En un mundo organizado en manadas o parejas, una mujer sola es un número impar que a veces no encaja. Aprender a estar sola, y disfrutarlo, es un juego de niveles y vale la pena arriesgarse.
La primera frase que pronuncié en mi vida fue “Yo ola”. La usé una vez que mi mamá intentaba darme la sopa con una cuchara. Se la arranqué de la mano y casi me la clavo en un ojo. “Yo sola” era lo que quería decir, y la volví a repetir cuando querían vestirme, ponerme los zapatos, o agarrarme de la mano. La dije tantas veces que en mi familia aún me dicen así: yo ola.
Hay otra anécdota. Tenía unos siete años. En medio de la noche se me cayó un diente y fui a la habitación de mis padres, pero los encontré durmiendo. Me quedé sin saber qué hacer con el diente manchado de sangre en la palma de la mano. Entonces, se me ocurrió buscar una olla de juguete y pegarla con cinta en la puerta de mi cuarto. Encima puse un cartel con una flecha que decía: “Ratón Peréz, deposite aquí.” Cuando desperté, encontré un billete enrollado.
Me gusta estar y hacer cosas sola. Y no me refiero a soltera. Sola, es sola. Eso no quiere decir que sea asocial, ni huraña, ni ermitaña, ni solitaria, ni que viva aislada. Aunque tengo la certeza de que vine sola al mundo y de que con nadie me iré, me gusta compartir la vida con otras personas. Al mismo tiempo, y con la misma fuerza, me gusta pasar tiempo en soledad. Con el paso de los años he ido desbloqueando niveles y conquistando espacios y tiempos exclusivos conmigo.
Las primeras salidas que hice sin compañía fueron al cine. Era el lugar ideal: oscuro y sin la posibilidad de interactuar con nadie. Desde entonces, disfruto ese ritual y ese tiempo en el que la vida entra en un estado de suspensión. Luego, empecé a salir a restaurantes y cafeterías. Al principio, la mirada de las otras personas me intimidaba, pero aprendí a restarme importancia. Descubrí que a nadie le importa. Quizá sientan una chispa de curiosidad, de lástima o desconcierto, pero pronto se olvidan de tí y en todo caso, lo que sientan o piensen es un reflejo que nada tiene que ver conmigo.
Viajar es un nivel que requiere más agallas. Recuerdo en especial un viaje a Sapzurro, Chocó. Fueron las primeras vacaciones luego de una separación, tras doce años de vivir en pareja. Alquilé una habitación doble en un hostal porque no tenían individuales y la primera noche sentí que naufragaba en esa cama tan grande sólo para mí. Dormí en una esquina, al filo del abismo. Por la mañana fui a la playa y me sentí indefensa: no tenía con quién dejar mis cosas mientras entraba al mar, ni quién me pusiera el antisolar en la espalda, ni con quién jugar a las raquetas. La comida no me sabía a nada, me sentía inhibida por la mirada de los hombres y tuve miedo de los ruidos nocturnos provenientes de la selva. Con los días, comencé a habituarme y a entender mejor dónde estaba y cuáles eran los códigos. Descubrí una playa tranquila donde podía estar conmigo y a salvo, también una tienda familiar a donde iba a beber cerveza, empecé a reconocer los ruidos como parte del paisaje sonoro sin tantos sobresaltos, y al final moví la almohada hasta el centro para apoderarme de todo el colchón.
En los últimos años he pasado largas temporadas en una vereda perdida de Boyacá, rodeada de vacas, ovejas y pocas casas vecinas. El silencio es casi absoluto, sólo interrumpido por los ronquidos de la nevera, algún rebuzno o un aspersor a lo lejos. Me aíslo para leer, escribir, tomar fotos y hacer largas caminatas. La belleza del paisaje es sobrecogedora y la vida es sencilla, pero a veces me aburro. Siento miedo de estar tan lejos, me canso de poner la misma música, me siento desconectada de todo, me da pereza cocinar para mí y tener que lavar los platos, una y otra vez; también he descubierto el placer de manejar por carretera cantando a todo pulmón, no tener que negociar nada con nadie, reírme sola si hace falta, no estar al vaivén de la disponibilidad y los deseos de los demás, perder el miedo al silencio, confiar en extraños, ponerme a prueba y no tener ningún testigo.
