El clic clac del teclado como una canción de cuna sanadora; buscar la palabra perfecta para describir cada emoción; la calma al desenredar cada pensamiento y plasmarlo en la hoja en blanco, son algunas de las sensaciones que me produce escribir, mi puente para sanar.
Desde que tengo memoria los libros y las historias han hecho parte de mi vida. Antes de aprender a leer, ya tomaba los libros de las estanterías del cuarto de mis papás y me adentraba en sus historias usando mi propia imaginación. Crecí y me volví una lectora asidua, encontrando en los relatos algunas respuestas que buscaba, pero siempre quedando con muchas más preguntas sobre la vida y sus complejidades. Las historias siempre me han salvado, me han permitido sentirme parte de algo y concluir que todos somos humanos en busca de lo mismo: ser escuchados, amados y comprendidos.
Si bien desde pequeña descubrí que me encantaba escribir, no fue sino hasta más adelante cuando empecé a entender lo que me hacía sentir la escritura. Era un espacio de calma en donde el mundo se detenía y solo estábamos mis pensamientos y yo, como si no existiera nada más. Dice el escritor japonés Haruki Murakami que su único pensamiento claro respecto al acto de escribir es justo eso, hacerlo para sentirse bien. Por muchos años lo hice solo para mí, pero desde muy temprano supe que quería escribir un libro. Pasó mucho tiempo en donde no le di espacio a este llamado, hasta que, en el 2020, entendí que mi libro tenía que ser sobre mi propia historia y mi proceso personal.
Así, mientras el mundo estaba detenido y volcado a entender un virus mundial, el Covid-19, empecé a escribir lo que hoy es mi libro, Un Lugar en el Mundo. El libro es un relato íntimo en donde cuento la historia del suicidio de mi mamá y lo que esto significó en mi vida, para concluir que no somos lo que nos pasó, que un hecho trágico no nos define y que podemos cambiar la narrativa de nuestra vida, siendo los protagonistas y no las víctimas. Sin embargo, para llegar a este producto final tuve que pasar por un proceso largo, de mucha paciencia y amor conmigo misma.
Cuando empecé a escribir, me encontraba en lo que algunos conocemos como la noche oscura del alma, una crisis en donde me estaba replanteando todo, conociéndome de nuevo y tratando de encontrar mi lugar en el mundo. La crisis de ese año, que es lo más poderoso y transformador que nos puede pasar, me llevó a iniciar el libro que había tenido entre el pecho por tantos años, como una mariposa que revoloteaba y anhelaba salir y ser libre. Mi deseo nacía puramente del alma y el corazón, como si yo ya hubiera llegado con esto al mundo, sin ninguna pretensión distinta a contar mi historia.
En el comienzo no tenía claro qué mensajes exactos quería transmitir en mi libro, pero sí tenía una certeza: necesitaba escribir para vivir aquello que me producía sentarme a hacerlo. En general, cuando escribía sobre lo que me pasaba y lo plasmaba en el papel sentía como si estuviera organizando los cajones de mi cerebro, les daba orden a mis pensamientos y eso me daba perspectiva para entenderme a mí misma y saber cómo seguir. Con la escritura de mi historia ocurrió lo mismo, con una diferencia: esta vez iba a escribir para los demás, y sobre temas que siguen siendo tabú para muchos: el suicidio, la salud mental y el duelo.
Las historias siempre me han salvado, me han permitido sentirme parte de algo y concluir que todos somos humanos en busca de lo mismo: ser escuchados, amados y comprendidos.
Adentrarme en los momentos más tristes y oscuros de mi vida y ponerlos en el papel, fue transformador, como si estuviera vomitando después de un dolor de estómago con el que llevaba toda mi vida; como si estuviera limpiando los rincones más sucios de toda mi casa y ordenándolos. Escribir cada pedazo, cada anécdota, cada escena e historia dentro de la historia fue como pelar una cebolla, como tejer una colcha de colores que con cada trozo de lana iba transformando mi dolor, integrándose a mi vida. Era como si del teclado que yo presionaba a la hoja en blanco ocurriera algo mágico en donde cada palabra que iba apareciendo transmutaba poco a poco mi dolor.
Algunos lectores me han preguntado si lloré mucho escribiendo y si fue muy difícil vivir este proceso. Claro; lloré a cántaros y fue profundamente doloroso. Pero cada letra y cada lágrima fue purificadora en mi proceso de escritura. Al final, el trauma y el dolor no lo superamos (una palabra que parece ser bastante popular): lo miramos a los ojos, lo sentimos y lo integramos a nuestra vida. No se trata de olvidarlo y guardarlo en un cajón como si nunca hubiera existido, se trata de observarlo y transitarlo. Esto fue lo que me permitió hacer la escritura: plasmar, ver, reconocer y entender mi dolor.
Llorar y sentir dolor no es nocivo, como comúnmente se piensa. Es una manifestación de que estamos vivos. Me inquieta y me preocupa ver cómo seguimos siendo una sociedad en donde llorar y expresar lo que sentimos se relaciona con debilidad. La vulnerabilidad, no es más que la valentía que demostramos al exponernos a compartir eso que nos hace humanos. Atravesar un dolor es atreverse a algo: te abriste, compartiste, arriesgaste, AMASTE. ¿No es entonces valentía? Como dice Brené Brown: “Sentir significa ser vulnerable. No podemos experimentar amor, sentido de pertenencia y felicidad si cerramos nuestro corazón, y esto significa que no podemos experimentarlas sin vulnerabilidad”. No ser vulnerable, sería entonces no sentir. Y para mí, no sentir, es como no vivir. Si no puedo sentir, entonces para qué vivir. Vinimos justo a experimentar ser humanos en esta realidad.
Escribir de lo que me dolió por años, me salvó. Cuando escribí este libro no sólo disfruté lo terapéutico que resulta el proceso, también sentí que la historia se desprendió de mí y que, aunque esta historia hace parte de quien yo soy, no me define.
Escribir de lo que me dolió por años, me salvó. Cuando escribí este libro no sólo disfruté lo terapéutico que resulta el proceso, también sentí que la historia se desprendió de mí y que, aunque esta historia hace parte de quien yo soy, no me define. Decidí regalarla al mundo porque al final esta historia no es sólo sobre mí, es sobre todos, así como casi todas las historias al final están hablando de ti y de mí; de las que cosas que no nos decimos por miedo, de las cosas que pasan y no nos contamos porque nos da pánico, porque no queremos ser juzgados o sencillamente porque no nos enseñaron a expresar lo que nos duele; el libro es también sobre los temas que tenemos que revisar y empezar a cambiar como sociedad.
Mi invitación siempre será a expresarnos y conectar con el dolor como algo indispensable en la experiencia humana. En mi caso es la escritura, pero el arte en general tiene ese poder de canalizar y transformar lo que sentimos, tanto si lo estamos creando como consumiendo. Expresar lo que nos duele - como queramos, como más nos sirva - será siempre el boleto de entrada al otro lado del río, donde está la luz y la vida sigue, más allá del dolor.
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