemos nada más que su nombre, ha llegado hasta nuestra casa y nos mira desde la ventana. Está esperando a que abramos la puerta, aunque nosotros no sepamos cómo luce, o cómo huele, o si representa un riesgo para nuestra vida normal. Solano se mueve en ese terreno empantanado en el que la incertidumbre y la incredulidad son dueñas de cualquier conversación mientras el nuevo visitante se acomoda velozmente en el mundo.
Cerremos los ojos y volvamos a esos primeros meses en los cuales el virus aparecía en los medios de comunicación como una amenaza incierta, mientras unos aseguraban que era apenas una gripe corriente y otros que era tan solo un cuento chino. Esa ignorancia y esa curiosidad son las que cubren el libro como un manto, mientras el autor va siguiendo lentamente los pasos del visitante a través de las historias de una de las primeras infectadas, de un culto religioso implicado en la propagación y de las medidas sanitarias que tomó el gobierno coreano para controlar dicha propagación.
Solano mira su entorno con suma atención para seguirle la pista al covid-19 a lo largo de calles, carros, buses, aviones, hospitales, bares e iglesias, y así tomar una de las primeras radiografías sobre el virus que detuvo nuestro tiempo. El suyo fue uno de los primeros libros en hacerlo y, por tanto, uno de los primeros en expresar las preguntas que la mayoría terminamos formulándonos cuando la cuarentena llenó nuestras horas de silencio y temor.
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Días antes de que iniciara la cuarentena obligatoria en todo el mundo, la escritora Zadie Smith vio en una de las calles de Nueva York unas flores tras una reja. Aunque sabía que se trataba de tulipanes, deseó que fueran peonías, simplemente porque al contar la historia al final del día, a sí misma o a otra persona, hubiera preferido decir: “hoy vi unas peonías en la calle”. Pero la realidad es que eran lo que eran y no había forma de cambiar la experiencia. A partir de ahí el paso fue sencillo: las falsas peonías la llevaron a pensar cómo ciertas experiencias pasan por encima de nosotros dejándonos únicamente la posibilidad de aprender, adaptarnos, acomodarnos, y a veces resistirnos o rendirnos ante ellas. Jamás cambiarlas.
¿No fue eso el covid-19? Una experiencia arrolladora que quisimos negar y negar y negar y cambiar y cambiar y cambiar todos los días durante los meses que duró el encierro obligatorio. Zadie Smith, como medio mundo, aceptó a regañadientes que la pandemia era lo que era y comenzó a preguntarse cosas que antes parecían parte del paisaje.
Por ejemplo, se preguntó por el tiempo libre y por ese mar de cosas que hicimos entonces al ver que necesitábamos llenar las horas interminables en la casa; se preguntó por el sufrimiento y por el dolor, cómo hay sufrimientos de sufrimientos, sin ser unos más válidos que otros; se preguntó cómo el virus nos demostraba que la muerte nos caía a todos, sí, pero se ensañaba con algunos más que con otros debido a una mayor susceptibilidad (sanitaria, económica, geográfica); se preguntó cómo el virus le dio la vuelta a ciertas prioridades, cómo aquello que antes pasaba desapercibido de repente se convirtió en el centro de nuestros días; se preguntó por el destino de esas escenas que veíamos antes del encierro y que tal vez se perdieron para siempre, como la anciana que paseaba su perro y nos dirigía tres palabras justas antes de seguir su camino fumando, o el tipo que veíamos en la biblioteca y que caminaba de esa manera extraña y hermosa.
Contemplaciones habla del covid-19 sin hablar del covid-19. En los seis textos que componen el libro, la escritora inglesa piensa en voz alta sobre algunas de esas cosas que ocuparon nuestros pensamientos durante los días del encierro. Y al hacerlo escuchamos su voz cercana, aguda, precisa, hablar en nuestra misma habitación, como cuando nos dice: “Al ver este deseo maniaco de realizar o cultivar o hacer ‘algo’, que ahora parece estar absorbiendo a todos, me siento aliviada al descubrir que no soy la única persona en esta tierra que no tiene idea de para qué es la vida, ni qué se hace con todo este tiempo, además de llenarlo”.
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Perú fue uno de los países con mayor tasa de mortalidad a causa del covid-19 en el mundo, pero esto se vino a conocer pasado un tiempo, debido a que los conteos oficiales fueron imprecisos. El periodista Joseph Zárate notó desde temprano que algo no cuadraba, porque acompañó a la cuadrilla de hombres encargados de recoger los cuerpos en casas y hospitales para cremarlos y devolver las cenizas a las familias, cuando la primera y la segunda ola arremetían con mayor violencia en las ciudades del país.