En la adolescencia comencé a sentir la curiosidad por los carteles de “Se arrienda” pegados en puertas y ventanas. Fantaseaba con la idea de vivir allí y me imaginaba la vida en ese lugar. En otros países la emancipación coincide con la mayoría de edad y lo normal es irse. En nuestra sociedad suele tardar más, en especial para las mujeres que hasta hace poco sólo salían de la casa si era directo al altar. Con veintidós años me independicé y alquilé un sótano en el centro de la ciudad. Mi mudanza fue abrupta, casi violenta, pero la atesoro como una de las mejores decisiones que he tomado. En esos meses de aislamiento, la escritura fue compañía y llené varios cuadernos que he convertido en material para una novela que estoy a punto de publicar. Margaret Atwood escribió que los escritores, tanto los hombres como las mujeres, han de ser egoístas para tener tiempo de escribir, pero las mujeres no estamos entrenadas para ser egoístas. Buscar la soledad ha sido mi manera de entrenarme.
En Argentina dicen que te haces adulta cuando empiezas a tomar mate sola. En mi caso, la adultez llegó con la toma de mi propio espacio. Luego, me fui del país con un grupo de amigas y estuve dando vueltas por el mundo, sola y acompañada. Regresé casada y la vida en pareja fue una aventura emocionante, hasta que llegó a su fin. Desde entonces no he vuelto a vivir con alguien, y eso tiene ventajas y desventajas. A veces extraño el olor a comida al entrar a casa, dormir abrazada y encontrar rastros del otro. A veces me pongo melancólica. A veces amanezco en el filo de la cama, con el efecto de un miembro fantasma. Pero he construído un hogar para mí, a mi medida, donde habito con mis luces y mis sombras.
Un nivel que ha sido difícil de desbloquear es salir de noche. En esta sociedad, una mujer sola en un bar despierta suspicacias. Cuando lo hago, escojo sitios que frecuento porque ya conozco a las meseras o al barman, y es fácil encontrarme con clientes habituales. Esos rostros conocidos, que me saludan y con los que puedo interactuar si me apetece, me dan seguridad y confianza. No niego que a veces es raro y me siento incapaz de hacer contacto visual. Es como si tuviera que mostrarme entretenida, casi ensimismada, con la mirada clavada en el vaso o el celular. Es un grito torpe al mundo: sí, estoy sola, pero la estoy pasando genial y no estoy buscando nada, ni a nadie. Así que estoy aprendiendo a estar. Así de simple: estar. Ocupar una silla, un lugar, entera y por completo. Hasta ahora no ha sido mi plan favorito y prefiero salir acompañada. Y está bien. En los conciertos o fiestas, prefiero bailar a mi bola. Durante mi adolescencia, en los bailes de garaje las chicas teníamos que estar sentadas en la silla hasta que un chico nos sacara a bailar. Me parecía humillante y me ponía a repartir pasabocas. Ahora podemos bailar solas.
La soledad está relacionada con carencia, ausencia, pérdida y vacío. La mía, la que reclamo, tiene que ver con independencia, poder y libertad. Su origen en latín, solitas, significa: cualidad de estar sin nadie más. Esa definición me hace pensar que una misma ya es una presencia y luego viene la idea de otro, de alguien más. Es misteriosa: puedes estar sola y sentirte acompañada; y a veces, estar rodeada de personas y sentir una soledad profunda.
Sigo yendo al cine sola, pero a veces lo hago acompañada. Hace poco fui con un amigo y en un momento de la película explotamos de la risa y, de manera inconsciente, buscamos las miradas cómplices. Fue un segundo cálido, de ojos brillantes, que me conmovió. Otro día, estaba con una amiga y nos estábamos congelando con el aire acondicionado de la sala, así que ella extendió su chaqueta a modo de manta y nos cubrió. Ese gesto, tan simple, me arropó y me hizo pensar en lo extraño y casi milagroso que es coincidir con otras personas bajo un mismo cielo, en un mismo tiempo. Es paradójico. Aprender a estar sola me ha enseñado a relacionarme mejor con los demás, porque los lazos nacen del deseo y no de la necesidad.
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