El libro La generación ansiosa aborda un problema que viene cultivándose desde hace décadas: el aumento en los índices de depresión y ansiedad en los jóvenes generado por el uso indiscriminado de celulares y redes sociales. ¿Qué tan grave es la situación y qué podemos hacer al respecto?
Como la gran mayoría de los niños preadolescentes, mi hijo ha empezado a obsesionarse con las pantallas. Aunque no tiene todavía cuenta en redes sociales ni le hemos permitido abrir una en TikTok, resulta imposible no ver el poder que ejercen sobre él los juegos de video online o los shorts de YouTube. Tanto que, si no lo controlamos, es capaz de gastar horas deslizando el dedo en la pantalla mientras pasa frenéticamente al video siguiente.
No es su culpa. Está demostrado que las compañías tecnológicas usan de manera deliberada técnicas psicológicas para mantener a los pequeños pegados a la pantalla (y a los adultos, de paso), y que las repercusiones en la salud mental de los adolescentes son reales: diversos estudios prueban que la generación Z (los nacidos a finales de los noventa y principios de los 2000), hoy presentan mayores grados de ansiedad y depresión que otras generaciones.
¿Qué ha sucedido? Cualquiera que sea padre de un adolescente puede ver que sus hijos quieren estar cada vez más metidos en sus celulares, abrir un canal de YouTube o compartir su vida en las redes sociales. Muchas veces prefieren quedarse encerrados en sus habitaciones antes que salir a jugar en el parque, como lo hicimos nosotros en una infancia sin internet. No se trata de romantizar el pasado, pues cada época tiene sus propios vaivenes, pero es evidente que algo está sucediendo con los jóvenes, sobre todo desde 2010. Eso es lo que afirma el psicólogo y profesor de la Universidad de Nueva York, Jonathan Haidt, en un libro titulado La generación ansiosa: por qué las redes sociales están causando una epidemia de enfermedades mentales entre nuestros jóvenes, editado por Planeta. Para Haidt, los alarmantes incrementos en los problemas de salud mental tienen un responsable directo: las redes sociales que, como Instagram o TikTok, han logrado mantener a millones de jóvenes atados a su celular, pendientes de la próxima notificación y las decenas de likes, retuits o menciones. ¿En qué momento se nos salió de las manos esta situación?
Clavados en las pantallas
Haidt llama La gran reconfiguración al periodo que vino después de la irrupción en nuestra vida del smartphone y, sobre todo, de la avalancha de aplicaciones que empezaron a cautivar nuestra atención, entre ellas las redes sociales. La invención del “me gusta”, las notificaciones o el scroll infinito (el hecho de que podamos deslizar nuestro dedo por la pantalla sin parar y cada vez veamos contenidos distintos), ha servido para tenernos enganchados y aumentar nuestra ansiedad.
“El hecho de que los jóvenes se pregunten por qué no tienen la vida de “éxito” que muestran sus referentes en redes, no hace otra cosa que aumentar su angustia”.
Pero lo que sucedió con la generación Z, la primera en la historia en crecer con internet, es preocupante: Haidt brinda evidencia suficiente que muestra cómo las tasas de ansiedad, depresión y suicidio han aumentado de manera alarmante en Estados Unidos y el mundo occidental por culpa de los cambios que los teléfonos inteligentes han producido en los cerebros de los jóvenes. A su edad, los adolescentes no están preparados para absorber la cantidad de contenidos sin filtros que ofrece internet (la pornografía, por ejemplo). Por si fuera poco, la constante comparación y la ficción de un mundo idílico lleno de viajes y supuesta felicidad, los empuja cada vez más a la enfermedad mental. El hecho de que los jóvenes se pregunten por qué no tienen la vida de “éxito” que muestran sus referentes en redes, no hace otra cosa que aumentar su angustia.
Haidt hace una importante distinción entre la infancia basada en el juego y una más reciente fundada en el teléfono, y explica los motivos por los cuales las nuevas generaciones han venido desplazándose hacia ese segundo tipo de infancia. Para el sicólogo, el juego en los niños cumple una función primordial: “Al jugar, aprenden las habilidades que necesitarán para salir adelante como adultos, y lo hacen como más les gusta a las neuronas: a partir de la actividad repetida con la retroinformación de los fallos y los aciertos en un entorno de bajo riesgo”. Con el juego no solo se divierten, sino que aprenden a ser empáticos, a relacionarse y a solucionar problemas, entre muchas otras herramientas que les servirán para la vida.
La transición hacia una infancia basada en el teléfono priva a los niños de las cualidades esenciales del juego con sus pares, pero también, como se ha demostrado, aumenta su falta de sueño, fragmenta su atención y les crea adicción: “La vida en las plataformas obliga a los jóvenes a ser los gestores de su propia marca, y pensar siempre de antemano en las consecuencias sociales de cada foto, video, comentario y emoji que eligen. Cada acto no se hace necesariamente como un fin en sí mismo, sino que cada acto público es, hasta cierto punto, estratégico”, afirma.
Lo curioso es que parte de la responsabilidad de que los jóvenes hayan terminado volcándose en las pantallas la tenemos los adultos. Haidt explica que en la década de los ochenta y los noventa los padres de los niños en Occidente empezaron a volverse más temerosos, como respuesta al miedo generado por los medios de comunicación. El resultado fue un culto por la seguridad que continúa hasta hoy, que ha afectado el desarrollo de los niños (¿a qué padre se le ocurre dejarlos ir solos a jugar a un parque?) y que, paradójicamente, les ha abierto las puertas de un mundo aún más peligroso que el real: internet. Mientras los padres de hoy creen sentirse tranquilos porque sus hijos están en su habitación y no en la calle, los jóvenes se ven acechados por verdaderos peligros en una red en la que no existen mayores controles ni restricciones.
¿Qué podemos hacer?
He esbozado aquí apenas algunas de las ideas que Haidt amplía a profundidad en su libro. Pero, veámoslo o no, la realidad es que las redes sociales crearon un amplio problema de salud mental en nuestros jóvenes, y que las compañías tecnológicas han contribuido a ello de manera consciente con el único objetivo de ganar más dinero. Por eso, los dueños de esas empresas ya han tenido que responder ante el Gobierno estadounidense. Y por eso, también, hace apenas unas semanas Instagram anunció nuevas políticas más estrictas para las cuentas de los adolescentes.
No todo está perdido, sin embargo. Estamos a tiempo de implementar medidas para no permitir que esta epidemia continúe creciendo. En su libro, Haidt sugiere una serie de ideas para recuperar una infancia más normal y salir del bucle adictivo de las redes. Algunas de ellas ya han empezado a implementarse, incluso aquí en el país: la prohibición de los teléfonos celulares en los colegios, por ejemplo.
Haidt también sugiere incentivar más el juego libre, darles a los niños mayor libertad, dejar atrás nuestros miedos como padres, retrasar lo que más podamos su ingreso a las redes sociales (él propone 14 años, como mínimo) y estar pendientes de los contenidos que consumen para poder conversar con ellos al respecto. No se trata de vigilar en extremo y prohibir, sino de entender que muchas de las cosas que ven en internet responden a intereses comerciales y a una visión dañina de temas que en la vida real no suelen ser de esa manera. Al final cada quién verá qué decisiones toma como padre, pero mientras más podamos hacerles ver a nuestros hijos lo adictivos que resultan los celulares, podremos también brindarles una infancia y juventud menos atadas a las tendencias sociales que los están enfermando.
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