A pesar de no haber conocido muy bien a Oliva y Alicia, mis abuelas, comprobé que llevo en mis genes ese poderoso linaje de brujería.
Me hubiera encantado conocerlas intensamente, sentir su calor de abuelitas en mis manos, en mis mejillas. Me hubiera fascinado, mientras crecía, que hubieran tenido la oportunidad de salvarme de los castigos de mi mamá… sobre todo mi abuela materna Oliva, cuyos recuerdos puedo contar con los dedos de las manos.
Dicen que uno está conectado a la abuela materna para siempre, que físicamente ella sigue viviendo en nosotras, que define los problemas de salud y hasta los patrones de la vida que llevamos. Cuando digo “dicen”, es porque está comprobado científicamente. Yo lo había visto en un programa, leído en alguna parte, pero luego encontré la página de una psicóloga llamada María de los Ángeles Fernández y mi fascinación aumentó.
Parafrasearé lo que aprendí. Lo haré hablando de mi abuela, pero aplica para todas: cuando mi abuela estaba embarazada de mi mamá, el feto ya tenía formados los ovocitos que en su vida maduraron. Uno de esos ovocitos era yo. Así que, técnicamente, yo también estuve dentro del vientre de mi abuela materna. La psicóloga Fernández procede a asegurar que gracias a la epigenética conductual, sabemos que el ambiente emocional en el que se desarrolló el embarazo de mi abuela materna (y el de todas las abuelas maternas) dejó algunas marcas en los ovocitos de mi mamá. Esas marcas, se manifestaron cuando mi mamá me tuvo a mí.
Cuando aprendí esto quedé perpleja y, a la vez, llena de felicidad. Esta joya de conocimiento no me la habían dado ni en el colegio, ni en ningún consultorio ginecológico. La naturaleza, increíble y poderosa, me estaba mostrando que siempre viví en el vientre de mi abuela materna. También confirma que ella sigue viviendo en mi. Ahora también sé por qué tengo el pálpito constante de que ella siempre me está acompañando. Es una energía que protege y que siempre me da su consentimiento.
Abuela Oliva enterró dos bebés recién nacidos, otro hijo de 12 años y a mi tío Orlando al que, a sus 32 años, asesinaron en 1981. Mi abuela Alicia enterró a mi tía Esperanza, quien tenía 32 años y murió de cáncer en los ovarios en 1977.
Ahora que soy adulta, y que ya llevo a cuestas haber enterrado a seres queridos, me pregunto: ¿cómo hicieron para llegar a ancianas cargando tanta tristeza?
Me hubiera encantado saber más sobre ellas, solo tengo referencias sobre situaciones, anécdotas sueltas. La mayoría son de mi mamá, hablando de abuela Oliva. Tengo muchas menos de mi padre refiriéndose a su mamá, Alicia. Papá ha sido totalmente prudente y, si cuenta algo, todo es lindo, todo es bueno, todo es una historia con halo de añoranza y alegrías.
La verdad es que quisiera que mis papás fueran más abiertos, que me contaran qué resentimientos tenían hacia ellas, cómo los castigaban si los castigaban, qué cosas no les gustaban en ellas, cómo eran sus relaciones con los abuelos, qué secretos tenían… Pero ellos son de otra generación, una en la que no se cuestionaba a los padres y a las madres.
En mi transitar como humana, me he entregado a múltiples procesos de sanación, de descodificación, a terapias, viajes sola por el mundo, y siempre pienso en mis abuelas. Abro mi espectro y cambio mi posición de nieta para canalizarlas con una luz fuerte violeta y empiezo a sentirlas e imaginarlas como mujeres, no como las abuelas que solían estar en sus casas, frente a un televisor viendo novelas, escondiéndose para comer un dulce y vigilantes a la preparación de la comida.
Me llamo Liliana Esperanza Piedrahita Giraldo y soy la primera mujer de mi linaje materno y paterno en tener una carrera profesional. Soy la primera que pudo decidir qué estudiar, la primera que trabaja en algo que le apasiona por completo. Pero sé que gracias a lo que vivieron mis abuelas, mi vida es posible.
