Lucho Rodríguez fue publicista toda su vida. A los 70 años comenzó a pintar animales y plantas para pasar el tiempo muerto. A los 95 años, con más de una veintena de libros infantiles publicados, sigue haciéndolo.
Lucho Rodríguez, que ve su cumpleaños 96 acercarse por la acera opuesta, está pintando bodegones en el pequeño estudio de su casa impulsado por la misma búsqueda con la que hizo identidades corporativas como publicista durante los primeros setenta años de su vida. Cada línea que traza, lenta, pesada, segura, tiene como única intención darle cuerpo a una figura simple. “En la gráfica la simpleza es todo”, dice, y repite la palabra con la misma frecuencia con la que algunos poetas hablan del silencio. Cuando sale a colación la comparación, él sonríe y dice que sí, que eso es, buscar lo simple es como buscar el silencio, un encuentro al que confía llegar pronto, entre otras razones, porque ahora casi no escucha por el oído derecho. Su esposa, Gloria, que está sentada junto a él, precisamente a su derecha, suelta una carcajada corta y entonces él la secunda.
Desde hace tres años, Lucho y Gloria viven con su hijo mayor en un cuarto que construyeron en la casa de este, a las afueras de Cajicá, a una hora de Bogotá. Ambos aceptan, sin remordimiento o añoranza, que a partir de los noventa años se han ido quedando solos y por eso decidieron reducir su vida a esa habitación en la que hay un par de camas, una biblioteca baja con libros de diseño e ilustración, un sofá, una mesa de dibujo abarrotada con frascos de pinturas, y un arrume de lienzos trabajados y de lienzos en blanco sobre una pared junto a la puerta.
Ella se mantiene a su lado derecho para soplarle las preguntas que él no escucha o las respuestas que no atina a dar, sobre todo las fechas: el año en el que se casaron cuando eran unos jovencitos, el año en el que comenzó a trabajar en McCann Erickson, el año en el que se fueron a un curso de tres meses en Estados Unidos, en el que visitaron las sedes europeas de una agencia de publicidad, en el que se fueron a vivir a Venezuela y también en el que regresaron, media vida después. La memoria de ella es envidiable y la lucidez de él es portentosa. El problema es el cuerpo, que les cobra arriendo, y para un pintor eso significa jornadas más cortas y extenuantes.
—Yo hubiera querido pintar más, pero ya no hay tiempo, el cuerpo no responde. Se me está partiendo la imagen en dos por un derrame de sangre en el ojo derecho, tendría que mandarme a operar, pero someterme a una cirugía a esta edad es una necedad.
—Y la mano también le duele —dice Gloria.
—Una lástima, porque yo quiero seguir haciendo vainas. Ayer estuve trabajando y hoy tengo un dolor terrible en todos los músculos, desde el hombro hasta los dedos: no podría agarrar un pincel en este momento..
Su mano derecha tiembla un poco cuando habla del dolor. Él la agarra con la izquierda y hace el gesto de tomar un pincel hecho de aire para demostrar su punto. Es un hombre alto, tal vez cercano al metro setenta, de contextura firme, de esos que en otro tiempo comparaban con robles; usa gafas negras y se mueve con o sin bastón con sumo cuidado, como si dibujara líneas sobre el piso de la habitación. Al verlo desde lejos es fácil pensar que aún tiene la fuerza en los brazos para mandar un brochazo grueso sobre un lienzo limpio, pero entonces él señala que para tener ese lienzo limpio hay que cubrirlo primero con tres o cuatro capas de blanco, y que eso es precisamente lo que no puede. “Ahora he hecho, en los últimos dos años, ocho o diez cuadros de tamaño grande y me apasiona, pero ya no tengo el guáramo para manejar el lienzo, ni echar fondo, ni nada”, señala con una sonrisa, haciéndome notar que la mayoría de su trabajo se concentra en piezas de medio metro. “Ya lo que soy es un viejito ridículo”.
Lucho Rodríguez comenzó a pintar tarde, al inicio de siglo, cuando se quedó sin los trabajos freelance que lo mantuvieron durante treinta y seis años en Venezuela hasta el ascenso y declive del Chavismo. Para matar el tiempo libre comenzó a dibujar y a pintar animalitos, como les dice. Vivía en Caracas pero tenía una casa en la orilla de una de las playas de Río Chico, a dos horas de la capital, a donde iba a pasar los fines de semana para navegar mar adentro en una lanchita desde la cual podía ver la vida salvaje que aún poblaba la zona: las garzas agarrando vuelo, los micos en los árboles, las iguanas en las ramas, los caimanes a las orillas del canal, los peces bajo la superficie del agua. Cuando comenzó a pintar, lo primero en lo que pensó fue en esos cuerpos que con tanta atención había mirado durante esos años.
