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si no soy mamá

¿Qué soy si no soy mamá?

Ilustración
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Cumplí 40 años y quise sentir que era capaz de maternar, pero ahora pienso (y sobrepienso) por qué no adopté una “hija” mejor.

Una cuarta parte de mi vida la pasé en un colegio de monjas. Además de las matemáticas y la letra cursiva, que era bellísima pero se hizo bastante desprolija con el tiempo, las religiosas de la orden de San Francisco de Asís me enseñaron que el mundo se dividía en mujeres “buenas” y “malas”, y que más me valía ser de las primeras si no me quería ir al infierno. Que la falda debía llevarla debajo de la rodilla, sentarme con las piernas bien cerradas y que, casi tanto como saber dividir, era indispensable mi aprendizaje sobre el pegar botones y zurcir medias, por si a mi marido se le ofrecía.


¿Qué podía ser yo si no una madre abnegada y esposa fiel?, me interpelaban las monjas con muchas de sus enseñanzas. Casi 30 años después de mi paso por ese lugar, pese a no ser nada de eso, todavía no tengo respuesta a esa pregunta.

Nací en 1983. Este año cumplí 40. Ocho meses antes de esta fecha decidí adoptar a Eva, una perra criolla negra que no mide su fuerza, en situaciones particulares ladra mucho y se le va encima a otros perros, a algunas niñas o niños del parque y, en una ocasión, a una pelota que se hizo añicos tan pronto la tocó con su desgastada dentadura, ocasionando el llanto de un pequeño de cuatro años que jugaba con ella y su mamá. Pese a que le pedí disculpas y me ofrecí a pagarla, la mujer me dijo que no había sido culpa de la perra, ni mía, que esas cosas pasaban y que dejáramos así.

Eva tiene los dientes desgastados porque pasó un tiempo largo en la calle. Yo presiento que se les creció mucho a sus dueños y la terminaron sacando de su casa porque la perra es bien portada. Siempre orina y caga afuera, por más de que la salida demore, y nunca ha destruido nada adentro, en el que ahora es su hogar.

Antes de llegar a él, unas mujeres la encontraron en el parque Eva Perón, en el norte de Bogotá. De ahí su nombre. Yo no se lo quise cambiar, aunque mi abuela se llama igual, porque me parecía que tenía mucha personalidad y que rimaba con Lemebella, el nombre que yo le añadí, en honor al escritor chileno. 

Entonces desde diciembre de 2022 mi “Mamá Eva”, así le decimos a la matrona de la familia, tiene tocaya canina sin que para ella signifique ningún lío: “yo sé que ahora a muchos perros les ponen nombres de cristianos, a algunos hasta les dicen Jesús… si le ponen el nombre de papito Dios, ¿cómo me voy a molestar que le pongan el mío a ella?”, me dice la mujer de 93 años que dedicó su vida entera a ser madre y abuela, de ahí su mote. Mi abuela tiene clara la respuesta a esa pregunta que yo no termino de responderme. Mi abuela es la “Mamá Eva” de una familia entera que ha tenido muchas bajas. Cuatro de sus siete hijos murieron, sin que eso haya afectado en nada su estatus de madre abnegada.

Volviendo a lo de la pelota, debo decir que fue hasta gracioso. La mamá del niño y yo alcanzamos a reír un rato por lo curioso de la escena. Ella y yo entendimos que la perra solo quería jugar. Pero en otras ocasiones, en las que el susto ha sido mayor porque Eva se transforma y pareciera que va a acabar con la vida de otro perro en el parque, luego de retirarla del forcejeo no he sido capaz de pedir excusas. Me invade una vergüenza espesa y paralizante y, tal cual como rezaba una revista mexicana noventera, mi único deseo es el de “trágame tierra”.

