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Bienestar Colsanitas

Errores de cálculo

Ilustración
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Este es el relato de un viaje entre padre e hija. Después de ocho años de vivir en Bogotá, la autora regresa a su casa en la Patagonia Argentina y se reencuentra con su padre desde un lugar nuevo, no solo como hija mayor sino como copiloto.

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Mi padre y yo nos preparamos para lo que será nuestro primer viaje solos en carretera. Llevábamos tiempo sin vernos desde que me fui de Argentina para vivir en Colombia. Son las 9 de la mañana del sábado 4 de junio y la temperatura en Caleta Olivia, Patagonia argentina, es de 3 grados centígrados. Salimos de la ciudad y avanzamos rumbo a Comodoro Rivadavia, el primer destino al que yo creí que llegaríamos, pero del que tan solo vemos la entrada. Antes de salir, conté tres paradas (Comodoro, Sarmiento y Senguer), pero ahora sé que no todos los puntos en el mapa serán importantes a lo largo del camino. Primer error de cálculo. 

Pasamos de la ruta número 3 a la 26, encarando hacia la cordillera. Nuestro destino final es Lago Fontana, ubicado al límite con Chile, y tenemos unas cuatro horas de viaje por delante para atravesar casi toda la provincia de Chubut. Son las 10:30 de la mañana cuando pasamos por la zona de chacras y las plantas petrolíferas. Mi padre dice que desde acá tenemos 200 kilómetros hasta Sarmiento, así que me acomodo y empiezo a preparar el mate.

La noche anterior hablamos de todo lo que teníamos que llevar, “nuestra logística de viaje”, dijo él. Repasamos juntos: un cuchillo, jamón y queso, frutas, una botella grande de agua, galletas dulces y saladas, el equipo de mate. Esa noche supe que probablemente me olvidaría de algo, pero me permití errar al calcular: esta es la primera vez que organizo todo, que soy la copiloto. 

Preparo el mate sin apuro como quien intuye que se vienen dos horas de cebado lento y conversación. El termo es de un litro y medio y quiero que nos rinda. Hace años entendí que el mate no solo es tomarlo sino saberlo esperar. Cebo con intervalos más o menos largos, dejo que el sabor se asiente en la boca y espero a que llegue el deseo de tomarse el que viene. Creí que, en esta primera mateada con mi padre, luego de casi cuatro años de no vernos, hablaríamos de la vida y de todo eso que no nos hemos dicho durante este tiempo. Tercer error de cálculo. Mi padre prende la radio, maneja tranquilo y avanzamos casi en silencio mientras lo poblado va quedando atrás y la estepa patagónica comienza a adueñarse del paisaje. 

Llegamos a la estación de servicio que está a las afueras de Sarmiento, nuestra primera parada logística. Llevamos buen tiempo, apenas pasan de las 12:30 del mediodía. Almorzamos unas empanadas y avanzamos por la carretera rumbo a Alto Río Senguer, seguimos por la ruta 26 hasta una intersección que nos conecta con la famosa ruta 40, que surca el país de norte a sur: un gran cartel nos indica que estamos en el kilómetro 1.412 de los 5.194 que recorre. Estos mil cuatrocientos kilómetros atraviesan una cuarta parte del país y ni siquiera hemos transitado la mitad de la Patagonia. 

Si tuviera que pensar en viajar esta distancia en carretera por Colombia diría que es como ir de Pasto a Cartagena; pero hacer este recorrido por las rutas colombianas podría llevarte hasta veintinueve horas, mientras que hacerlo en Argentina por la ruta 40 te tomaría casi quince. La velocidad aumenta en las rectas y disminuye en las curvas. Googleo el recorrido Pasto – Cartagena y la ruta se ve como una gran várice, como si Colombia sufriera de trastornos circulatorios. Otro error de cálculo que estoy aprendiendo a calibrar es que no podés estimar el tiempo de llegada teniendo en cuenta la cantidad de kilómetros por recorrer. Se suele pensar que podés transitar 100 kilómetros en una hora de viaje; sin embargo, la experiencia dice que el tiempo que te demores en llegar es relativo, que depende mucho de cómo sea el camino. La vida misma.

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A la media hora de andar por la ruta 40, llegamos a la intersección con la 56, puerta de entrada a Alto Río Senguer. Antes de entrar al pueblo, papá me señala la entrada al Fontana por un camino de ripio. Un nuevo error de cálculo en mi bitácora: para llegar al lago no hay que atravesar el pueblo, hay que bordearlo. El cartel que señala la ruta de ripio dice que son 82 kilómetros más: no solo he calculado mal la ruta, sino también el tiempo que nos tomará llegar. Me preocupa. Son las dos y media de la tarde, papá lleva más de cinco horas manejando de corrido, necesitamos la segunda parada logística.

Después de un café y de llenar el tanque, salimos rumbo a Lago Fontana. Papá va despacio. Calculo que recorreremos esos 82 kilómetros de ripio a 50 kilómetros por hora. Llevamos los primeros 15 minutos del tramo y, aunque sea un camino de piedras, ha sido completamente recto y llano. Pienso en que quiero llegar de una vez y ver el lago con buena luz, entonces le digo a papá que aceleremos un poco, pero responde: “Al camino de ripio hay que respetarlo” y me cuenta que la primera vez que vino vio pasar a dos pibes en moto que conducían a toda velocidad, y que luego de unos kilómetros los encontró levantando los vehículos que habían derrapado en la banquina. Error de cálculo y error de principiantes.

