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río Aar

Un salto en el río Aar

Entre la transformación del río Aar en Berna y su conexión con los ríos colombianos, este relato entrelaza recuerdos de infancia y reflexiones sobre la naturaleza y el cambio.

No olvido el color del río Aar. Era un azul extraño y claro, con gradaciones hacia el verde esmeralda y al azul de piscina californiana. Yo había visto otros ríos de ese color, pero situados entre los andes colombianos, al oriente de Antioquia, y la gente me decía que el origen de ese tono era el mármol y las rocas de alta carga ferrosa que abundaban en el fondo de los lechos.

En Berna la explicación era otra: la gente me decía que el Aar mutaba de color con el cambio de estación, que el verano traía esa claridad que yo estaba viendo y que en otoño e invierno el agua se opacaba, que podía existir una correspondencia de comportamientos entre el cielo y el río, pues ambos modificaban su aspecto de acuerdo con su estado de ánimo: alegría azulada al final de la primavera y todo el verano, introspección verdosa en otoño e invierno. Si quería gozar el Aar nadándolo tenía hasta el domingo próximo, me advertían, porque para el lunes estaba prevista la entrada del otoño. Por algún descuido que no preciso bien, no había pantaloneta de baño en mi equipaje. Pero no me hice líos, era jueves y mis ocupaciones me daban espacio para comprarla en los días que restaban.

En su recorrido por Berna el Aar abría un cañón hondo y escarpado sobre el cual se erguían enormes casas de familia con un estilo suizo de ángulos agudos en el techo y en las formas de las ventanas.

Para bajar al río existían unos corredores pavimentados con escaleras en sus esquinas más empinadas y otras vías de piso plano para vehículos, bicicletas o personas en silla de ruedas. Los puentes de mayor altura que conectaban las dos orillas de la ciudad volaban por encima del río unos ochenta metros, y a uno le vi una malla elástica templada apenas por debajo de la cornisa cuyo fin era evitar la caída final de la gente que saltara al río por deporte o suicidio. Una malla de esas era la que un grupo de psiquiatras le había pedido al Gobierno nacional que adaptara al viaducto que une Pereira con Dosquebradas y así evitar que la gente se lanzara al vacío una vez lo inauguraran. Los constructores no contemplaron esa necesidad y a las tres semanas de puesto en operación la policía debió levantar de las peñas del río Otún los restos del primer suicida.

Llegó el domingo por la tarde. El trabajo de los días anteriores se había comido siempre la luz del día y nunca recordé lo de la pantaloneta. Para mi sorpresa no encontré abiertas tiendas de ropa; solo cafés, restaurantes y chocolaterías. Sin intención de meterme al agua, bajé al Aar por uno de los senderos con escaleras en caracol y crucé a la margen del frente por un puente peatonal. El lugar era todo un balneario: había personas tomando sol en los pastizales de la orilla, bebiendo cervezas en mesas atornilladas a los andenes y alguno que otro pasaba trotando. Vi que para entrar al agua había unas escaleras con pasamanos y que el río era un torrente vertiginoso y amable. No había una sola roca en el cauce, nada contra lo cual un bañista pudiera golpearse en caso de perder el control de su cuerpo. El truco consistía en dejarse llevar por la corriente, nunca nadar en contra, e ir leyendo unas señales situadas en las orillas que indicaban la próxima salida de escaleras con pasamanos.

Al ver la señal, los bañistas debían calcular el nado en diagonal hasta el punto en que pudieran agarrarse del pasamano. Si no alcanzaban una salida, ya encontrarían la siguiente. Pero llegaba el momento en que se agotaban las salidas y alguien sin mucha práctica podía terminar ahogado entre las paredes de concreto y los canales de un dique a la salida de la ciudad. Busqué en mi teléfono noticias o información sobre peligros en este río. Encontré cifras de ahogados en aguas abiertas de todo Suiza y, obvio, en el Aar. En una página oficial de turismo por Berna, con traducción a varios idiomas, leí: “Es importante tratar al Aar con respeto y averiguar con antelación los peligros que puede encontrar al nadar. Nadar en el Aar está recomendado solo para nadadores experimentados”.

