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Catalina Vélez

La coherencia es la ruta de Catalina Vélez

Fotografía
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La conciencia permea la familia y la cocina de esta chef que abrió recientemente Domingo. Este proyecto enaltece la gastronomía del suroccidente colombiano.

La carta de Domingo, el restaurante que Catalina inauguró recientemente en Cali, tiene varios sabores que muchos de los comensales no reconocen a pesar de haber nacido ahí mismo, en la tierra de los ollucos, los motilones, las munchillas y las chirimoyas. Catalina pasó más de 18 años recorriendo Colombia, encontrando alimentos y preparaciones que no pasan por un supermercado o una tienda de barrio, conversando con miles de productores artesanales que recitan el paso a paso de sus recetas como si las hubieran aprendido en el vientre materno. Como ella.

Al mismo tiempo, reconoció que estas ciudades y estos regiones no tenían el olor de sus raíces: “Nuestras calles huelen a salchipapa, a perro caliente preparado con papas importadas, prefritas; salchichas que no sabemos qué tienen por dentro, eso sí, llenas de aglutinantes y colorantes. Y a eso huele en Timbiquí, en Lorica y en San Andrés. No huele a identidad”.

Esa desviación de los hábitos alimenticios tan arraigada a nuestro consumo de alimentos procesados, rápidos y artificiales detonó en la chef una necesidad de caminar hacia un proyecto pedagógico que abrazara el patrimonio gastronómico del suroccidente colombiano. Por eso creó Domingo, el restaurante que abrió sus puertas en el barrio San Antonio, de Cali, en octubre del 2023. Catalina, junto a su equipo, está dedicada a mostrarles a sus clientes que es posible disfrutar de la alta cocina haciendo un consumo ético de los productos que nos da la tierra. Reduciendo el desperdicio a cero, comprando directamente a los productores, recuperando aquellos productos que hemos dejado de consumir por la homogeneización de la alimentación. Su historia de vida no ha transcurrido en línea recta, y es precisamente esa conjunción de esquinas y vueltas lo que la ha llevado a pararse firme hoy, desde su refugio en el barrio más tradicional y colorido de Cali.

Catalina Vélez

¿Cómo empezó su amor por la cocina?

Yo digo que cocino desde que estaba en el útero de mi mamá. Ella es una gran cocinera, pero es una cocinera que se formó por deseo. Ella es artista plástica y encontró en la cocina una forma muy poderosa de existir y de entregarse a la vez. Nuestras madres han sido mujeres muy contenidas en muchos aspectos de sus vidas, y a mi mamá la cocina le permitió abrirse y expandirse desde el lugar donde ella quería hacerlo. También debo mencionar a mi abuelo materno, Ismael Eljatib, el tercer esposo de mi abuela, que me enseñó muchísimo. Era libanés y cocinaba él mismo todo lo que se llevaba a la boca.  Ahí empecé a entender la importancia de la relación entre el producto, su transformación y la receta. Él era como un pirata. Siempre traía alimentos que no se veían en el país: crocante de pistacho, baklava, aceitunas… Recuerdo a mis tres años estar sentada en el mesón de la casa de mis abuelos, en Santa Rosa de Cabal, escuchándolo cantar y narrar historias, generándome un imaginario que se convirtió después en mi propósito de vida. 

¿Entonces la cocina es una intuición que tenía desde pequeña?

No. Pues no lo tenía tan claro y di un par de vueltas antes. Pero, por ejemplo, sí recuerdo de niña acompañar a mi mamá a citas médicas o consultorios y recortar recetas de las revistas de la época: Vanidades o Cosmopolitan. Yo me las robaba e iba armando mi propio libro y soñaba cocinar junto a mi mamá porque nuestra mesa siempre estaba llena de productos preparados por ella. Pero, además, estaba mi papá, un médico que disfrutaba mucho comer y siempre me hablaba del balance, del bienestar alrededor de lo que comemos. Entonces ahí se fue tejiendo una red muy particular en la que yo fui tomando algunas cosas de cada lado para entender lo que finalmente quería hacer y eso se traduce justamente en lo que hoy hago. Pero primero estudié Administración de Empresas, luego me fui a Estados Unidos supuestamente a hacer una especialización en mercadeo, pero siempre pensando que no era lo que me gustaba. Y un día un amigo me llevó al Instituto de Arte de Estados Unidos y el último piso estaba dedicado a la cocina. Cuando entré a ese lugar, sentí una voz interna que me dijo “Quédate ahí”, y empecé a estudiar cocina. Luego fui a Francia, estudié en Le Cordon Bleu… me certifico y es mi padre el que me dice que regrese a devolverle algo de lo que había aprendido a mi país y a reconciliarme porque habíamos sido víctimas de la violencia y la guerra. Mis hermanos estuvieron secuestrados y por eso tuvimos que salir del país un tiempo y eso fue un golpe muy fuerte. Le hice caso. Volví.