La luz del sol pega de costado, la temperatura desciende poco a poco. Aparecen los primeros tramos congelados y ahora vamos a paso de hombre, con cuidado de no patinar. La nieve va tomando la estepa, emponchando los arbustos y las piedras con un manto blanco. Hace años que no veía tanta. Le pido a papá que se detenga, necesito bajar. Ni bien desciendo a la banquina siento como mis botas se hunden. Pierdo la dimensión del espacio. Caminar se vuelve un acto de fe. El suelo cruje y se desmorona, ya no hay cimiento estable. Decido no arriesgarme a caer y avanzo muy poco, no necesito adentrarme mucho para recoger un puñado de nieve sin huella alguna. Saco el celular y le tomo una foto. Capturo la imagen y enseguida suelto el puñado, no puedo aguantar el frío por más tiempo. Arde tanto que corta. El cuero de las botas se enfría y comienza a helar mis pies. 

Avanzo hacia la camioneta mientras pienso en que tendría que haber traído zapatos especiales cuando papá me pide que me detenga para tomarme una foto. Tomo un puñado de nieve y lo lanzo hacia arriba. No sé cómo hace, pero logra capturar el momento exacto en el que la nieve queda suspendida en el aire: los copos dibujan una nube blanca en el cielo que imita la forma en v de mis brazos. El resto de la nieve cae en cascada, cubre mi cara, mi pecho, mis rodillas. Esa nube en forma de v también podría ser la forma de un corazón: estoy sosteniendo el corazón de la Patagonia, es blanco y liviano, late mientras titila bajo el sol, lo desprendo de la tierra y lo lanzo, intento devolverlo al cielo, pero cae en cascada y regresa a la estepa hecho pedazos. 

Son casi las cinco de la tarde y los rayos de sol se filtran por la alameda que se encumbra majestuosa ante nosotros. Papá dice que estamos cerca. Me cuenta que la primera vez que estuvo acá, después de disminuir tanto la velocidad, no pudo calcular el tiempo y las distancias, pero ahora parece reconocer esta especie de bosque. Comienza un descenso al lago, vamos despacio como pidiendo permiso, estamos listos para el encuentro. 

Y ahí está. El azul del Fontana se desprende del cielo sólo porque la cordillera lo arrincona. Es como si me estuvieran contando un cuento, tengo miedo de que todo sea mentira: he soñado tantas veces con retornar a esta parte del hogar, pero jamás me imaginé que mis raíces tuvieran semejante arraigo, tan conectado con mi deseo de ser parte de esta naturaleza tan remota y primitiva. Bajo la ventana y dejo entrar el aire fresco. Es raro, esta es la primera vez que estoy acá y se siente como si hubiese vuelto al origen. Miro a mi padre, maneja tranquilo mientras escuchamos uno de sus discos favoritos: los grandes éxitos de Los Chalchaleros. Cuando empezamos a recorrer este camino de ripio me dijo que llegaríamos hasta la caseta del guardaparques. Estableció un punto de llegada y posible retorno, él siempre supo que la luz no nos alcanzaría para recorrerlo todo. 

Nos acercamos a un punto muy cercano a la orilla y, aunque ya es tarde, le pido que pare. Lo crocante de mis pasos sobre la nieve acompaña el ir y venir del agua. Me paro sobre un pequeño colchón de matas que resaltan en medio de la nieve como una esponja negra llena de espinas. Me agacho, meto las manos y las saco enseguida. “Este frío no perdona”, pienso y después me pregunto qué tendría que perdonar. Como un relámpago que nace de esa luz que lentamente se apaga, aparece la sensación de aquellos rencores viejos, rencores de infancia. Dejo que se vayan, el frío me hace soltar rápido. Este es el primer viaje que hago con mi padre a solas y esta es mi promesa de avanzar desde los que somos hoy. De eso se trata todo: no quedarnos suspendidos en lo que daña. Seguimos andando un poco más, pero lo naranja del sol apenas alumbra. Papá duda, no recuerda si estamos cerca de la caseta del guardaparques. Esta vez, el error de cálculo es suyo. Le digo que la luz se está yendo y le pregunto hasta dónde cree que podemos llegar. Él mira el reloj, recalcula enseguida: “Hasta acá nomás, peguemos la vuelta”.

 

 

 


*Lucía Vargas Caparroz nace en 1987 en Buenos Aires, pero crece en Caleta Olivia, un pueblo de la Patagonia argentina. Es Licenciada en Letras, posee una especialización en Pedagogía por la Universidad del Salvador y es candidata a magíster en Literatura por la Universidad de Los Andes. En 2015 decidió emprender un viaje por Latinoamérica, del cual nacieron dos libros con diarios y crónicas de viajes: Todo el tiempo nuevo (Tyrannus Melancholicus Taller, 2016) y Por ser del Sur (Pensamientos Imperfectos Editorial, 2019). Acaba de publicar su primer poemario en Colombia, Argentina y España, titulado Lo que tarda algo en irse (coedición Tanta Ceniza Editora y Valparaíso Ediciones, 2021). Hace parte de diversas antologías y ha colaborado con revistas y medios nacionales e internacionales. Este año ha sido merecedora del tercer puesto de la X edición del Premio Nacional de cuento La Cueva en Colombia y de una beca completa para proyectos de escritura en Can Serrat – International Art Residence en Catalunya. Actualmente vive en Bogotá, es mediadora de lectura, tallerista, docente en Universidad de Los Andes y colaboradora en Revista El Malpensante. 

En Instagram la encuentras en @lu__va  

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