Una de las múltiples diferencias entre una mujer que trabaja en una oficina, y cumple con un horario, y otra que se queda en la casa encargándose de sus hijos y su esposo, es la calidad de tiempo familiar.
Mi tiempo no ha sido en vano. Mi tiempo ha trascendido. Mi tiempo se afianza cada día, hasta convertirse en una incesante búsqueda de la armonía familiar. Sin dudarlo, diré: el tiempo será mi trofeo como ama de casa. Sé que no sería igual si, durante estos 17 años que llevo al frente de mi hogar, hubiera estado detrás de un escritorio en una oficina.
Mientras cuido de mi familia, también encuentro tiempo para escribir, actividad que me hace absolutamente feliz. Hay días en los que también alcanzo a leer, hacer ejercicio, compartir un café y una larga conversación con amigas o familiares con los que no me reuno hace rato. A veces veo con mi hija un programa de televisión, tomo un descanso, salgo a un centro comercial. Puedo cuidar a mi hija cuando está enferma, la escucho cuando llega del colegio a contarme cómo estuvo su día. Y sí, sé que, de cierta forma, esta es una situación privilegiada. Aunque también sé que es una posición muy juzgada.
Ser ama de casa tiene aspectos negativos. No es que sea una tarea difícil, es que es desgastante. Es un trabajo que a través del tiempo ha sido culturalmente invisibilizado. Por tal razón, no existe un reconocimiento. Posiblemente sea porque no hay un título que certifique la labor como ama de casa, ni un sueldo garantizado.
En mi caso, cuento con el apoyo absoluto de mi esposo. Porque gracias a él, no me he visto en la necesidad de buscar un empleo para ayudar con la economía de nuestro hogar. Estoy agradecida con él y con la vida. Me han concedido la ventaja más valiosa de ser partícipe en la crianza de mi hija. La he visto crecer, jugar, aprender, reír, llorar. Sentí la emoción con sus primeros pasos, su primera palabra. También pasé por la desolación el primer día que la llevé al jardín. Y así, poco a poco, he ido acompañándola en cada etapa de su vida durante 12 años. Esta es una de las razones más trascendentales por la que disfruto quedarme en mi casa y agradezco trabajar dentro de ella.
Debo aceptar que, al inicio de la convivencia con mi esposo tuvimos algunos desencuentros. Yo le hacía reclamos por no ayudarme con los quehaceres de la casa… a pesar de que su trabajo era extenuante, con turnos de 12 y 24 horas como médico de urgencias en el hospital del pueblo donde vivíamos y hacía su rural. En realidad, mi trabajo era fácil: sólo éramos él y yo y una casa pequeña para arreglar. Nada comparado con la responsabilidad de tener a cargo un servicio de urgencias en un hospital. Poco después, entendí que cada uno tenía un rol, y a su vez, obligaciones distintas. El suyo era el de proveer económicamente lo necesario para mí y nuestra casa. Y el mío era cuidar nuestro hogar. A partir de ese momento, asumí mi papel con madurez.
Nunca me arrepiento de haber elegido ser ama de casa. Aun así, ha habido cientos de veces en las que he querido tirar la toalla, devolver el tiempo y renunciar, no ser la responsable por el orden y aseo de mi casa. Así ya no tendría que volver a barrer, trapear, limpiar el polvo, darle agua a las dos matas que tengo o quitar telarañas (algo que casi nunca hago por consideración a las arañas). Ya no tendría que restregar con vinagre las ranuras del piso para que duren blancas sólo por un día, estregar a mano los cuellos de las camisas antes de llevarlas a la lavadora. No haría mercado cada 15 días, no me sentiría culpable por las verduras y las frutas que se dañan en la nevera, o por los platos que aparecen despicados sin explicación alguna. No sería la última en acostarse, y la primera en levantarse al siguiente día… cuando la alarma del reloj me recuerda que nunca voy a jubilarme.
He querido, mil veces, clausurar la cocina para no tener que preguntarme cada noche antes de dormirme, ¿qué hago de almuerzo mañana? Y precisamente mientras escribo esta frase, miro el reloj en el computador, son las 11:00 am, ya va siendo hora de levantarme de la silla para ir a preparar el almuerzo.
Yo creo que muchas amas de casa coincidimos con estos sentimientos cuando la rutina nos agobia. En mi caso, la alarma me despierta a las 4:30 am, me levanto a despachar a mi hija para su colegio y a mi esposo para su trabajo. Debo prepararles un desayuno saludable, empacar lonchera y almuerzo, cerciorarme de que mi hija se haya enjuagado bien el champú, que sí haya limpiado las gafas. Así transcurren las semanas, llenas de actividades que se repiten de lunes a viernes, a la misma hora cada mañana. Y a pesar de que es una rutina común y corriente, una que ocurre a diario en muchos hogares, a mí me queda una alegre sensación del deber cumplido con los que amo.
Junto con mi esposo y mi hija tenemos una maravillosa familia. Pero, ¿por qué es tan importante la familia? ¿Qué es lo que la hace tan especial, tan indispensable, tan superior? Si a la familia la integran personas, y personas hay millones en el planeta. La verdad es que sólo la familia hace las cosas motivada por amor. En una oficina, con un jefe y empleados, las cosas se hacen por plata, por poder, por ambición, por presión… pero rara vez por amor. Punto para la ama de casa.
Mi esposo y yo hemos logrado conformar un equipo sólido, aliado por un bien común: el buen funcionamiento de nuestro hogar. Él hace muchas cosas por mí como proveedor, y yo hago montones por él como ama de casa. Nos complementamos muy bien, sin egoísmo y sin sentirnos obligados. En los años que llevo como ama de casa, nunca me he sentido esclava de nadie. Todo lo que hago, lo hago con amor. Le pongo la mejor voluntad, porque en una relación de pareja donde hay amor verdadero, no debe llevarse la suma de lo que se recibe y se da.
La mejor manera que encuentro para definir a una ama de casa es: una persona que se dedica a hacer cosas por los demás, solamente porque ellos lo necesitan y ella los ama. Bueno, y ellos también la aman. Después de pensar en esta definición, me doy cuenta de que también se ajusta perfectamente para definir a mi esposo en su rol de proveedor. Llego así a la conclusión de que somos iguales, coequiperos, cada uno aportando su granote de arena.
Seguramente muchas mujeres, al leer esta columna, emitirán juicios sobre mí. Es natural, siempre hay opiniones encontradas alrededor de este tema. También se sentirán aludidas las amas de casa que no son valoradas o que pertenecen a algún movimiento feminista. Pero mi amable intención es simplemente compartir mi experiencia.
Ser ama de casa, por obligación o libre albedrío, es absolutamente respetable. Yo elegí mi rol y me siento orgullosa.
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