¿Cómo era su primer restaurante?

Era una casa con un jardín alucinante, se llamaba Luna Lounge, hacíamos cocina contemporánea de inspiración oriental y técnicas francesas. Fue el primer restaurante que hizo petite cuisine en Cali. Era una comida servida en el centro del plato, con platos muy grandes. Todo muy raro para el caleño. Yo tenía 24 años. Y en ese momento ya eran visibles cocineros como Harry, los hermanos Rausch, Leo Espinosa y yo también empecé a tener cierta visibilidad y aún más porque empecé a hacer televisión.

¿Qué le aportó su paso por los programas de televisión?

Me permitió conocer mi país. Yo hice un programa con la Red de Seguridad Alimentaria de la Presidencia de la República, hace más de 15 años. Se llamaba Cocinando Ando,  emitimos 120 capítulos. Lo transmitían en los canales institucionales y públicos, y lo repartíamos gratuitamente en los consejos comunitarios y a líderes sociales de barrios marginales. Generamos unas guías para volver a enseñar a las personas que el uso del ingrediente no se limita a una o dos preparaciones, sino que es tan extenso como el ingrediente mismo. Queríamos que la mesa fuera el lugar donde se conversaba y vimos que en muchos hogares la relación con lo que comían estaba rota porque consumían muchos productos industrializados. Empezamos a explicar el origen de cada alimento, por qué consumir productos locales es más armonioso, qué hacen los conservantes en nuestro cuerpo… Después trabajé en El Gourmet durante nueve años y, finalmente, abrí mi segundo restaurante: Kiva. 

¿Kiva nació, precisamente, de ese recorrido que hizo por todo Colombia?

Sí, al entender mi país encontré una desarticulación entre el proveedor, el transformador, la cocinera, el artesano culinario… Muchos chefs compran en los grandes centros de acopio de alimentos, en supermercados, pero no se enteran de quién es la persona que cosecha. Entonces empiezo a recuperar y a revivir aquellos ingredientes  que para mí eran importantes y para mi sorpresa entiendo que estábamos sentados en un tesoro no descubierto y que nos esforzábamos en vano por traer productos de afuera. ¡Qué locura que hagamos pasta de ajonjolí en Sucre, pero sigamos comprando tajín! ¡Qué increíble que preparemos una pasta de maní caucana deliciosa, pero compremos mantequilla de maní gringa! ¿Por qué olvidamos que tenemos unos amasijos espectaculares y seguimos comprando pan ultraprocesado? Entonces en Kiva lo que hice fue establecer una conversación directa entre el proveedor y el artesano culinario. Lo visitaban muchos extranjeros porque el público caleño seguía sin entender por qué yo elegía ingredientes locales. Le parecía muy raro que yo preparara ollucos o cuy con unas técnicas súper sofisticadas. Pero Kiva me dio la posibilidad de entender  hacia dónde quería caminar. Yo quiero incidir en las comunidades a través de un intercambio de virtud.

Catalina Vélez

¿Por qué es tan difícil que entendamos la relación entre lo que llevamos a la boca y nuestra salud?

Estamos muy desconectados de nuestro propio territorio que se llama cuerpo. Y esa desconexión se genera desde la crianza. Los hijos son el reflejo de los padres. Esto de que los niños solo comen papa, arroz y carne es porque el papá le enseñó a comer eso. Entonces creo que la ruptura está en la educación. En todo este recorrido que hice por Colombia descubrí algo muy doloroso, y es que en los barrios menos favorecidos muchos comen por estatus. Entonces me da más estatus ir a la tienda a comprar pan de paquete y gaseosa que comprar lentejas y arroz. Desconociendo incluso que los procesados son más caros y, por supuesto, más dañinos. 

¿Eso es, precisamente, lo que ha querido transmitir en Domingo de vereda, el antecesor de Domingo, su nuevo restaurante?

Sí, Domingo de vereda empezó como un mercado de productos que venía de tres fuentes. El artesano (personas que no tenían ni etiqueta ni empaque, pero que tenían un producto fantástico y nosotros les ayudábamos a empacarlo). Productos de personas como nosotros, que tienen una marca establecida y productos crudos. Estas marcas  debían tener una incidencia social positiva. Durante la pandemia las ventas en panadería y pastelería aumentaron un 150% y abrimos Amasa, una panadería para recoger y llevar y, finalmente, decidí ponerle un parlante a todo lo que hacíamos y abrí Domingo, en San Antonio.

¿Qué diferencia a Domingo de otros restaurantes?

