“En el XVII Salón de Artistas Colombianos, celebrado en 1965, una joven artista de provincia, que acababa de terminar sus estudios de Maestra en Artes, presentó una obra a la que se le concedió el Premio Especial del Salón. La obra se llamaba Los suicidas del Sisga y determinaría un nuevo modo de ver el arte colombiano. Marcaba, además, el comienzo de una extraordinaria carrera artística, cuya originalidad más relevante sería la de expresar la idiosincrasia de una sociedad con agudeza, inteligencia y chispa inventiva”, escribió Marta Traba sobre Beatriz González en un artículo publicado en la revista Eco en 1974.
Desafiante e intrépida, Beatriz González Aranda (Bucaramanga, 1932) se ha destacado por asumir una conciencia crítica frente a la realidad nacional. Desde que comenzó su carrera, hace 60 años, quiso ser transgresora con un lenguaje propio y único que ha establecido con maestría en el dibujo y el manejo del color. Se propuso trabajar hasta el último día de su vida y, a los 90 años, asiste con rigurosidad a su taller, ubicado en el piso 19 del edificio de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, en el centro de Bogotá.
A comienzos de octubre, en la galería La Balsa, de Medellín, inauguró una exhibición de obra gráfica que recopila trabajos realizados entre 1966 y 2022. El 20 de noviembre, cinco días después de cumplir 91 años, viajará a Ciudad de México a una exposición en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la Universidad Nacional Autónoma de México. La muestra condensa la visión que tiene la maestra sobre Colombia.
Han sido varias las exposiciones retrospectivas que se han presentado de su obra alrededor del mundo. ¿Qué la emociona de esta que viene?
El curador de la exposición, Cuauhtémoc Medina, pensó en hacer una propuesta distinta a las que han circulado por Europa. Decía que en esas exposiciones siempre repetían los mismos cuadros y que él quería hacer algo que no fuera repetitivo mostrando obras menos trajinadas. “La gente está pensando que usted sólo pintó Los suicidas del Sisga y las cortinas”, me dijo. Entonces quiso exhibir obras que representaran otra faceta mía, que son los gestos. Estarán todas las técnicas que yo trabajo (grabado, dibujo, óleo) y de varias épocas, ordenadas temáticamente, pero en el fondo hay una idea de guerra y paz que alude a la novela de León Tolstói. A mí me gusta porque este país se mueve entre la guerra y la paz y él quiere una visión de mi arte, pero también una visión de cómo veo al país. No son gestos alegres, pero tampoco de dolor total. Hay penas, pero no son figuras llorando o tapándose los ojos; son ciertos movimientos de los brazos que he logrado hacer y algunos movimientos de las cabezas.
¿Cómo son sus jornadas de trabajo?
Normalmente no vengo al taller los lunes. De martes a viernes debo venir a trabajar por la mañana. Por la tarde lo que hacemos con mi marido en la casa es leer. Toda la mañana estoy pintando, desde las nueve hasta mediodía. Si uno viene al taller solo cuando se le ocurre algo, no hay una cadena. No creo que a uno se le aparezca el Espíritu Santo y pinte un cuadro genial. Yo creo que es una cosa lenta que uno está revisando y viendo si está bien, y así se van formando series, aunque uno no quiera.
¿Todavía hace pilates?
Hacemos pilates todos los días, menos el fin de semana. Por la mañana vamos a un taller de 6:30 a 7:30, y una entrenadora va a veces por la tarde a la casa. Hay que cuidarse.
Su memoria es lúcida, ¿cómo la conserva?
Leyendo. Siempre he tenido buena memoria. Toda mi vida. Pero la memoria se tiene que cultivar, no se puede dejar abandonada. Tenía más memoria cuando dictaba clase. Me acordaba de fechas, de pintores, de todo. Hoy en día, como no dicto clase, solo me queda la memoria de la conversación y del trabajo aquí. El trabajo sirve mucho para la memoria. Hay un cuento de Borges que se llama “Funes el memorioso”. Yo también soy como Funes.
¿Tiene alguna restricción visual?
Maculopatía, pero para leer uso una lupa electrónica que se carga y me sirve. ¡Es el invento del siglo! Es con la que trabajo. Ahora estoy leyendo Guerra y paz, de Tolstói. Lo hago con esta lupa porque me gusta la relación de uno con el libro. Pero el periódico me lo lee mi marido. Yo no me voy a perder El Tiempo. Es muy rico sentir que todavía no lo tienen que llevar a uno como un ciego. Pero sí te digo que hay ciertas cosas que no veo. O no quiero ver. Cosas que tienen que ver con el manejo de la casa, de la ropa. Esas cosas yo no las hago. Leer o dibujar, sí. Pero que me digan que busque una ropa… yo no encuentro nada. No sé nada. Es una cosa que aparté de mi vida. Antes yo sabía dónde estaba todo en la casa, ya no. Ya eso no me importa.
¿Dejó de cocinar?
Sí cocino, pero en el campo, en la casa que tenemos en Sesquilé. Yo soy la que hace el desayuno, caliento el almuerzo que llevo hecho desde Bogotá y hago la comida. Es allá donde trabajo más como ama de casa. En Bogotá no. Acá en Bogotá tenemos una señora que nos ayuda todos los días.
¿Dónde encuentra la alegría?
En el campo con los perros. Hemos tenido como 20 perros. Los hemos querido y han sido nuestro consuelo. Ha sido sensacional tenerlos como amigos. La vida de uno es muy larga y muy variada. Pasan muchas cosas. Yo tenía papá y mamá, y ya no tengo. Tengo dos hermanos mayores que están como enfermos. Yo soy la menor. Pero tengo un acopio de lo que ha sido mi vida, tan extraordinaria, como es mi familia. Aunque ya todos desaparecieron, menos un grupito muy pequeño.