Recordemos que fueron días difíciles e inciertos en todo el mundo. Los noticieros repetían las cifras de infectados, fallecidos y recuperados en cada emisión, mientras que afuera, en calles y hospitales, unos pocos se enfrentaban a diario con la realidad que esos números representaban. Estaban los médicos y el personal de salud de la primera línea, pero también los de la última. Y es a estos a quienes Zárate acompaña a lo largo de varios días, escuchando sus historias de miedo, preocupación y espanto, pero también su contraparte de amor y anhelo en un mundo sepultado por la incertidumbre.
De esta manera, hay testimonios que recogen la crudeza de un trabajo que pasó inadvertido a pesar de haber sido vital en el control del virus, desde el momento en que se levantaban los cuerpos en los hospitales hasta el momento en que sus cenizas eran entregadas personalmente a sus seres queridos para darles la posibilidad de hacer el duelo. ¿Por qué arriesgarse al contagio por esto? ¿Qué pasaba por la cabeza de esas personas? ¿Quiénes pasaban por sus corazones a lo largo del día?
Son testimonios que sugieren respuestas a las preguntas que muchos nos hacíamos al ver en la televisión personas con uniformes espaciales y dos o tres tapabocas sobre la cara. Y en esa medida son testimonios sobre los lazos de amistad, solidaridad y amor que nuestra especie construye con tanta frecuencia de manera desinteresada.
El libro de Zárate por momentos es difícil, fuerte, como la experiencia misma que vivimos hace tres años. Y aun así está lleno de luces capaces de iluminar zonas de nuestra propia experiencia que han permanecido ocultas desde entonces. Por ejemplo, en las últimas páginas, un sepulturero recita un poema: “Cuando te haces consciente/ de que también puedes morir de súbito, / te lleva a preguntarte: ¿y ahora qué?/ La oración es por el difunto./ Pero también para llamar la atención del vivo/ para que te preguntes/ qué rayos estás haciendo con tu vida./ Cuál es tu razón de ser y de existir”.
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Este libro es una trampa en el listado, porque la autora no escribe sobre covid-19. Sin embargo, lo hace mediante un largo rodeo, como cuando alguien que quiere darnos una noticia nos prepara contándonos una historia fortuita. El asunto es que ya conocemos la noticia y que la historia que Chimamanda nos cuenta no es fortuita o casual o trivial, porque va sobre el duelo por la muerte de su padre durante los días del encierro obligatorio en el mundo. “Mi hermano Chuks me llamó para contármelo, y me derrumbé”, dice al final del primer apartado, indicándonos cuál será el camino.
La noticia la sabemos. A lo largo del primer año de pandemia, con una ola siguiendo a otra, con una cuarentena después de otra, aprendimos que la muerte era una realidad cercana. El covid-19 tomó la vida de millones de personas en el planeta, y algunas de ellas estaban entre lo que considerábamos nuestro: nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros tíos, nuestros primos, nuestros amigos…; entendimos con una cachetada abrupta que aquello era una realidad. Y si la muerte era cierta, entonces el duelo también.
La historia con la que Chimamanda nos prepara para contarnos del duelo, en cambio, no la conocemos, pero la comprendemos. Su padre muere a causa de una falla en el riñón a los ochenta y pico de años, cuando ella y la mayoría de sus hermanos están a varios aeropuertos cerrados de distancia. Están aislados unos de otros. Están encerrados en sus propias casas. Están sorprendidos porque en el tiempo en el que la gente muere por un virus, él muere por las razones de siempre, sin que nadie lo espere. “El corazón —el físico, no hablo en sentido figurado— se me escapa, se ha convertido en un ente aparte, late demasiado rápido, a un ritmo ajeno al mío. No es sufrimiento meramente del alma sino también del cuerpo, de dolores y falta de fuerzas”, dice en algún punto.
¿Acaso no fue eso lo que sentimos y seguiremos sintiendo en cada ocasión en que el mensajero aparezca con la tristeza en la cara? Chimamanda intenta entenderse a sí misma a medida que los días pasan sin su padre. De hecho, intenta entender qué significa eso de “sin su padre”. ¿Qué significa que alguien ya no esté ni hoy ni siempre? Con el dolor y la rabia y la tristeza y los recuerdos en la superficie de la piel, ella avanza palabra a palabra buscando explicaciones para esa sensación terrible que la embarga. “«Nunca» parece un castigo demasiado injusto”, dice. Y cuando no encuentra esas respuestas, simplemente avanza entre palabras, una página más, que es como decir un día más.
Nosotros leemos su historia sabiendo que lo que nos cuenta es un preámbulo para la noticia que recibiremos en algún momento de nuestra vida. Eso es lo bello del libro: en su dolor se escabulle la voluntad de alcanzarnos y recordarnos que está bien sentirnos así porque nos ha pasado y nos pasará a todos. El duelo es un lazo invisible que nos une.
*Escritor y filósofo. Colabora con frecuencia en Bienestar Colsanitas y en Bacánika.
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