—Los animales tienen una belleza en la hechura de su cuerpo, en su color, en sus plumas, en sus escamas, en la viveza de sus ojos. Cuando yo dibujo animales voy descubriendo la geometría de sus formas. Están hechos con triángulos y círculos. Así voy buscando y descubriendo. Yo quiero encontrar el animal para salirme de él.
En su catálogo hay animales que se repiten, pero siempre con alguna variación que los hace ver más simples. Lucho saca sus libros y me los enseña página por página, mientras cuenta el proceso de cada uno. Se detiene en la ilustración de un mono araña de un libro sobre los animales en peligro de extinción de Colombia y, algunos minutos después, hace lo mismo en otro mono araña de un libro posterior sobre la misma temática: el cambio es sutil, apenas unas líneas que parecen moverse más suave por el cuerpo del animal y que marcan una estructura más sencilla, sin tanta vuelta, sin tanto ornamento, a pesar de que alrededor del segundo mono hay un paisaje adornando la escena.
—Esa simpleza de la que habla es como la del pez.
—Mira, a mí me encantan las aves, pero los peces…, casi la mayoría son grises y nadan igual y tienen la misma forma hidráulica, pero son animales que tienen variaciones pequeñas y te permiten ser creativo con el color, por ejemplo, un golpe de luz a través de una ola es definitivo —dice—. Así que sí. La forma del pez es bella.
La forma de un pez es reconocible con o sin color, como figura plana, basta pensar en los distintos logotipos hechos con peces, empezando por el de la tradición cristiana. Con las ilustraciones de Lucho Rodríguez sucede lo mismo: podemos rellenarlas con un color plano y seguiríamos identificando al animal y al autor. Eso es a lo que se refiere cuando dice que la gráfica lo es todo: una búsqueda por la comunicación transparente, sin desfiguraciones innecesarias, sin adornos superfluos. “Una simplicidad, una pureza, un cuidado”, agrega y hace una pausa.
En el 48, cuando Lucho Rodríguez inició su carrera, en Colombia había algunas agencias de publicidad grandes, como Propaganda Época, Atlas Publicidad o Guillermo Toro y Co., pero que carecían de la tecnología que traía McCann Erickson desde Estados Unidos, en donde había apuestas estéticas que empezaban a mandar la parada en el campo. Él comenzó como asistente del departamento de arte, bajo la tutela de un inglés y un gringo que tenían la responsabilidad de manejar las cuentas de Tropical Oil Company y de Coca Cola, recién llegadas al país. Lavó pinceles y cortó cartones, hasta que el inglés, James Martin, lo puso a practicar con el tiralíneas y hacer planas para desarrollar su destreza como dibujante. Ese fue el punto de inflexión.
De ahí pasó a un par de empresas más, con una de ellas viajó a Europa, y luego volvió y aceptó un trabajo en Venezuela cuando su nombre era reconocido en el medio. Un mes después se aburrió y se independizó en Caracas y se tapó de trabajo hasta que llegó el nuevo siglo y las circunstancias y otro nuevo aburrimiento lo llevaron a pintar. Entonces volvió a Colombia junto a Gloria y uno de sus hijos.
—Arruinados, fregados, mirando a ver qué podíamos hacer, empecé a trabajar en los animalitos, a pulir las figuras y el color, cosa para la que nunca había tenido tiempo.
—Cuando nos devolvimos de Venezuela, fuimos a ver cuánto habíamos ahorrado y debíamos hasta los calzoncillos —dice Gloria y ríe sola.
—Ha sido una vida muy pura —agrega él—. Y, bueno, hay que irse ahora. Uno vive y vive haciendo cosas, sin pensar en llegar hasta el final.
—La otra forma del silencio, dirían algunos.
—Fíjate que siempre he trabajado así: en completo silencio. Ahora que no escucho, pues mucho más. Ya ni escucho cuando me llaman a almorzar. Y así, en silencio, he hecho veintiún libritos.
Hace una nueva pausa, como un buen publicista, como un buen artista. Lucho Rodríguez sabe cuándo hay que callar para que las palabras se queden caminando alrededor unos segundos antes de que el viento las empuje hasta otro sitio. Lucho habla del dibujo, de la pintura, de la vejez, del dolor, de la muerte de la misma forma en la que un animal mira a los ojos.
—Tengo planes para sacar otros libros –continúa después de la pausa–. Ojalá lo haga antes de morir, porque un fantasma dibujando debe ser una vaina muy rara.
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