¿De dónde viene la aparente necesidad que tenemos los seres humanos de escuchar historias de fantasmas y aparecidos? ¿Esa necesidad es física o es metafísica? ¿Por qué nos gusta tanto que nos espanten?
El señor Roger Clarke es un respetado crítico cinematográfico británico que ostenta un doctorado de la universidad de Oxford. Sin embargo, Clarke prefiere definirse a sí mismo como un aplicado estudioso de los fantasmas.
Tal vez por no ser persona precisamente impresionable ha dedicado gran parte de su vida a rastrear la verdad que pueda haber en las historias de aparecidos.
Su interés comenzó desde la infancia, que pasó en dos casas de las que se decía que estaban embrujadas. Desde adolescente ha estado intentando ver algún fantasma, digamos, en persona. Su dedicación a ello logró que a los 14 años fuese aceptado como miembro por la Sociedad Británica de Estudios Paranormales.
En su libro A Natural History of Ghosts : 500 Years of Hunting for Proof (hay traducción al español: La historia de los fantasmas: 500 años buscando pruebas, editorial Siruela, 2016), Clarke hace una afirmación inquietante: “a la mayoría de los fantasmas se los ve una sola vez, y nunca más”. Según él, “la mayoría de los avistamientos ni queda registrada por escrito ni se graba”.
Debo aclarar que Clarke, hoy más que cincuentón, no se interesa ya en los fantasmas propiamente dichos, sino en las historias de fantasmas, en el análisis de su origen, su estructura y de las condiciones sociales que han hecho que, a pesar del racionalismo científico y las tecnologías posmodernas, los seres humanos de hoy día siguen sensibles a lo paranormal, a todo eso que en tiempos pasados se llamó “lo oculto”.
Dicho de otro modo, Clarke, como muchísimas otras personas antes que él desde hace al menos cuatro siglos, estudia lo fantasmagórico y sus relatos desde el punto de vista “científico”.
Las preguntas que tantos se han formulado de tan diversas maneras son: ¿a qué tememos cuando hablamos o hacemos que nos hablen de fantasmas? ¿En qué radica esa fortísima atracción que, aun entre personas racionales y educadas, ejerce lo vagamente siniestro e inexplicable? ¿Cómo surgen estas historias? Y algo que interesa mucho a Clarke: ¿qué función de nuestro psiquismo satisfacen las historias de lo difusamente siniestro y de lo inexplicable?
Inglaterra es un castillo encantado
Ningún país disputa a Inglaterra la primacía de ser la nación de imaginación más fértil, si no de leyendas, sí de literatura que busca deliberadamente espeluznarnos. Casi no hay gran figura de las letras inglesas que no haya acudido argumentalmente a lo fantasmagórico, desde William Shakespeare hasta Charles Dickens.
En efecto, la tragedia Hamlet, príncipe de Dinamarca comienza con la aparición del fantasma del padre del protagonista en la muralla del castillo de Elsinore; no hay manera de contar lo que ocurre al atormentado rey Macbeth sin el concurso de las tres brujas del páramo, y también debemos traer aquí la aparición del espectro de Banquo en la cena que su asesino, Macbeth, da a sus nobles vasallos. Canción de Navidad, célebre relato del gran Charles Dickens, se organiza en torno a la aparición de tres espectros que, en Nochebuena, recriminan al amargado Ebenezer Scrooge su misantropía y su mezquindad.
Una velada memorable
Mucho se ha escrito sobre la reunión que se celebró en la legendaria Villa Diodati, un palacete suizo ruinoso y decrépito, en 1816. Fue aquel un año excepcional: la violenta erupción del volcán Tambora, el año anterior en Indonesia, proyectó partículas y compuestos de azufre a la troposfera en uno de los mayores fenómenos volcánicos de los dos últimos milenios.
Los efectos duraron décadas: provocó tan grandes anomalías climáticas en todo el mundo que aquel año no hubo verano. Lluvias e inundaciones azotaron toda Europa durante los meses posteriores a la erupción.
