Un deslumbrante viaje en el tiempo para recordar las nieves perpetuas de la Sierra Nevada del Cocuy, un paisaje que cada día nos muestra con mayor claridad las consecuencias del cambio climático.
Todavía recuerdo con nostalgia aquel 5 de abril de 2009 mientras avanzaba por las trochas más intrépidas de la Sierra Nevada del Cocuy en Boyacá. Íbamos carretera arriba en el vejestorio de camioneta Subaru de Roberto Ariano “Paiton”, atrás iba Mamba, su hermosa perra de raza Akita y yo de copiloto escurriendo las babas con mi cámara en mano, pero con los ojos vidriosos contemplando la cadena montañosa y nevada más bella de Colombia.
Según estadísticas del IDEAM (Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales), para el año 2020 la Sierra Nevada del Cocuy, Güicán y Chita tenía una masa glaciar aproximada de 13.19 km2 siendo esta la más extensa del país. Sin embargo, en el año 1850 la cordillera estaba cubierta de hielo alrededor de 148,7 km2, lo que indica que en menos de 200 años ha perdido más de diez veces su área glaciar original. Las consecuencias principales: la crisis climática y la falta de conciencia ambiental.
El propósito de la primera visita al Cocuy era servir como guardaparque voluntario en una zona de hospedaje local que tenía varias cabañas triangulares. Parecían sacadas de los Alpes suizos y ubicadas en las montañas de Boyacá. En ese lugar acampamos una semana entera a temperaturas bajo cero, cocinamos en estufas de gas con otros funcionarios de Parques Nacionales Naturales de Colombia e hicimos acompañamiento a los turistas que intentaban adentrarse en alguna de las muchas rutas abiertas, en aquel entonces, dentro de la montaña.
Tan solo tres días después de mi llegada al Cocuy y sin imaginar que esta aventura me iba a cambiar la vida, “Paiton” el subdirector del parque, me designó una tarea: ascender por el sendero de Ritacubas con un grupo de montañistas caleños para hacer control del turismo arriba, en el glaciar y, además, tener la oportunidad de conocer la nieve.
Aquel gran día la alarma sonó a las seis de la mañana. estábamos ascendiendo entre frailejones y quebradas congeladas. Todo, absolutamente todo, era desconocido para mí. La grandeza de este lugar me motivaba a tragar bocanadas de aire para seguir compitiendo contra la falta de oxígeno y un posible mal de altura. Solo nos deteníamos cuando era necesario hidratarnos o para acomodar alguna de nuestras mochilas con latas de atún, barras energéticas, cuerdas de escalada y en mi caso, equipo fotográfico.
Arriba veíamos la silueta de otros montañistas que ya nos llevaban cientos de metros de ventaja caminando donde posiblemente la vegetación no existía. Después de cierta altura los páramos con sus frailejones van mermando. Sobre los 4.200 m.s.n.m, solo veíamos las flores amarillas de los Senecio niveoaureus, unos pinos de tierra rarísimos llamados Lycopodium crassum de color rojo y por supuesto una cantidad exagerada de rocas que conducían a lo más alto de la montaña.
Cuatro horas más tarde estábamos los cinco del grupo en el borde del glaciar sobre los 4.920 metros de altura.
La invitación que me hicieron mis compañeros aquel día fue acompañarlos a hacer ascenso a una de las cumbres más altas de la zona; algo que ni siquiera comprendía. Enseguida me entregaron un par de crampones básicos (taches metálicos para caminar sobre la nieve) y me amarraron del pantalón con una cuerda improvisada. Embadurné mi cara con protector solar y emprendimos el ascenso entre nubes movedizas y un sol picante.
La falta de oxígeno nos obligaba a detenernos cada 20 o 30 metros; todo era más lento y teníamos que avanzar cuidadosamente mientras avistábamos otros picos, paredes de roca y grietas casi invisibles que podían ponernos en jaque. Los paisajes eran puramente blancos y cuando el sol se filtraba entre las nubes podíamos ver brillar los cortes y filos de la montaña que parecía desprenderse hacia el vacío. Sobre el kilómetro recorrido, nuestra compañera desistió y el líder regresó con ella al borde de nieve; mientras tanto John Roberth, Johann y yo continuamos el ataque a la cumbre.
Tres horas después llegamos al último tramo cerca de una grieta aterradora, la cumbre era extremadamente empinada y las piernas me comenzaron a temblar. Mis compañeros más experimentados, empezaron a subir hasta la cumbre y me halaron para ponerme a salvo.
Eran las 2:31 p.m. del 7 de abril de 2009 y me encontraba sentado en la cumbre del Ritacuba Blanco, la montaña más alta de toda la cordillera oriental en Colombia sobre los casi 5.400 m.s.n.m. Estaba sentado e inmóvil ante tanta grandeza y con los huevos encogidos hasta el alma, pues el vértigo que sentía allá arriba era algo incomparable. La montaña no me dejaba pensar ni obturar la cámara que llevaba colgada al hombro (era un fotógrafo principiante), pues en todas las direcciones tenía precipicios de más de 500 metros de altura y eso me quitaba la calma. Sin embargo, con mucha precaución logré hacer ocho fotografías en total; seis imágenes de la vista que ofrecía el parque, una fotografía de John Roberth y una única selfie aguantando la respiración.
Panorámica desde la cumbre del Ritacuba Blanco hacia el oriente donde se hacen visibles el Valle de los Cojines, el Castillo, varios picos nevados y lagunas.
Aquel día logramos descender de la montaña sanos y salvos, transformados con el poder de la madre tierra y profundamente agradecidos por habernos dado la oportunidad de contemplar y disfrutar de tanta grandeza. La primera visita a la Sierra Nevada del Cocuy había despertado en mí un nuevo sentido de respeto por este territorio que los indígenas Uwa llaman Zizuma; aquel lugar sagrado donde se cree que nació la vida y el agua que alimenta toda la tierra.
14 años después
Entre el 2009 y 2023 volví la Sierra Nevada del Cocuy en siete nuevas ocasiones, conectándome una y otra vez con un lugar que me enamoró hasta el alma. Volví para intentar conocer otras rutas del parque, adentrarme en la vida de las comunidades campesinas y sobre todo aprender de los indígenas que protegen este territorio sagrado. Volví tantas veces como pude para encontrar la calma e incrementar mi respeto por la montaña; pues entiendo que ahora son ecosistemas cada vez más frágiles que van a desaparecer en unas cuantas décadas.
Nunca más pude volver a tocar su nieve ni caminar sobre su eterno y extenso manto blanco. Los tiempos cambian y la irresponsabilidad de unos cuantos hizo que la grandeza de la sierra ahora sea inaccesible para montañistas y amantes de la naturaleza. Ahora, la Sierra Nevada del Cocuy hace parte de uno de los seis glaciares que sobreviven en Colombia y prevalece la protección de estos gigantes sagrados que solo podemos observar y amar desde la distancia.
*Las fotografías de alta montaña de este reportaje fueron realizadas en el año 2009 cuando todavía estaba permitido realizar actividades sobre la nieve.
Actualmente, el Parque Nacional Natural el Cocuy y las comunidades indígenas Uwa, prohíben caminar o tocar la masa glaciar.
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