Me quedé un rato parado en un extremo del puente peatonal imaginando cómo sería mi entrada al agua: clavaría desde algún filo encumbrado en la orilla o bajaría tranquilo aferrado a los pasamanos o simplemente saltaría desde el pastizal. En eso, un joven padre de familia, alto y fornido, rubio teutón, se paró en la mitad del puente peatonal, a pocos metros de donde yo estaba. Su hija pequeñita rubia también caminaba junto a él. Le puse unos cuatro años. No más que eso. Ambos estaban en traje de baño. El sol caía en diagonal y le confería un brillo vivo a sus pieles blanquecinas. De pronto, el hombre alzó a la niña y la paró en la cornisa del peatonal. Había unos cuatro o cinco metros de altura hasta el agua. Luego lanzó un flotador gris con forma de dona y rostro de dinosaurio. La niña esperó que se alejara unos metros y saltó. La vi caer y nadar con toda su fuerza hasta meter su cuerpo entre el flotador. Saltó él y en breve los perdí de vista entre las demás cabezas que se dejaban llevar aguas abajo.

Debió pasar un segundo o una fracción de segundo en el que se repitió el salto de esa niña en mi memoria. Una y otra vez. Hubo algo en esa escena que se me presentó como ya vivido, el riesgo, el mérito inverosímil en esa edad, la necesidad de habitar el lugar de origen. Me di la vuelta y comencé a trepar por el sendero hasta llegar a un café en el centro de Berna. Tras un silencio que debió ser largo, me vi a orillas del río San Juan o del río Atrato contemplando la mañana de un día cercano en que el vi a un niño de seis o siete años, no más que eso, lanzándose a las aguas más profundas e insondables del Chocó sin más protección que su experiencia, dejándose arrastrar en diagonal por la corriente y saliendo a tierra muchos metros más abajo. 

Seguro vino otro silencio, este sí reflexivo, en el que sentí compasión por mi yo de la infancia, tras darme cuenta de la inutilidad para la sobrevivencia con la que crecí en un barrio cuyo gran riesgo era saber pasar los semáforos. Luego una ondulación del tiempo me llevó hasta esa mañana de colegio cuando tenía siete años. Todos debimos mostrarle al profesor de natación las habilidades propias en una piscina caleña y hubo quien hizo todo un derroche de estilos y velocidad y también quien casi se ahoga de no ser porque el profesor saltó al agua sin quitarse la sudadera ni los tenis para llevarlo a la orilla. Llegó mi turno y, afectado por la posibilidad de ahogarme igual, me quedé prendido del pasamos de entrada al agua y solo intenté sumergirme y hacer burbujas con la respiración y dejar ver que no sabía nada más. ¿No sabes nada más?, me preguntó el profesor en un tono que percibí de decepción, tras lo cual asentí diciendo no con la cabeza. Y vi los ojos del profesor, quizás frustrado, quizás preocupado, como pidiéndome que se lo confirmara: ¿En serio no sabes nada más?

Al otro día, lunes, fui a buscar la pantaloneta de baño para finalmente meterme al Aar. Era mi última oportunidad porque a la mañana siguiente salía el avión de regreso para Colombia. Bajé al centro en el tranvía, entré a un almacén, al otro, y caminé hacia uno de los senderos que conducían al río. Nomás vi el caudal allá abajo me quedé aterrado. Tal como me habían advertido, el Aar había cambiado de color. Ni rastro de aquel azul de piscina californiana. El agua había adquirido un acento verde pantanoso y la corriente ya era hostil, y el nivel se había elevado hasta casi rozar el piso del puente peatonal y no había nadie en sus orillas ni en sus aguas, y en el cielo las primeras nubes melancólicas del otoño habían cubierto el sol. Un poco más allá, en la margen del frente, vi a dos personas en bicicleta que se habían detenido y movían los brazos como dándose indicaciones, hasta que se pararon en los pedales y los vi alejarse entre la espesura de la vegetación.

Juan Miguel Álvarez

Es reportero y escritor. Su último libro es La guerra que perdimos (Editorial Anagrama).