Un acto social, un puente de comunicación, un mecanismo de supervivencia… ¿Cuál es la función que cumple la risa en nuestra vida y en la sociedad?
A pesar de que hay risa desde que hay seres humanos, los científicos y filósofos aún no han podido ponerse de acuerdo sobre su explicación. Pero, bueno, apenas llevan tres mil años estudiándola. Hay que darles tiempo. Sin embargo, en todos estos años de investigación se ha llegado a algunas conclusiones.
Sabemos, por ejemplo, que la risa no siempre proviene del humor, pues en algunos casos es síntoma de enfermedades nerviosas; que es inconsciente e incontrolable y que las mujeres ríen mucho más que los hombres (como ha comprobado el etólogo Robert Provine). Sabemos que no es un comportamiento aprendido sino innato, pues incluso los bebés que nacen invidentes pueden reír desde sus primeros meses, y que algunos animales, como los delfines, perros y focas, emiten golpes de aire similares a la risa, aunque no ríen con la complejidad y por las razones que lo hacemos nosotros. Estamos, pues, frente a una de las características más propias y más misteriosas que tenemos.
Se ha podido establecer que la risa es un acto eminentemente social y que es mucho más una forma de comunicación que un puente a la alegría. Aunque todos sabemos que la risa nos hace sentir bien y algunos estudios muestran que su ejercicio libera endorfinas y mejora el sistema inmunológico, su función original no es dar felicidad sino establecer vínculos pacíficos y afectuosos entre las personas y transmitir un mensaje que asegure al otro que no somos una amenaza. Es por esto que rara vez reímos solos, siempre nos hace falta alguien más, y, cuando lo hacemos por nuestra cuenta, usualmente es porque estamos evocando de alguna manera la experiencia social: viendo una película, leyendo o acordándonos de una picardía que hicimos con otros.
Por el contrario, cuando estamos en grupo es posible que nos contagiemos con rapidez de la risa de los demás y que nos lleguemos a desternillar por comentarios que, leídos en un papel, por ejemplo, no serían para nada graciosos. Reímos y sonreímos para y por los demás. Es el signo de paz y amor más antiguo, un comportamiento que nos ofrece al mismo tiempo placer y nos ayuda a convivir: el gana-gana por excelencia.
Pero, ¿cómo puede una sonrisa apacentar a quienes nos rodean? Al parecer, la causa se remite a los primates, nuestros parientes cercanos. Algunos estudios han mostrado que varios de ellos, como chimpancés, gorilas y orangutanes, ríen, pero en su caso la sonrisa sirve para demostrarle al otro que no se tiene la intención de usar la dentadura para morderlos. En este comportamiento se exhiben más las encías que los dientes, y los labios se muestran relajados, lo que parece enviar el mensaje de que no habrá ataque. Un leve acomodo de la boca lo cambia todo: entre “estoy a punto de mandarte una dentellada” y “no temas que no se me ocurriría atacarte” hay solo una sonrisa de distancia.
Este mecanismo de supervivencia también estaría en nosotros y por eso es tan común que sepamos de modo instintivo que una sonrisa es la mejor manera de entrar a una reunión hostil, o que sirve para tratar con personas con las que queramos entablar una buena relación. Esta teoría explicaría de igual manera las cosquillas o excitación leve de zonas sensibles del cuerpo, como el cuello, axilas o barriga. En lugar de reaccionar con una agresión de vuelta ante lo que el cuerpo experimenta como un peligro, respondemos ante un ligero roce de la piel con risas como señal de sumisión y para desarmar la amenaza que viene de afuera. Por eso es imposible hacerse cosquillas uno mismo (ensaye y verá): en este caso no hay enemigo exterior al que queramos apaciguar con la risa. Así qué gracia.