Hemos consultado a expertos. Todos coinciden en que Eva no es peligrosa, además de ser una perra inteligente. Yo estoy de acuerdo, pero también sé que tiene comportamientos que asustan a alguna gente, en algunas ocasiones, y eso es algo que me gustaría cambiar. Me encantaría poder ir con ella a alguno de esos nuevos sitios pet friendly y que no le ladrara a los otros perros del lugar. Me encantaría caminar con ella en la calle sin necesidad de correa y sin temer que se le bote encima a alguna paloma o cualquier otro ser vivo. Me encantaría que mi perra fuera otra.

Es que ante la imposibilidad de mejorar sus saltos de ánimo y su enorme capacidad de intimidar a la gente, la frustración me invade y siento, no pocas veces, que mis labores de cuidado no son suficientes.

Es curioso cómo al nacer mujer se te adjudica ese superpoder del cuidado, de estar en la capacidad de cuidar. Y, más aún, se te endilga la responsabilidad de maternar, lo que mucha gente define como el “cuidar desde el amor”. 

Hace unos años escribí una nota sobre mujeres que habían decidido no ser madres. Escribí un post en Facebook para recoger testimonios y la respuesta fue desbordante. Eran muchas. Algunas muy jóvenes, otras no tanto. Varias me explicaban el gran lío a la hora de hacerse la cirugía, el tener que pasar por psicólogo, trabajadora social y hasta psiquiatra porque en la cabecita de algunos médicos y médicas no cabía la posibilidad de que una mujer joven cerrara para siempre su fábrica de hacer bebés.

En esa investigación periodística también me encontré con el movimiento NoMo: Not mother. No madre. Mamás de nadie. Y ese movimiento me remitió a un par de videos en el que algunas mujeres “confesaban”, al mejor estilo pecador de las malas que me pintaron desde niña las monjas, un arrepentimiento profundo de haber parido a un ser humano. Decían que querían a sus hijos, que cómo no, pero que si pudieran decidir de nuevo, no serían mamás de nadie, nunca.

Yo no me hice el propósito de ser una NoMo. Los 39 me llegaron sin que supiera bien cómo ni a qué hora, y me encontré sola en un apartamento cerca al centro de Bogotá, escuchando la palabra “señora” más veces de las que quisiera en la calle para ser llamada, siendo mamá de nadie cuando la instrucción clara de las monjas era lo contrario.

En medio de todo ese tiempo libre que me deja el no tener que pegarle los botones a nadie, adopté a Eva. Mucha gente me dice que soy su “mamá”. Yo me resisto a creerlo, aunque puede que haberla traído a mi vida sí tenga algo que ver con ese vacío que se me fue formando sin saber.

Eva es grande y ladra fuerte. Eso de que asuste, a veces, es bien complejo. No voy a negar que un par de veces, o más, he pensado que sería mejor que no estuviéramos más juntas. Así como he pensado que por qué no adopté una perra más pequeña, que ladrara más pasito. Pienso y pienso que por qué no pienso lo suficiente si me la paso pensando y sobrepensando todo.

Eva no es mi hija, pero sí la pasamos bien. Yo la quiero. Cuando no está rompiendo pelotas o atemorizando gente en el parque, se roba las caricias y cuchicheos de muchas personas porque también es tierna. Yo he tenido que modificar mis dinámicas para cuidarla, no sé si sea suficiente o no, pero ahí vamos las dos enseñándonos cosas. Yo le trato de enseñar a que se siente y camine de la forma en la que me indica el etólogo. Ella me inculca paciencia, mucha, toda. Paciencia para seguir aprendiendo que no existen las mujeres buenas o malas, que no todas cuidamos igual, que el amor sí duele pero también tiene sus delicias. Que está bien no saber qué soy o qué podría ser.

Mónica Vargas León

Es periodista y contadora de historias. Le gusta mucho viajar, así sea a la vuelta, tomar muchas fotos con su celular y hablar con la gente en las esquinas. Catadora profesional de tostadas francesas y jugo de lulo. Nieta y “mamá” de Eva.