Las lágrimas limpian el ojo y aclaran el alma. Con la gracia y agudeza que lo caracterizan, el autor explora en estas líneas la importancia de llorar.
Se ha repetido tanto que ya es una verdad indiscutible: el ser humano quiere la felicidad. Pero es probable que quiera más, que lo quiera todo, incluso una porción de desdicha. Prueba de esto puede ser, por ejemplo, la fruición colectiva ante un magnicidio. Lamentamos mucho la pérdida de un prohombre, por supuesto, pero una parte de nosotros vibra con la tragedia, agradece esa sacudida emocional que nos rescata de la apatía cotidiana. Nunca he sentido al pueblo colombiano tan vivo como en las grandes tragedias nacionales.
El sexo es otro escenario paradojal: el del dolor físico como vía de placer sexual; “sexo y violencia moderados”, como dice la Comisión Nacional de Televisión, el sadomasoquismo social, la sodomía, los mordiscos aquí y allá, los pellizcos en los senos, el erotismo de la traición…
O la aspiración al heroísmo, que implica riesgos y sacrificio. Y sin embargo, ¿quién no ha soñado ser héroe alguna vez? Es decir, ¿quién no ha acariciado la morbosa idea de alcanzar la notoriedad, cuota inicial de la felicidad, por medio del sufrimiento?
Lo que quiero resaltar es que los sentimientos son mucho más complejos de lo que pensamos y que, en consecuencia, los gestos son polisémicos. La sonrisa, demos por caso, puede indicar placer, humor, cinismo, desprecio, nerviosismo, cortesía, tristeza y hasta coquetería, “una promesa de coito sin garantía”, si nos atenemos a la definición de Milan Kundera.
Otro tanto sucede con las lágrimas. Su significado clásico es el dolor, pero también pueden ser sinónimo de ira, de felicidad, efecto colateral de la hilaridad e incluso preliminar romántico: en el cine, cuando una mujer llora cerca de un hombre la cosa termina con un beso apasionado, un arrebato esquizoide que nadie entiende pero todos aceptamos como una reacción normal ante la situación. Como si “el tipo” le alargara un pañuelo, digamos. Humphrey Bogart lo resumió así: “Por algún mecanismo sádico, las lágrimas obran como un bálsamo afrodisiaco”.
Lo que sí se sabe bien es que son un fluido cuya salinidad es similar a la del plasma sanguíneo, y que los fisiólogos las clasifican en tres tipos. Las lágrimas basales lubrican la córnea y ayudan a mantenerla libre de polvo. Contienen agua, mucina, lípidos, lisozima, inmunoglobulinas, glucosa, urea, sodio y potasio. Algunas de estas sustancias, como la lisozima, hacen parte del sistema inmunológico y destruyen bacterias.
Las lágrimas reflejas se producen como una respuesta a la irritación de la córnea, la conjuntiva o la mucosa nasal, por la presencia de partículas de sustancias ácidas en el ambiente, como las emanaciones de la cebolla o el gas pimienta. Su función es lavar el ojo y librarlo de la sustancia irritante. Las lágrimas reflejas también pueden ser producidas por la exposición a una luz muy brillante o a vapores calientes, por la ingesta de sustancias picantes o con alto contenido de alcohol, o estar asociadas a episodios de vómitos, tos y bostezos.
Las lágrimas psíquicas son una respuesta relajante al estrés producido por una situación emocional límite: ira, felicidad, dolor físico o psíquico, ansiedad, angustia, miedo. Generalmente vienen acompañadas del enrojecimiento de la cara y la alteración brusca del ritmo respiratorio, lo que se traduce en espasmos abdominales. Su composición es diferente de las basales y las reflejas. Contienen hormonas como prolactina, corticotropina y encefalina leucina, que producen efectos sedantes y analgésicos.
Como a todos, las lágrimas ajenas me conmueven hondamente y muchas veces he prestado mi hombro para que alguna señora encuentre allí consuelo. O al menos repisa. Pero segundos después, ya sosegada la señora, me defrauda el hecho de que ella, la húmeda, está mucho más tranquila que uno, el seco, y quedo compungido el resto de la jornada pensando en qué zozobras del alma esconderán esa sonrisa triste y esa aparente tranquilidad.
Para algunos fisiólogos, todas las lágrimas son reflejas pues todas responden a estímulos: externos o internos, físicos o emocionales.
La propensión femenina al llanto, como la tendencia de los varones a inhibirlo, obedecen a factores culturales. “Los hombres no lloran”. Punto. No hay ninguna razón fisiológica que avale el hecho de que las mujeres sean más lloronas que los hombres.
A pesar de que han sido un recurso precioso de la utilería de los dramaturgos, poetas y guionistas, no hay buenas frases sobre las lágrimas. Todas son demasiado melodramáticas. Fatalmente lacrimógenas. Es como si esas “perlas”, para usar un símil clásico, fueran refractarias a la buena poesía. Veamos cómo patinan las mejores plumas en este resbaloso fluido:
“Después de la propia sangre, lo mejor que el hombre puede dar de sí mismo es una lágrima”. Alphonse de Lamartine.
“Muy frecuentemente las lágrimas son la última sonrisa del amor”. Stendhal.
“Dos especies de lágrimas tienen los ojos de la mujer: de verdadero dolor y de despecho”. Pitágoras de Samos.
¿Por qué un elemento tan dramático no ha inspirado buenas frases, como sí lo han hecho la muerte, el tiempo o el sexo? Lo ignoro. Quizá la respuesta estriba en que las lágrimas son tan elocuentes que las palabras no pueden competir con ellas, con su elemental y poderosa belleza.
Con todo, de tarde en tarde los más inspirados aciertan, como san Agustín: “Las lágrimas son la sangre del alma”. O como Neruda: “Las lágrimas que no se lloran, ¿esperan en pequeños lagos… o serán ríos invisibles que corren hacia la tristeza?”
Yo creo que las lágrimas no derramadas, las íngrimas, llamémoslas así, se transforman en energía que se condensa en alguna parte del cerebro. Ella es la responsable de que luego, cuando las ondas electromagnéticas atraviesan el cristalino y estimulan los conos y los bastones de la retina, allá, en el fondo del ojo, en silencio, se haga la luz.
Este artículo hace parte de la edición 144 de nuestra revista impresa. Encuéntrela completa en este enlace: https://www.bienestarcolsanitas.com/edicion144
*Escritor colombiano.
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