Hace unos días, mientras hablábamos de cualquier cosa, mi mamá empezó a reírse a carcajadas. Me contó que mi abuela Oliva cada Semana Santa, Navidad y Año Nuevo, en medio de la celebración del momento, cuando estaban todos mis tíos, primos y algún otro familiar o invitado, salía con una vasija con agua bendita, un mazo de plantas, sahumerio y otros menjurjes. En plena fiesta empezaba a orar y a regar el agua (que era de plantas) por toda la casa. Para rematar, ponía agua bendita en la cabeza de cada uno de sus 14 hijos.
También me contó que Oliva a veces iba a ver a una bruja. Nunca lo oficializó, pero la familia se enteró porque algún conocido les contó que habían visto a doña Oliva en tal barrio, a tal hora, saliendo de la casa de una señora que adivinaba las cartas. El chismoso no decía que esa señora era bruja o adivina, sino que era una mujer que ayudaba a la gente y hacía “trabajos especiales”. Alicia, mi otra abuela, también hacía rituales con plantas.
Abuela Alicia era trigueña, alta, heredé sus piernas largas y delgadas. Hacía parte de un matriarcado, sin un hombre al lado llevando la crianza y el sostén de sus hijos. Alicia tuvo varios abortos espontaneos, hasta que nacio mi papá, el primogenito, el preferido. Alicia era modista, le cosía a toda la sociedad palmireña. Esto quiere decir que pasó casi 20 años cosiendo día y noche para pagarles el colegio más prestante de la ciudad a sus tres hijos.
En unas vacaciones en Palmira, víspera de año nuevo del 1994, me contagié de dengue. Estuve en aislamiento una semana en casa de mi prima Chava, sobrina de abuela Alicia. La fiebre era tan alta que sentí pasar a algún otro mundo. Sé que por momentos lloraba porque creía que me iba a morir.
“Me rodeaban y daban golpecitos con los mazos de planta. Finalizaron sobándome de arriba hacia abajo con una toalla mojada con agua de plantas. Luego nos agarramos de las manos en círculo y susurraron cosas que nunca entendí”.
Finalmente, una tarde, llegaron a la casa otras sobrinas de abuela Alicia, Margarita y Deyanira. Me levantaron de la cama y me dijeron: “Tu abuela envió estas plantas sembradas en su patio y están rezadas. Sácate la pijama, te vamos a bañar en seco, vamos a orar para que salga el mal y sanes de una vez por todas. No le cuentes a Lucrecia y a Astolfo (mis padres) porque tal vez no lo entiendan y no les guste”.
Yo estaba muda. Cerraba los ojos por momentos. Estuve de pie en el lobby de esa casa tan grande mucho tiempo, mientras ellas me rodeaban y daban golpecitos con los mazos de planta. Finalizaron sobándome de arriba hacia abajo con una toalla mojada con agua de plantas. Luego nos agarramos de las manos en círculo y susurraron cosas que nunca entendí.
Al otro día el dengue me había abandonado por completo. Pude pararme de la cama y salir a darme un baño de sol. Para mí, brujería.
Y claro, con dos abuelas haciendo rituales, era apenas lógico que la nieta se interesara por ello. Yo tenía 19 años la primera vez que fui a ver una bruja. Una amiga de la universidad me dijo que ella iba donde una que le había resultado. No puedo recordar en qué barrio de Cartagena fue, sé que era un barrio popular, el caso es que mi amiga Jacke me llevó. Hoy en día no sé si esa supuesta bruja acertó en lo que me dijo, pero sí me acuerdo a qué iba: yo había terminado con mi novio (Jacke también). Esas eran las preocupaciones de ese momento. Desde esa vez en adelante, he presenciado exorcismos, he estado en la Sierra conviviendo con los Koguis, en armonizaciones y limpiezas con los Ingas, he tomado yagé, rape, he participado en terapia transpersonal, terapia de bioneuroemoción, lecturas de la carta astral, cartas del tarot egipcio, maya, tengo mi propio tarot. Para las navidades siempre voy a la iglesia católica, y diariamente agradezco a Dios por la vida. ¿Se puede decir que soy bruja? Espero que sí.
Oliva y Alicia, gracias por hacer de mí lo que soy hoy, por volar conmigo en el espacio sideral, por enseñarme la magia de sus sortilegios, y por enseñarme mi destino. Gracias por darme a papá y a mamá. Hoy las honro. Gracias por darme la vida. Haré con ella algo grande.
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