Fui madre por primera vez a los 38 años y luego repetí a los 42. Siento el cansancio de la crianza, pero he aprendido a verle el lado bueno a la situación.
- “Mamá, mamá, la abuelita de los gemelos tiene la edad de papá”.
- “¿Ah sí? Entonces debe ser una mujer muy joven” -le respondí a mi hija mayor de 9 años cuando la recogí hace un par de semanas a la salida del colegio.
Este año mi esposo y yo cumpliremos 51 y 48 años, respectivamente. Lo anterior nos convierte en los papás más viejos del salón de tercero de primaria del colegio de nuestra hija. El contraste es mayor cuando nos juntamos con los “papitos y las mamitas” del kínder de nuestra hija de 5 años con quienes la brecha oscila entre los 10 y 15 años. Según mi esposo, la diferencia de edad con algunos papás podría llegar incluso a las dos décadas. Él lo percibe cuando se pone a discutir de fútbol con ellos. Mientras mi esposo evoca grandes jugadas de Maradona, Platini y Zidane, los papás más jóvenes recuerdan a Messi, Ibrahimovic y Cristiano Ronaldo.
-“¿Te molesta que seamos más viejos que los papás de tus amigos?
- “No… no sé…” – responde mi hija encogiendo los hombros, más interesada en destapar un paquete de galletas que en mi pregunta. Supongo que mientras estemos en condiciones físicas de seguirles el ritmo a ella y a su hermana la cuestión de la edad la tiene sin cuidado. Dicho esto, ya me ha lanzado uno que otro dardo: “¿Por qué ya no me haces caballito? ¡Quedémonos más tiempo en el parque! ¡No seas floja, vamos al trampolín!, ¡Esta tarde queremos ir a patinar, a la biblioteca y a la piscina!, ¿Por qué haces esa cara, estás cansada?”
En nuestro caso, postergar la paternidad/maternidad no fue un acto premeditado sino una suma de circunstancias. Nos conocimos pasados los treinta y cuando quisimos tener hijos nos topamos con la infertilidad. Entre embarazos fallidos y tratamientos in vitro se nos fue pasando el tiempo y, cuando por fin salimos de la clínica con nuestro anhelado retoño, éramos unos papás primerizos de 41 y 38 años.
Como es bien sabido, si una mujer se convierte en madre después de los 35 años pasa a ser una irregularidad en el sistema. Desde una perspectiva biológica las mujeres deberían reproducirse idealmente entre los 25 y los 30 años para reducir los riesgos de complicaciones en el embarazo y en el postparto. Esa es la teoría, pero en la práctica tener un hijo es algo complicado donde intervienen más factores que la simple biología.
Desde que comencé a ir al ginecólogo, luego de cada chequeo venía la pregunta de rigor: ¿Para cuándo los hijos? No importaba si yo estaba sola o en pareja; si estaba estudiando, trabajando o desempleada; si tenía deseos de serlo o si no me daban ganas. Al reloj biológico esos detalles lo tenían sin cuidado y el médico se encargaba de recordármelo. Tic, tac, tic, tac. Y no sólo él. Las mujeres a mi alrededor también. Tic, tac, tic, tac. La mayoría de mis amigas, familiares y compañeras de trabajo habían sido madres antes de cumplir los 35 años. Algunas, incluso, habían quedado embarazadas en el colegio o en los primeros semestres de la universidad. Tic, tac, tic, tac.
Mientras ellas me contaban los altibajos de la crianza con sus trasnochadas, madrugadas, cambio de pañales, llantos, biberones y pataletas, yo me dedicaba a estudiar, trabajar, viajar, rumbear, dormir y hacer todas aquellas cosas que -supuestamente- no podría volver a hacer cuando llegaran los hijos. “Aprovecha mientras puedas”, me decían luego de desahogarse de lo que parecía ser un trabajo arduo y desgastante. “Yo adoro a mis hijos, daría mi vida por ellos, pero no los habría tenido ahora…”, repetían como un mantra antes de soltar una lista de reclamos que, vistos hoy desde la distancia, no tenían tanto que ver con ser madres jóvenes sino con el hecho de no tener una red de apoyo para sacar adelante la crianza.
