Mi papá está vivo, pero de pronto eso no es tan importante. Acá cuento lo que es vivir con la ausencia e imaginar el mundo de quien nunca hizo parte de mi vida, pero que no deja de atravesarme como un rayo.
El patio de mi colegio tenía unas rejas enormes, plateadas, triangulares, por las que la gente del barrio pasaba a saludar y algunos señores vendían dulces más baratos. Un día, apoyando hojas de block en esos agujeros sostenidos en el aire, la profesora nos pidió dibujar una casa, cuyo techo estuviera calcado por uno de esos triángulos. Luego, dentro de esa casa teníamos que dibujar a nuestra familia. No recuerdo qué grado era ese, pero sí recuerdo que llegué a casa a preguntarle a mi mamá por qué yo no tenía papá y el resto de mi salón de clases sí.
Así fue como empezó un ritual entre ella y yo: antes de dormir, mi mamá prendía una lámpara junto a la cama, sacaba una hoja y un lápiz rojo, y me contaba la misma historia. Dibujaba a un hombre y a una mujer juntos, luego a una mujer embarazada, y luego al hombre lejos. No había mucho contenido en ese entonces, ni en internet ni en revistas, para explicarle a una mamá cómo decirle a su hija que su papá no está, entonces ella no decía mucho, y tal vez, aunque no recuerdo con exactitud, eso era suficiente. “La gente se va”, me dije después de varios días. Mi mamá me contaba la que sería mi historia favorita durante muchos años. Yo era una protagonista discreta, apenas oculta bajo su barriga, y esta historia me hacía más fáciles las respuestas cuando me preguntaban por él. No podía decir que había muerto, porque eso era falso. Así que me remitía a la historia y decía: “Mi papá se fue” o “mi papá no existe, está vivo pero no existe”. Por mucho tiempo pasó eso: Ella le explicaba a su hija de no sé cuántos años algo que le iba a permitir pararse y sostenerse cuando hubiera dudas, y su hija la dejaba contarle, y contarse a sí misma, una historia que ambas debían entender.
Luego de unos años suspendí del todo la curiosidad. Mi papá andaba por ahí en algún municipio cercano y nunca fantaseé con encontrármelo. Lo vi tres veces por temas legales y la tercera quedé sorprendida al ver mis gestos en su cara. No fue un encuentro feliz ni triste, como tal vez todo lo que ha significado para mí la idea de su ser flotando en el espacio. Y ese día nos despedimos como gente grande.
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Mientras me convertía en una adulta, pasaron cosas: Me hablaron de ciertos “traumas”, comportamientos erráticos que surgen a partir de esa ausencia, incluso deseos sexuales conectados con eso, intolerancia a la autoridad, tristeza y sensación de vacío, tantas y tantas cosas, tantos y tantos libros, documentales, películas, que nos cuentan lo terrible y hasta peligroso que es crecer sin un papá. Peor: Crecer sin un papá que sigue vivo y que te puedes encontrar en cualquier parte, cualquier día… para luego mirarse mutuamente y seguir caminando.
Crecer sin él significó, más o menos desde los 9 hasta los 13 años, inventármelo: Elegir que su comida favorita era el pescado o que, de hecho, lo odiaba. Elegir que era un doctor o mejor un astronauta, porque yo no conocía a ningún astronauta. Imaginar cómo hubiera reaccionado cuando me quebré el brazo deslizándome por la loma más alta del barrio en unos patines que no eran míos.
Tener amigos imaginarios, como los tuvieron mis amigas y como vi muchas veces en televisión, era menos interesante que un papá que sabía que estaba por ahí, un papá imaginario que en realidad sí ocupaba un espacio físico en el mundo.
“Mi hermano nos enseñó a Yoshi y a mí a hacer dos bombitas con los cordones. Al día siguiente, en el salón de clases, les conté a mis compañeros que mi padre me había enseñado a amarrarme los zapatos”. Eso lo escribió Yulieth Mora en Movimientos involuntarios, un libro que leí aterrada, como si yo lo hubiese escrito. También dice en el inicio que desde que aprendió a hablar le dijo “papá” a todos los hombres en la calle. Eso me hizo sentido: Tal vez mi papá sí era todos los hombres.
El asunto es que no hice lo que hizo mi madre: Armar una historia. No. Yo sólo armé un personaje y por eso no había continuación de nada, no había regreso a casa ni había escena telenovelesca en la que nos contábamos cómo había sido nuestra vida los últimos meses y aprendíamos entonces, yo a ser su hija y él a ser mi padre. No. Siempre tuvo lugar para mí esa ausencia que era solo un hueco y que no significaba nada más que eso, algo que no se puede extrañar porque no existe.
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Pero sí han cambiado cosas en el acercarme, incluso investigar, sobre los vínculos afectivos, sobre cómo llevar ciertas relaciones, y está claro que esos lazos me hacen estar parada de una forma diferente ante el mundo. Y está bien. Por ejemplo, apenas desde hace un par de años me he permitido sentir envidia. Envidia de mis amigas y amigos que tienen un papá que les enseñó cosas, que las llevó a algún lado. Envidia por saber que eso nunca me pasó ni me va a pasar, y que por más grandioso que haya sido crecer con mi mamá (hablando de cosas que siguieron siendo bellísimos secretos infantiles, en los que seríamos mejores amigas para siempre) aún con eso, me permito y me celebro sentir envidia. Algo parecido a lo que dijo Lispector en La pasión según G.K: “He perdido algo que era esencial para mí y que ya no lo es. No me es necesario, como si hubiese perdido una tercera pierna que hasta entonces me impedía caminar. Sé que únicamente con dos piernas es como puedo caminar, pero la ausencia inútil de la tercera me hace falta y me asusta”. Mi papá es una tercera pierna.
Sentir esa envidia ha traído otras cosas, entre ellas, abrazar la contradicción inmensa entre sentirme fuerte y llena con el amor que me rodea, y ese “qué hubiera pasado sí”. Y en ese camino, ha surgido una pregunta escabrosa: ¿Si muere mi papá, alguien vendrá a contarme? Luego más preguntas: ¿Quién?, ¿cómo van a encontrarme?, ¿sabrán que soy su hija?, ¿cómo será la muerte de mi papá?, ¿dónde estaré yo para entonces?, ¿leerá él esto?, ¿cómo se verá la cara de mi papá muerto, si apenas puedo recordar su cara vivo?
Me digo entonces que para la paz y creatividad de mi espíritu, mi papá seguirá siendo imaginario. Y ahí se cierra el círculo, creo, que se abrió cuando mi mamá quiso hacer de esto un experimento narrativo. Y tal vez yo tenga algo más grande que los otros, por los que siento envidia, porque la ausencia permanece en su ser. Entonces tengo un papá para siempre.
*Sara Zuluaga nació en el Quindío y vive en Bogotá. Trabaja como editora para América en Agencia EFE, pero también quisiera ser nadadora, chef y ceramista.
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