Somos un proyecto que habla del consumo ético desde la soberanía,  la dignificación de los oficios,  la justicia social, la posibilidad de ser un proyecto pedagógico que enseñe la importancia de recuperar nuestros productos nativos. Creo que es necesario tener un lugar como este para hacer visible el trabajo que haces y la lucha que das. Yo tengo una huerta que nació durante el estallido social, se llama La Niebla, y esa huerta también es mi coherencia, la posibilidad de ejercer soberanía sobre mi cuerpo. Mi propósito es solo poner en mi cuerpo ingredientes cuya procedencia sea clara para mí.  Y de la huerta saco todo lo que usamos en el restaurante. Quiero mostrar la coherencia de mi oficio, decir de manera honesta y clara que sé quiénes son mis proveedores, que están en Putumayo, en el litoral pacífico, que le compro directamente el viche a 17 proveedores y sé dónde están. Solo sueño con ser el restaurante con mayor responsabilidad social de Latinoamérica. 

¿Qué hay en la carta de Domingo? ¿Cómo son esos platos tan diferentes a la oferta de la mayoría de restaurantes en Cali?

Mis platos hablan de la biodiversidad colombiana basados en el patrimonio y están atravesados por un sentir particular de quien cocina, que soy yo. Por ejemplo, hay un plato que se llama Niebla: helado de suero de leche cruda, sopa verde, coles, nabos dulces y remolacha. O Pichindé: teja de pandebono de maíz añejo, chontaduro, cristales de miel de los farallones, lulo fermentado. Y postres como el sorbete: helado de chirimoya, quimbolito de maíz morado y miel cruda. Hay que anotar, además, que en Domingo no hay desperdicios, usamos el 100% del producto, todo lo procesamos hasta que ya nos queda lo último y eso último se va a la huerta.

¿Qué le hace falta a la cocina colombiana para ser tan destacada como otras del continente?

Generar turismo sostenible. La gastronomía atrae un montón de turismo, pero, claro, debe ser un turismo controlado. Tiene que ser una política de Estado, pero bien manejada porque, por ejemplo, el caso de muchos pueblos nuestros, como Filandia o Salento, es desastroso. Empiezan a talar árboles para montar lugares en donde la gente masivamente pueda comer, sin tener un manejo de agua ni de residuos. Este proceso, además, desplaza a la comunidad que habita estos lugares. Es esencial que volvamos a tener políticas públicas para la cocina popular callejera, por ejemplo. Nosotros no podemos traer turistas a que coman pizza y hamburguesa en la calle. Las ciudades tienen que oler a identidad.  

¿A qué debería oler Cali? 

A chontaduro, a miel de caña y a viche. 

Catalina Vélez

¿Cuáles son sus ingredientes favoritos?

Es una decisión muy difícil porque no quiero restarle valor a los otros ingredientes, pero bueno, va. Primero el agua, después, todo lo que sea fresco, es decir, las hojas verdes y, finalmente, las flores comestibles.  

¿Tiene algún hábito para comenzar el día?

¡Un montón! Primero, agradezco. La gratitud se convirtió en mi mantra más oportuno. Agradecer por todo: por respirar, por ver, por mis capacidades, por los pájaros, por la observación. Después, vienen todas las rutinas: yoga, estiramiento, pilates, ejercicio. No tiene que ser ejercicio compulsivo, es simplemente saber que el cuerpo necesita moverse. Y tomar agua tibia con limón para alcalinizar el cuerpo. Además, compartir con mi hijo, con mis mascotas y cuidar las plantas. 

 ¿Dónde encuentra la calma?

Caminando descalza en la tierra, por ejemplo. Siempre busco la naturaleza, el río, el agua. Cuando estoy muy congestionada, busco un espacio verde en donde pueda reconectar con lo esencial y volver a ese latido constante de la tierra. Latir con ella. Recordar que soy una micropartícula en un universo. 

 ¿Cómo enfrenta los momentos difíciles?  ¿Le parece que la vida se complica mucho en la adultez?

No, yo creo que la vida se pone buenísima. Creo que todo tiene un propósito mayor y cada una de las dificultades es un proceso de aprendizaje. Para mí no existen los problemas; existen las dificultades y los aprendizajes.Y la capacidad de reconocerlos también me ayuda a caminar hacia la solución de esos problemas.

¿Qué le han enseñado las pérdidas?

A amar de verdad. Las pérdidas me llevaron a entender que el amor es eterno. Que no está condicionado por la presencia. Cuando amas, amas para siempre. Y amas sin condicionar y sin esperar nada a cambio. Cuando alguien se va de la materialidad,  entiendes que ese amor permanece de la manera más hermosa. Entonces, las pérdidas  me han llevado a este lugar en donde no puedo dejar de agradecer. Cada instante de mi vida vivo en gratitud.

- Este artículo hace parte de la edición 191 de nuestra revista impresa. Encuéntrela completa aquí.

Mónica Diago

Mónica Diago es editora de la revista Bienestar. Ha trabajado principalmente como periodista ambiental, pero desde que se convirtió en mamá ha enfocado su trabajo en visibilizar la importancia de la crianza consciente y respetuosa. Disfruta las caminatas, las montañas, los ríos y los libros ilustrados infantiles.