Para la muestra, una contradicción: Escribo esto mientras repito que me había prometido no volver a escribir cosas personales en ninguna publicación.
Sentada con amigos en un restaurante en Italia (sí, tengo que comenzar este texto anunciando que fui a Italia después de pasar 30 años soñando con ir a algún punto de Europa), hablamos sobre las redes sociales y, alguien dice de la nada: “Pero tú eres famosa en Colombia”. Yo bajo la cabeza y hago como que no escucho. La otra persona insiste, a lo que le respondo que ser famoso implica cosas como dejar de contar plata, vivir de esa “fama”, que eso se “monetice” – qué fastidio la gente que abusa de las comillas, comas y paréntesis para escribir – y, sobre todo que, cuando uno salga a la calle, la gente te reconozca.
Nada de eso me pasa.
Tengo dos, a veces tres trabajos, pero la plata no me alcanza. Creo que el capitalismo se debe acabar y al tiempo me alimento de él y espero que juegue a mi favor para tener una vida más tranquila. No acepto campañas en redes sociales desde hace muchos años, después de caer como una idiota en una trampa del uribismo, y aún así envidio a la gente que gana millones por una historia en Instagram. Al tiempo, por supuesto, me parece ridículo. Tan ridículo que parece una forma perfecta de hackear el sistema. No sé.
No me reconocen en la calle, pero si llego a tener un problema, o conozco a alguien con uno, estoy segura de que en mis redes una persona ayudará, o encontrará a alguien para ayudar, siempre. Y a veces eso me hace sentir mal, porque significa que estoy usando a mi favor algo que otras personas no tienen, porque desbalancea el juego, porque me pone en ventaja con cosas que deberían ser para todos y que terminan siendo de unos pocos. De los pocos que podemos presionar. Tan sólo escribirlo me hace sentir asco. Ahora, si puedo ayudar a alguien y simplemente me quedo quieta, si solo me quedo de observadora ante la necesidad, ¿en qué posición me pondría eso?
No tiene sentido.
En cosas más superficiales, para seguir dando ejemplos y exponiéndome a que en el futuro se use este texto en mi contra (pero como ya lo estoy escribiendo, ya qué), tampoco tiene sentido que por dentro siempre desee que mi cumpleaños sea una fecha especial, en la que gente que me quiere me rodee y salgamos a hacer cosas divertidas, pero todos los años me ponga rancia, difícil e insegura, y opto por esconderme, trabajar, e irme a dormir temprano.
No me gusta estar en la posición en la que me cantan el cumpleaños. Uno siempre está ahí parado, sin saber qué hacer y sufriendo por el momento en el que dicen el nombre, un nombre que no tiene tres sílabas y no sirve para la canción del cumpleaños. Unos van a decir “Feliz cumpleaños, Sandraaaaaa” y otros “Sandrita”. Después se van a reír sin que sea gracioso. Lo sé porque ya van casi cuarenta años de esa cantada desafinada, desordenada, que todo el mundo quiere que termine. Mientras, uno está ahí estático con la opción de aplaudir, reír, cantar, bajar la cabeza, mirar el ponqué o, peor aún, actuar feliz mientras es grabado por un montón de personas que no van a hacer nada con esos videos de mala calidad. La escena es desorganizada, tiene pésimo audio, se parece a lo que graba la gente que va a los conciertos sólo a grabar. Lo único que se ve en esos videos son más celulares. Pero, ¿quiénes somos para decirle a los demás cómo disfrutar sus cosas? (Y yo sé que no es el punto, pero sí es el punto). Volviendo al cumpleaños, admito que al mismo tiempo me parece tan tierno que un grupo de personas estén dispuestas a pasar esa tortura porque lo quieren a uno (así uno haya quedado como contrahecho, como tan complejo para la vida social y tan difícil de querer).
Obviamente todo esto lo escribo en la víspera de mi cumpleaños, después de abrir el primer regalo que recibí este año y que abracé con alegría porque fue algo útil y no como esos regalos que me daban mis tías que me odiaban cuando niña (regalos absolutamente inútiles para mi personalidad y mis gustos, aunque los conocieran a la perfección. Regalos que parecían casi, casi planeados para ver qué cara iba a hacer). Ahora que lo pienso, siempre me pasa esto, alguien recuerda la fecha, tiene un detalle lindo y yo me pongo a hablar de cuando me regalaron, a mis OCHO años, una agenda EN SEPTIEMBRE.
Hablando de agendas inútiles, ¿qué hago con esa paradójica nostalgia que me da cuando estoy ante una impresionante iglesia y por dentro sé que sería mucho más linda la experiencia si creyera en algo, así fuera creer sólo un poquito? Me imagino llena de lágrimas mientras me arrodillo a rezar ante la belleza y delicadeza de la Pietà de Miguel Ángel… en lugar de decir que es más chiquita de lo que me imaginaba y que desilusiona un poco que esté detrás de un vidrio que no deja verla bien por una luz que rebota justo al frente. (Recuerden que fui a Italia y sepan que me parece vulgar cuando una persona que escribe quiere contar y repetir a su audiencia en dónde estuvo, pero entiendan que también es para hilar todo el texto, que sea un poco coherente y que en el fondo tiene la intención de que sea bello, aunque cuando lo publiquen me voy a decir todo el tiempo lo idiota que soy al escribir algo así. Igual, aún no entiendo por qué me llamaron a escribir aquí).
Tal vez me llamaron para que contara que me levanto con la idea de querer matarme todos los días, mientras sueño con un futuro. Soy una bomba de tiempo.
Los niveles de contradicción que ejerzo parecen no tener límites. Como la vez que decidí ir a terapia y me sentí todo el tiempo jugando a adelantarme a mi terapeuta: Sabía exactamente qué me iba a preguntar, tenía tiempo para organizar las respuestas para que me dijera lo que yo quería oír. Ser yo es creerse más inteligente, pero actuar como una bruta botando la plata de esa manera, sobre todo porque en el fondo sí que necesito terapia.
Soy una contradicción con patas y eso en el mundo en el que vivimos es riesgoso. Lo que está de moda es la coherencia.
Hay personas en internet dedicadas a esculcar tu historial en redes para encontrar la incoherencia entre un pensamiento y otro, a veces con años de distancia. Es una cosa que tiene mucha popularidad. No hay nada más delicioso para la audiencia que ver que alguien no es 100 % coherente con el discurso que predica, porque eso le quita estatus social, lo hace ver como un hipócrita con su público y con él mismo.
Si vivieran un día en mi cabeza tendrían material para rato. Me pasa a veces que estoy escribiendo un tuit, que me leo y me siento tan ridícula. Entonces lo borro y me pongo a pelear conmigo misma sobre lo que acabo de pensar. Se pone peor cuando lo publico. Y afuera la gente diciendo que quiere tener mi seguridad para decir las cosas.
La contradicción está mal vista porque nos hace ser humanos, porque demuestra la fragilidad sobre la que estamos construidos, porque deja ver nuestras propias grietas en una época donde hay filtros para parecer modelos después de haber llorado por horas.
Si sólo nos permitiéramos transitar entre pensamientos sin llegar a ninguna conclusión, nos diéramos el tiempo de pensar y repensar y modificarnos en tiempo real, si pudiéramos ser varios y no estar encerrados en un molde que creamos en una época que ni siquiera existe ya, quizás viviríamos más livianos, sin ese reloj en el oído anunciando que la hora de explotar se acerca… Tic tac.
Quizás todo este texto sea sólo una excusa para proteger en público mis incoherencias, o quizás solo sea el recordatorio de que debo volver a Italia. Nada tiene sentido
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