El final de una relación terminó siendo el principio de mi auto-maternaje. Siquiera, de lo contrario hubiera seguido teniendo sexo a medias.
“Cómo será el mierdero de desorden que tengo dentro de mí, que me reflejé en usted”. Recuerdo vívidamente esa frase, porque creo que en el instante en que la lancé sentí el latigazo adentro, ese que avisa que has dicho algo que no deberías haber dicho.
La relación de los dos ya había terminado, pero seguíamos viéndonos por temas de trabajo. Probablemente le pegué esa agresiva embestida porque yo aún no superaba que él me hubiera dicho un día que no se veía a futuro conmigo. Apenas y llevaba un par de años de empezar a trabajar en elevar mi nivel de consciencia, y ya me creía tan evolucionada como para hacer de juez en interpretaciones como la de la ley del espejo de aquella frase.
Pero volvamos al inicio. Desde el inicio fui tras él. Lo vi en Facebook, me gustó, usé la excusa de los amigos en común y dije que veía que podíamos hacer algo juntos en relación con nuestros trabajos. Mi habilidad tocando puertas en frío y comunicando persuasivamente un pitch me llevó a que nos tomáramos un café. Hubo química e inició un romance que —desde mi mujer de las cavernas en modo “conseguir”— jalé mucho, incluso a costa de mí misma.
A pesar de que él me había dicho que “no quiero que seamos como una muleta el uno del otro” (¡nuestra cojera emocional de esa época era obvia!), al estar en modo cazadora y buscar que luego se quedara conmigo, forcé que continuáramos. Obvié interrogantes para conocer más de su historia, y dejé de hacer preguntas que me hubieran llevado a cuidar mejor de mí misma.
Si bien no fuimos exactamente novios, por supuesto teníamos sexo que disfrutábamos mucho. Pero yo, en esos más de seis meses que salimos… nunca me vine.
En estos días me puse a rememorar amantes y a escarbar en el pasado. Me topé con mi comportamiento cuando tenía 25 años. Recordé polvos ocasionales con los que no solo sentía gran vacío, sino que nunca me vine. Decidí entonces que no volvería a tener “sexo por sexo”. No fue sino hasta cuando me enamoré verdaderamente por primera vez que tuvo lugar mi inaugural petit morte, esa explosión de amor que parece que nos mata, pero realmente nos nace.
Pasaron diez años desde el amante de Facebook. Luego tuve un momento de impactante entendimiento. Escuché en una charla algo que estaba pasando con las mujeres jóvenes: que vienen construyendo una gran seguridad en sí mismas en la sociedad pública, pero muchas están siendo unas incompetentes en su propia sexualidad. Esto era ilustrado a través de algunas entrevistas sobre encuentros sexuales casuales, irresponsables y no disfrutables, y casi con un dejo de arrogancia ellas decían: “Nadie me dijo que ser inteligente, o tener una imagen fuerte, aplicaba para el sexo”.
En mis términos equivaldría a: “Nadie me dijo que decir lo que pienso, pedir lo que necesito y comunicarme de manera asertiva, aplicaba para las relaciones personales y sexuales”.
Fue ahí cuando me di cuenta que especialmente en la historia del amante de Facebook… ¡yo misma había sido una incompetente sexual!
Por supuesto que hubiera ayudado si en esos más de seis meses aquel antiguo amante hubiera tenido la consideración de preguntarme: “Oye, ¿tú no te vienes?”. Que no lo hiciera, tal vez ya hablaba del tipo… Y si bien él nunca preguntó, era yo misma quien debía responsabilizarme.
Mi incompetencia sexual no tenía que ver con que no tuviera orgasmos. Tenía que ver con que no definí claramente la intención de la relación. No pregunté, no puse la conversación sobre la mesa, no pedí lo que necesitaba, no busqué entender, entenderlo, entendernos. No me expresé y eso hablaba de mi verdadera incompetencia, no solo sexual, sino una previa y más importante: mi incapacidad de cuidar de las emociones y necesidades de mi niña interior.
Di sexo transándome por las migajas de la compañía de algunos fines de semana y de algunas noches en mi apartamento de soltera. Eso era amor interesado. Que no expresara mis más íntimos deseos del alma hablaba de la falta de incondicionalidad conmigo misma. Por eso bien me lo dijo una amiga una vez: “Wow, tú no sabes amar”.
¿Cómo se supone que yo aspiraba ser una buena pareja, amante, novia o esposa, si ni siquiera había podido ser una buena compañera para mí misma, o una buena madre para mi propia niña interior? Si no me había hecho cargo de mí misma, ¿cómo era que esperaba atraer a alguien que fuera considerado con mis necesidades?
Si no era capaz de preguntar qué pasó con su última novia, o decirle que yo realmente quería una relación de compromiso, reciprocidad y exclusividad, ¿cómo iba a ser capaz de decirle “por qué será que no me vengo contigo, ¿lo hablamos?”?
Probablemente al reconocer que aquel fue uno de mis amores más “interesados”, entendí que con un amor así, no puede haber auténtico deseo, ni genuina intimidad. Al usar mi cuerpo al servicio de mi mente “para que se quedara”, ni él ni ningún hombre habría de encontrar la sensación de hogar que ellos también anhelan.
Comprender que las relaciones son los mejores hospitales para las heridas de nuestra niña interior (y el niño interior de ellos), me llevó a cuidarme mejor. Prioricé entonces a mi niña interior para conocerla de verdad y comprender qué necesitaba, qué quería y cómo lo quería en una relación. Fue entonces que afiné mi interior y manifesté al amor de mi vida.
Tras varias rupturas de relaciones en las que “no sabía amar” (ni a mí, ni a ellos), he aprendido a ser una madre ferozmente amorosa y leal cuidando de mí misma, concluyendo algo que hoy digo: “El propósito de una relación es regresar a sí misma, incluso si eso implica terminarla”.
He constatado que cuando me doy por completo, empelotando ante todo el alma, buscando atenderla y protegerla, así me doy mejor. Descubrí que en presencia de mi vulnerabilidad mi hombre se siente a salvo emocionalmente y desnuda también su alma. Con nuestra necesidad atendida, con verdadera intimidad en todo ámbito, el deseo mutuo es genuino e interminable, llevándonos a una instancia más allá de ser meramente competentes en el sexo.
Nos ha llevado a la maestría de una sexualidad que es pura espiritualidad: conexión, amor, dicha, inefabilidad. Esa deliciosa posibilidad se hace expansiva solo en la medida en que en pareja los dos nos hacemos cada vez más capaces emocionalmente, es decir haciendo ejercicio del más amoroso y leal auto-maternaje.
*Diana Muñoz es mentora de mujeres para reconciliar sus esencias femenina y masculina. Es autora del libro “Tú no sabes amar”. Con Carlos, su adorado compañero, sueña vivir frente al mar.
Conócela en www.dianamunoz.com
Dejar un comentario