Según un informe del Fondo de Población de Naciones Unidas publicado en 2022, en Colombia el 50 por ciento de los embarazos no son planeados y el 40 por ciento de ellos no son deseados. Así las cosas, somos un país de madres jóvenes (muchas adolescentes) que habrían preferido retrasar un par de años la maternidad.
Pero … ¿qué es ser una mamá vieja? La sola idea aterra a muchas personas que sienten en esa combinación un atrevimiento y un sinsentido. En el imaginario colectivo, las mamás viejas se asocian a aquellas mujeres del siglo pasado que no hacían sino parir una chorrera de hijos y sólo se liberaban de la maternidad cuando el cuerpo ya no daba más o cuando llegaba la menopausia.
Aunque hoy en día el modelo de familia numerosa ha dejado de ser la norma y la mujer ha logrado acceder a la educación y al mercado laboral, se sigue pensando que las mujeres, al llegar a cierta edad, deben privilegiar la maternidad por encima de su desarrollo personal o profesional. La regla es simple: la mujer debe tener a los hijos joven o no tenerlos. Debe tomar una decisión y asumir las consecuencias.
Cuando recibí el diagnóstico de infertilidad, no pude evitar sentir algo de culpa. ¿Por qué esperé hasta los 33 años para tratar de tener un bebé? ¿Debí haber tenido un hijo con alguno de mis novios de la universidad? ¿Habría sido mejor ser madre soltera a los 25?. El remordimiento me duró poco. Aunque sabía que el camino hacia la maternidad se me había torcido y que podrían pasar años antes de que pudiera tener un hijo -si es que lo lograba- no me arrepentí de las decisiones tomadas. Haría lo que estuviera a mi alcance para ser mamá, pero lo haría sin darme látigo.
Más allá de la mirada crítica de los otros, ser mamá vieja supone un embarazo con mayor supervisión. Los controles y exámenes médicos se multiplican, pero si la persona tiene un buen estado de salud puede tener un embarazo y un parto sin complicaciones. El gran temor sigue siendo el riesgo de tener un bebé con obstáculos de salud. Aunque existen pruebas diagnósticas y, estadísticamente hablando, hay más probabilidades de que el bebé venga sano, no deja de ser un asunto estresante para muchas mujeres a partir de los 40 años.
¿Es muy duro ser una mamá vieja? Diría que es igual de pesado que para las demás, pues la sociedad no se lo pone nada fácil a las madres. Doble jornada, repartición de las tareas en el hogar, cuidado de los niños, inclusión laboral, desigualdad de ingresos y un largo etcétera que nos pone a todas en desventaja.
Pero ya viéndolo en detalle, quizás haber llegado a la maternidad después de haber vivido otras experiencias personales y profesionales hace que las mamás viejas nos tomemos el proceso con mayor confianza y serenidad. A partir de cierta edad, nos sentimos más libres para expresar lo que queremos, nos atrevemos a preguntar, a tomar decisiones y a manifestar nuestro desacuerdo sin dejarnos intimidar por terceros (médicos, padres, jefes, parientes, profesores, etc.), como podía suceder antes cuando éramos más jóvenes.
La fatiga está ahí, pero sabemos gestionar mejor las reservas de energía para que nos dure la batería. Somos conscientes de la fragilidad del cuerpo (las articulaciones no son las de antes y eso se nota al hacer ciertos movimientos) y sabemos que tenemos que cuidar nuestra salud para poder disfrutar de nuestros hijos el mayor tiempo posible. De cierta forma, la maternidad tardía nos motiva a cambiar de hábitos y a mejorar nuestro estilo de vida.
Las mamás viejas intentamos exprimir el presente al máximo. Sabemos que tenemos el tiempo en contra y nos gozamos cada risa, cada abrazo, cada beso y cada juego con nuestros hijos y los usamos como antídoto cuando nos entra la ansiedad. Porque es fácil caer en la angustia al ponernos a hacer cálculos sobre el futuro: “Cuando mis hijos tengan 30 años, yo tendré 70”, “¿Será que conoceré a mis nietos?” “Y si me pasa algo y se quedan huérfanos?” “¿Podré verlos crecer?”.
Ya sea por decisión propia, por problemas de salud, por segundas uniones, por accidente o por la razón que sea, cada día hay más mujeres en el mundo que están pariendo pasados los cuarenta. Las mamás viejas no seremos la norma, pero … ¿quién dijo que en la vida sólo es válido un modelo de familia?
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