Hace 15 años nació mi hijo Milo. Un día cualquiera el mundo lo definiría como autista sin entender todavía la enteridad de esa palabra. Mientras tanto, él me enseña cómo poner los andamios de esta estructura nueva que llamamos neurodiversidad.
Milo fue mi primer y único hijo, no hacía falta más. Cuando lo vi por primera vez sentí un reconocimiento de mi voz modificada, un cambio inexplicable en el tono que ahora venía desde las entrañas. Algo me dijo que, desde entonces, yo sería su traductora emocional. Obviamente yo no sabía nada de nada. Entendía que había traído vida a este mundo y que esa vida era mi responsabilidad. Luego, desde mi intuición, tuve una noción: Milo no era como los otros bebés. Supongo que uno siempre cree que el de uno es especial, pero lo que sentí no venía desde la vanidad. Lo observaba y sus comportamientos eran incompatibles con la imagen de la maternidad que yo tenía preestablecida. Milo era un bebé que vibraba en una frecuencia diferente.
Cuando a uno le dicen por primera vez que el hijo es autista, se oye como sólo una palabra, un sonido. ¿Qué es el autismo? Esa misma pregunta que me hice entonces me la hago hoy todavía, 15 años después. Sé lo que la palabra significa según la medicina moderna: Trastorno del desarrollo que afecta a la comunicación y a la interacción social, caracterizado por patrones de comportamiento restringidos, repetitivos y estereotipados. Ese autismo definido se forma desde el diagnóstico, pero no tiene causales. Es una palabra que abarca demasiado pero no es específica en nadie. Es un diagnóstico para decir, “no sabemos, pero creemos que es por aquí, por medio de esta palabra, y ya.
Cuando hablamos de biología en Colombia, por ejemplo, tenemos en nuestra biodiversidad 791 especies de ranas reportadas, entre las cuales se cuentan 734 anuros y sapos, 25 salamandras y 32 cecilias, todas incluidas dentro del espectro de las ranas, pero todas con características diferentes. No creo que entre ellas exista la noción de diferencia o de ser que les damos nosotros. Las ranas existen y ya. Qué necesidad tan curiosa la nuestra, la humana, de catalogar, de segmentar, de darle un nombre a todo lo que no entendemos, cómo si así lo pudiéramos apropiar.
Desde siempre han existido personas neuro-diversas, pero han pasado por una variedad de nombres, por ejemplo: profetas, oráculos, locos, magos, genios, bobos, etc. El universo autista es más profundo y complejo que un nombre. Lejos de un diagnóstico, es tal vez una mutación, un ser de otras características, de otra especie dentro de la identidad humana… como, por ejemplo, una salamandra. El autismo y Milo no tienen grados, dejen de preguntarme eso. Decir eso es como si yo preguntara: “¿Qué grado de conciencia tiene su hij@?”.Seguro que les parecería una pregunta absurda.
Más bien traten de pensar que Milo es un portal hacia el conocimiento y el estudio vivo del futuro de la humanidad… y de su despropósito. Va un ejemplo: Milo toma una palabra, la experimenta, la disecciona mil veces, fonéticamente la explora, la reinventa desde la risa, desde el canto y a veces desde el sollozo. Luego se voltea y me me pregunta otra vez su significado, como alguien que descubre el lenguaje cada día y lo tiene que saborear varias veces para saber si le falta sal. Él se inventa nuevas palabras, al punto que tenemos un léxico particular y personal. Y cuando digo “léxico”, me refiero a sonidos que significan emoción, aprobación, reproche, deleite; a veces suenan a arrullo, otras veces son un gorjeo. Todo es creación y originalidad en un mundo como el de Milo.
En Milo veo la verdadera tecnología. Cuando miro a mi alrededor sólo veo gente creando gadgets y, en realidad, deberíamos estar creando nuevos mundos desde nosotros mismos; nuevas filosofías, de esto consta la expansión de la consciencia. Veo algo tan valioso en su experiencia, algo que nos hace falta para ser felices como lo es él. Milo ni siquiera se pasa los días preguntándose si es feliz; él está, sin darle o buscarle sentido e intención a todo.
Conscientemente decidí, de manera quijotesca, enfrentar nuestros miedos exponiendo a Milo al mundo y al mundo a Milo. Sé que él se queda en la gente y hay algo de la gente, sin sentimentalismo, que se queda en él. Cuando veo en el otro esa mirada, la que me dice que algo de la perspectiva de Milo se quedó allí, me da la sensación de haber ganado una batalla y de tener un nuevo aliado. Cuando uno logra viajar de la mano de él y pensar sin tanto artificio, ver más allá de los arquetipos y los binarismos, se libera y empieza a experimentar con lo cotidiano, a estar presente.
Hace un año, en verano, caminamos las calles de Nápoles de la mano. Por si no han estado, esa ciudad es, más o menos, como caminar en medio del infierno de Dante: todo es ruido, todo es grito, todo es suciedad, todo es esplendor, todo es belleza, todo pasa por la nariz, los ojos, los oídos… todo lo que me dijeron que los autistas repelen, todo lo que los expertos me dijeron no sería una experiencia posible. Juntos, Milo y yo, decodificamos todas esas sensaciones y como dos gatos nos escurrimos por dentro de los vicolos y las pizzerías, riéndonos y sudando.
Todo es ruido. No hagan tanto caso a lo que piensen. La vida son todos los momentos plenos, hasta los más banales, esos que parecen poco importantes también son un logro.
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