Decir que esta fase de la maternidad es una montaña rusa, se queda corto. Mientras ella crece, yo envejezco, pero no cambiaría este constante tire y afloje por nada en el mundo.
Hace 13 años tuve a mi hija. Fue el momento más inolvidable, más lúcido, más conmovedor de mi vida. Hace cuatro meses apareció en la puerta de mi casa “otra hija”, la adolescente que resultó con unas habilidades físicas inimaginables. Estas destrezas se pueden resumir en tres aspectos muy destacados. El primero, es la capacidad de su globo ocular para ponerse en una posición tal, que sólo se ve la parte blanca, (el famoso “poner el ojo en blanco”). Segundo, la capacidad que tiene de expulsar aire por nariz y boca, al mismo tiempo (el conocido “resoplar”). Eso sí, debo decir que el momento más mágico es cuando el uno y el dos se hacen de manera sincronizada. El tercero, que viene siendo todo un superpoder, duerme de 10 a 12 horas seguidas, sin ningún problema.
El día que hice consciencia de que mis tenis, mis chaquetas, mis aretes, se trasteaban de mi cuarto al de ella, supe que ya no era la misma bebé que recibí en la Clínica Marly. Ahora soy mamá de una adolescente. Una peladita que en su colegio no quiere ver historia del arte como electiva (muy a pesar de mí), “porque, mamá, a través de la historia de las civilizaciones también voy a entender el arte”. Resulta que ahora, en nuestra vida diaria, para todo hay una respuesta. Hay respuestas bien elaboradas pero sobre todo, siempre son respuestas que lo cogen a uno fuera de base. En secreto me río, porque con Li me toca ser seria y seguir en mi rol de mamá madura, pero la verdad de las cosas es que estos jóvenes de 13 años vienen con un cableado distinto. Su capacidad argumentativa es de niveles insospechados. Elaboran respuestas con hechos y defienden su autonomía a toda costa. Lo que nos puede, a los padres, confundir y mandar a la lona es que ese nivel de argumentación sumado a las hormonas es una bomba molotov… y el inicio de otra batalla.
Por esto, la adolescencia me ha resultado angustiosa, miedosa y triste. No por el dolor que ella pueda sufrir, sino por mi propia incapacidad de mantenerme ecuánime y coherente sin importar la circunstancia. Nada que hacer, a ratos, somos dos adolescentes defendiendo nuestros respectivos territorios de pensamiento.
En cita con nuestra pediatra, la Doctora Uscher, nos han explicado a Li y a mí, varias veces, lo que significa transitar por la adolescencia. Lo resumo en esto: están entendiendo qué es la independencia, quieren tomar decisiones solos, están aprendiendo a poner límites y quieren relacionarse con el mundo, solos. O sea, no es como nos mostraban en La Familia Ingalls. De hecho, es todo lo contrario: este es un reality donde desde lejos escuchas la voz de la adolescente durante horas en la sala, le preguntas “¿con quién hablabas?” y te contesta: “Con nadie, mamá, estaba mandando videos por Snapchat.” ¡Frenón en seco!
Ya hemos oído todo el daño que hacen las redes sociales, la inmediatez, la posibilidad de caer en contenido sensible o peligroso, sin duda hay que estar al frente del tema. Con Li decidimos poner temporizador de redes, dejar por fuera del cuarto el celular y, ante todo, la meta es que entienda a lo que se expone con el uso excesivo de pantallas. Ahora, a mi favor debo decir que todavía hay arrunche, confianza, una amistad íntima y profunda y un deseo permanente de mi parte de garantizar que ante mi ausencia o la ausencia de alguien querido, ella cuente con los elementos para tramitar su cuidado emocional, físico y mental.
Por supuesto que todo el tiempo, aún en los momentos de mayor cariño, queda la sensación de que la existencia que menos le interesa es la mía, y ¿cómo no? Soy una señora de 52 años que desde las 5 am está oyendo radio, que toma batidos de almuerzo y que a las 9:30 pm ya está trasnochada… no resulta tan atractivo como parchar con Lauri, Mari, Mar, Isa, Ele, Anto, Juli, y así un eterno etcétera. Mientras tanto, ella está descubriendo que le pueden gustar dos chicos a la vez, que es una persona con criterio político, que le gusta, a pesar de su mamá, el reggaetón, que quiere aprender a bailar salsa y que el borondó es una de las mejores terapias para el sube y baja de las hormonas. Yo voy tomando la distancia que corresponde, cuidando que los golpes no sean tan duros y que se levante dispuesta a volver a ensayar. Sigo tomando distancia sabiendo que no hay nada que hacer, que el corazón roto se curará y que el amor propio es el más importante. Ahora Li es más alta que yo, no sabe qué quiere estudiar, pero sabe que Colombia es un país con una historia de violencia y que ella, de manera determinada, quiere la paz para todas y todos. Con eso me doy por bien servida, la historia del arte llegará cuando tenga que llegar.
Me miro al espejo y sí, soy la mamá de una adolescente, tengo mi pelo ya con unas maravillosas canas color plata, unas patas de gallo que nadie me quita, y una ciática fruto, seguramente, de todo lo que me he patoneado y bailado. Li me ha sacado alaridos, lágrimas y rabias. He sufrido por no saber cómo ayudarla, he llorado porque ya no es la pequeña Li, he gritado por el desorden desmedido en su cuarto, por su falta de empatía con su entorno y luego recuerdo las palabras de la Dra Uscher… luego entiendo que Li tiene todo lo que le pude dar y que es ahora, cuando ella se pone a prueba enfrentándose al mundo, ese mismo mundo que yo vivo en silencio y con más mesura. Sí, seguramente he sido una mamá que la ha querido sobre estimular, clases de ballet, de programación, de teatro, de escritura creativa, de natación. Y sí, también caí en la trampa de ser mamá helicóptero, encima de ella. Pero también he sido su compinche, su confidente y, por supuesto, he sido un ogro, he tenido que decir que no a ciertas fiestas y planes con los amigos. He tenido que decirle que no le compro el “hoodie oversize” porque el palo no está pa’ mangos, he tenido que aprender a soltar y apretar, soltar y apretar. Como en un baile sincronizado, ayudando pero dejando que recorra su camino ella sola, que ella sola escriba su historia. Mi mayor anhelo es que sea consciente de lo importante que es esto, escribir el relato de una mujer que nació en Colombia en el año 2010. Que sea consciente de que se trata de tener los sentimientos y pensamiento correctos en el momento correcto y que sepa cómo manejarlos de manera efectiva y afectiva. Que tenga perspectiva.
Soy la mamá de una adolescente, verla crecer es también verme envejecer, aceptar mis errores, reconocerme en mis logros. Por eso cada minuto con ella, incluso cuando el ojo se pone en blanco, es una sonrisa, no porque sea un logro mío, por el contrario, porque es un logro de ella. Y yo, con la madurez que me corresponde, le puedo dar el crédito de que está viviendo su vida, plenamente.
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