Miedo y risa serían entonces sensaciones más cercanas de lo que se puede creer a simple vista, algo que saben de sobra las personas que conservan el instinto de reír sin control ante las situaciones estresantes: la llamada risa nerviosa. También se pueden percibir estas dos caras de la misma moneda en tantos comediantes que sufren de depresión, ansiedad o trastorno bipolar, y que enfrentan sus desgracias con risas. Como diría la sabiduría popular: hay que saber reír para no llorar. Pero, igual que con tantos de nuestros comportamientos, los humanos hemos transformado esta estrategia primitiva para sobrevivir frente al abismo y la hemos sofisticado hasta convertirla en el sentido del humor, la capacidad de reír y hacer reír a otros a través del lenguaje.
Sobre el sentido del humor hay tantas teorías como las hay sobre la risa, pero la mayoría se pueden agrupar en tres grandes categorías: la teoría de la incongruencia, la del alivio y la de la superioridad. La primera nos dice que la risa no solo nos sirve para transmitir un mensaje tranquilizador ante las amenazas circundantes, sino también para congeniar las incongruencias y contradicciones que pululan en nuestra mente. De esta manera, los polos opuestos que no logramos congeniar en nuestra razón se pueden reunir plácidamente en el humor (y en el sueño). Como pasa en los juegos de palabras, en un chiste pueden convivir dos sentidos o significados diferentes al mismo tiempo, y la mente sonríe cuando percibe que estos dos lados de la luna coexisten pacíficamente. Algo así sucede también cuando vemos a alguien imitando a otro: sabemos que la persona imitada y la imitadora son dos entes distintos, pero pueden ser los mismos en ese momento. Esta capacidad bendita también nos ayuda a reírnos de nuestros errores, pues en una visión lógica del mundo no son compatibles nuestro deseo de hacer las cosas bien y nuestra imperfección, pero cuando inevitablemente ambas características se chocan, podemos aliviar el golpe con la risa. En este caso también está operando otra de las características del humor: su capacidad para aliviar nuestras tensiones.
Según Sigmund Freud, en su libro El chiste y su relación con lo inconsciente, la tensión nerviosa que se acumula en nuestra psique entre las pulsiones y las fuerzas represoras que las contienen encuentran su alivio en el humor. Por eso los chistes “prohibidos” suelen ser tan atractivos. Si en nuestra vida cotidiana reprimimos la insatisfacción con nuestro trabajo o acallamos los deseos sexuales que agitan nuestro interior, es muy posible que riamos desatados frente a chistes que hablen de estos temas, sobre todo si uno de ellos pone en ridículo al jefe insoportable. Además, es muy posible que el chiste también nos haga sentir superiores, otra de las maneras en que el humor resuelve lo injusto o desproporcionado de la vida. Tenemos el impulso de reírnos cuando vemos al petulante del salón dar un resbalón y caer al piso, porque percibimos que el que nos amenazaba y al que tal vez envidiábamos ha quedado por el suelo. Pero, ojo, no es lo mismo reírse de la caída de un personaje odioso que de la caída de un anciano enfermo. En este caso, la risa no haría más que demostrar un desprecio por los congéneres tan grande como el sentimiento de inferioridad del que se ríe de cosas así.
Es cierto que en el humor suele haber una transgresión implícita, pero esta infracción debe ser benigna para que no raye en la crueldad o la discriminación. ¿Dónde está la delgada línea que divide el humor de la agresión? Es muy difícil responder esta duda aquí, pero esos límites existen y ha sido responsabilidad de cada humorista y de cada riente encontrarlos desde que en el mundo se han contado chistes.
Filósofos como Platón y Descartes despreciaban la risa porque mostraba el lado irracional del ser humano y reñía con el respeto al saber que debía tener una persona sensata. De igual manera, poderes como las religiones han prohibido o restringido la risa por su capacidad de desafiar su control sobre la sociedad. Pero, por otro lado, tampoco es válido que se use el humor para atacar poblaciones minoritarias o estigmatizadas, a las que se ridiculiza con tal de provocar una risa fácil. Al final, se trata de una cuestión de equilibrio y salud. Algo así decían los antiguos cuando aseguraban que el bienestar radicaba en mantener en armonía los humores (fluidos) del cuerpo. El buen sentido del humor sería entonces la manera en que podemos combinar en un chiste las porciones justas de burla y de simpatía. De esta manera, convertimos un comportamiento animal en un arte.
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