Entre ellos su marido, Urbano Ripoll, que conoció en la Universidad de los Andes cuando usted estudiaba Bellas Artes.
Sí, él acababa de llegar de Suiza, había estado tres años allá. Es una cosa muy cómica, porque yo tenía una amiga llanera y un día me preguntó que si yo había tenido decepciones amorosas. Le dije que el último novio que tuve era un científico, pero me dejó. Yo estaba como resentida. Le dije que me gustaban los hombres muy inteligentes. Esta amiga, muy viva, sabía que Urbano había llegado de Suiza, y un día bajó con él y me dijo: “Le presento a Urbano Ripoll, que usted me dijo que le gustaban los hombres inteligentes e instruidos. Es él”. Y así surgió todo. Es muy chistoso. Fue por una persona curiosa, a nadie se le había ocurrido preguntarme qué novios había tenido yo.
Y llevan más de 60 años juntos. ¿Cómo lo han logrado?
Cuando cumplimos 50 años de casados una persona nos preguntó lo mismo y Urbano le respondió: “Perdonarse todos los días”. Y sí, estoy de acuerdo. Además, pienso que la relación con Urbano se ha prolongado porque somos muy parecidos, porque los dos venimos de provincia. Ambos tenemos nuestros secretos de provincia. Él viene de la costa, de Barranquilla, y yo vengo de Bucaramanga. Venimos de conjuntos sociales un poco anticuados. Nosotros juntamos todos nuestros recuerdos y somos muy parecidos respecto a nuestros orígenes. Los orígenes cuentan mucho en los dos.
Una pintora de provincia, fue así como usted insistió en que se titulara un libro publicado en 1984 que contenía el catálogo de sus obras. Si hoy fueran a publicar otro, ¿qué nombre le pondría?
Muy trabajoso. Es que lo de pintora de provincia fue como una iluminación. Fuegenial porque Luis Caballero había dicho en una carta que solamente las personas que montan en bus de Bucaramanga a Bogotá pueden ser pintoras como yo. Que yo era distinta a Botero porque tenía un nivel de mirada diferente, y que eso me lo daba ser trasladada de Bucaramanga a Bogotá. Es una cosa rarísima. Luis nunca me la explicó. De ahí se prendieron muchas cosas. Marta Traba le sacó mucho jugo y a muchos por fuera del país les llamó la atención que yo dijera eso. Eso está por analizarlo con mucho cuidado, porque le gustó mucho a la gente. Pero no sé si era totalmente cierto.
Su carrera ha sido muy exitosa. Sin embargo, ¿el hecho de ser mujer le ha cerrado alguna puerta?
Nunca. Lo único que sufrí fue en la Universidad Nacional cuando empecé estudiando arquitectura, porque los hombres se burlaban de nosotras. Es el único paso que puedo identificar hoy en día. En esa época uno no se daba cuenta. Creo que por ser mujer me ha pasado todo lo contrario: el fenómeno de Marta Traba es que llegó a buscar mujeres artistas. Me apoyó a mí y a muchas otras. Eso me favoreció.
La reportería gráfica ha sido un insumo crucial para su obra. De hecho, disparó su carrera con Los suicidas del Sisga. Además, siempre ha sido crítica, con una dosis de humor cáustico. ¿Qué otro ingrediente tiene su sello como artista?
Tengo una conciencia muy clara del color y de cómo funciona para aproximar a la gente para entender mi obra. Otro ingrediente es el dibujo. Soy buena dibujante. Ese buen dibujo está en el fondo de todas mis pinturas. El color y el dibujo son mis grandes apoyos para volver mi obra digerible.
Y no usa el blanco.
Lo uso para mezclar, para aclarar un amarillo o un azul. Sí lo uso y compro tarros de blanco. Pero entendí que el blanco era muy aburridor y que no servía para nada.
¿Cuál considera que es su misión como artista?
Yo no creo que uno tenga una misión. La misión la encuentran los otros. Podría decir, por ejemplo, retratar a Colombia. Y no, para nada. Yo no creo que uno tenga una misión como si fuera un sacerdote. Pinto porque es una manera de expresarme, no de catequizar a la gente. Una manera de expresarme que tiene que ver con una poética. Yo cuento una historia y cuento una historia sobre un país, pero yo cuento esa historia de ese país no para encantar a la gente y aleccionarla, sino para estar contenta conmigo misma. Cómo contar un país, eso es lo que yo hago.
Detrás de Los suicidas del Sisga
En 1965, antes de realizar esta obra clave y premonitoria de lo que sería su proceso artístico posterior, Beatriz González se sentía completamente arruinada. Su arte no era bien recibido en ese momento. El lienzo en el que trabajaba se titulaba Ethel Merman niña; era el retrato de una aclamada actriz y cantante neoyorquina de la industria de Hollywood. Respondía en cierta medida a la tendencia del momento: pintar celebridades cuando eran pequeñas.
“Yo soy muy crítica. Estaba muy mal. De esa época solo se salva un cuadro, que es tal vez el de la Niña turca. Es el único hallazgo de cinco años de dar malos pasos. Cuando estaba en esas, desesperada pintando a esa Ethel Merman niña, apareció la foto de los suicidas en El Tiempo. Eso fue lo que me salvó. Vi esa foto sin leer el texto, la corté, la puse en el estudio, cogí el retrato que estaba haciendo de Ethel Merman y sobre eso pinté Los suicidas del Sisga. Había encontrado la solución de todos los problemas”, finaliza la artista.
*Periodista y actriz. Colaboradora frecuente de Bienestar Colsanitas y Bacánika.
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