El poeta más reconocido de Inglaterra a comienzos del siglo XIX, Lord Byron, su amante, Claire Clairmont y su médico personal, John William Polidori, durante un viaje de placer, se refugiaron del mal tiempo en la Villa Diodati, cerca del lago de Ginebra.
Con ellos estaban el poeta Percy Bysshe Shelley y su esposa, Mary Wollstonecraft. El mal tiempo reinante confinó al grupo en la mansión por tres días, y fue cuando Byron propuso, ante la chimenea, una competencia para ver quién podría escribir la historia más aterradora.
La experiencia fue fructífera: basándose en un relato inconcluso que Byron había desechado, Polidori dio al mundo El vampiro, nada menos que el progenitor de todas las historias de vampiros que prosperaron en el romanticismo inglés. Bram Stoker, el autor de Drácula, refinó el argumento de Polidori.
Sin embargo, quien se llevó la palma en aquel singular torneo fue Mary Wollstonecraft, pues en esos tres días esbozó su Frankenstein o el moderno Prometeo, un argumento originalísimo que dio lugar a infinitas variantes del tema del “muerto-en-vida”.
Ambas obras, concebidas en una misma casa durante una lúgubre noche de temporal, hallaron su camino al cine y, con él, a los mitos contemporáneos que no cesan de nutrir las pantallas.
Que los humanos podamos hallar un raro, indefinible deleite en que nos asusten con relatos de espectros a pesar de no creer en su existencia real ha llevado a muchos científicos del cerebro a formular la hipótesis de que crear y escuchar un relato de fantasmas satisface una función de la psique humana alojada en alguna anómala conjunción de anatomía cerebral y neurotransmisores.
Clasificación de los fantasmas
Esto explicaría en parte, sólo en parte, la naturaleza alucinatoria y fugaz de los avistamientos de fantasmas. Mientras los neurobiólogos prosiguen sus pesquisas, un “fantasmólogo” llamado Peter Underwood ha elaborado una taxonomía que, según él, permite acercarse con método clasificatorio a lo paranormal. Según él, hay sólo ocho variedades de fantasmas:
-Elementales: fantasmas asociados a lugares de enterramiento. Underwood no da muchas explicaciones y solo dice que son “manifestaciones primitivas de la memoria atávica”.
-Poltergeists (del alemán poltern: hacer ruido, y Geist: espíritu): cualquier hecho perceptible, de naturaleza violenta y diferente a las leyes físicas, producido por una entidad o energía imperceptible. En español solían llamarse trasgos o espíritus burlones. Se asocian a los lugares que llamamos encantados.
-Fantasmas históricos o legendarios: habitan, sobre todo, en el folclor de todos los pueblos del mundo.
-Manifestaciones de improntas mentales.
-Apariciones relacionadas con situaciones de crisis o cercanas a la muerte.
-Saltos en el tiempo: fantasmas de seres cuya muerte ocurrió mucho tiempo atrás.
-Fantasmas de los vivos.
-Objetos inanimados encantados.
Tratándose de seres inmateriales, prevalece en los vivos lo que Miguel de Unamuno llamó “incredulidad predispuesta”. Se expresa muy bien en un afamado epigrama inglés: dos turistas visitan un castillo escocés famoso por los fantasmas que se le atribuyen. Se detienen ante una antigua armadura.
—¿Cree usted en fantasmas? —pregunta uno de ellos.
—Naturalmente que no. Pero les temo —responde el otro. Un segundo después, desaparece.
¿Tememos realmente a los fantasmas?
Un escritor irlandés de singulares dones fantasmáticos, Lafcadio Hearn, pasó los últimos años de su vida en el Japón de fines del siglo XIX. Allí se dedicó a recopilar antiguas leyendas de espectros y aparecidos. Las más hermosas que he leído.
Sostenía Hearn una hipótesis singular: no tememos la aparición de un fantasma sino que la registramos, simplemente, y luego, mucho después, especulamos con deleite y escalofrío sobre su posible explicación.
A lo que sí tememos, afirma, es a que un fantasma llegue a tocarnos. Lo que quizá explique, lector, por qué saltamos cuando, en medio de un absorbente relato de muertos y aparecidos, alguien nos roza por sorpresa. ¡Bú!
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