El 44% de los hispanos en Estados Unidos señalan que el idioma es un determinante al decidir no recibir asistencia médica. Para ayudar a garantizar el acceso a la salud, los intérpretes médicos prestan su voz.
En un hospital de Los Ángeles una mujer hispana se prepara para dar a luz a su primer bebé. En ese mismo instante, en Bogotá, a más de 5500 kilómetros de distancia, un intérprete médico está listo para recibir la llamada telefónica para acompañar este nuevo caso. Su trabajo consiste en traducir del español al inglés y del inglés al español en situaciones médicas como una consulta de rutina para monitorear la diabetes, una sesión de psiquiatría o una situación crítica en la sala de emergencias.
Ninguno sabe del otro. Yo, que trabajo como intérprete médico hace seis meses, no conozco ningún detalle de las llamadas y personas que atenderé durante el día. Todas las llamadas se asignan al azar. No hay nombres ni contextos previos. La mujer latina que está a punto de dar a luz tampoco sabe mi nombre. Solo nos encontraremos en el instante de la llamada y en nuestra lengua común: el español.
La llamada entra como una incógnita. En el identificador veo únicamente el nombre del hospital. En mis audífonos empiezan a dibujarse los primeros detalles del lugar y la situación; el barullo inmediato de una situación médica que se irá revelando a mis oídos en los próximos instantes. Me presento como intérprete médico a la gineco-obstetra que atiende el caso, en inglés, y a la madre latina, en español. Todo esto transcurre en unos cuantos segundos, pues en estas llamadas el tiempo suele jugar en contra de la labor de traducir de un idioma a otro.
Hasta este momento sigo sin conocer detalles fácticos. Solo oigo sonidos: el beep de algún monitor, el eco de la sala, la indumentaria médica, las voces de las que, imagino, son enfermeras. Algunos indicios en la voz de la mujer latina me dicen que hay cierto temor en el ambiente y que, probablemente, se trate de una mujer joven.
“Ma’am, in the next 15 minutes you will give birth to your baby”, dice la doctora en inglés; decidida, sin ambigüedades. Es mi turno. En menos de dos segundos debo transformar esas 13 palabras en inglés en 15 palabras en español y emular el mismo tono decidido que utiliza la doctora: “Señora, en los próximos 15 minutos usted va a dar a luz a su bebé”.
La mujer no dice nada y, a pesar de que no la veo (y probablemente nunca la veré), sé que ha entendido que los próximos minutos serán decisivos y, con seguridad, inolvidables. Será madre por primera vez y para siempre.
Es difícil no contagiarse de la urgencia del momento, pero como intérprete médico hay que priorizar la atención absoluta de cada instante. El ruido de la sala, la calidad de la llamada telefónica, los acentos –tanto en inglés como en español– y el complejo y muy específico vocabulario médico son factores que siempre pueden inmiscuirse en el objetivo sencillo de un intérprete: ser un puente de comunicación entre dos personas.
La doctora alza la voz y motiva a la mujer a pujar con su vientre y no con su rostro. Yo repito las instrucciones en español y la doctora interrumpe para decir que ya puede ver la cabeza de su bebé. Cuando las condiciones de sonido son adversas, lo que más suele ayudar es cerrar los ojos: enfocarme en el espacio -que nunca veré- e imaginarlo para que las palabras que se dicen tengan más peso. Escribo las notas a mano (por cuestiones de privacidad y protección de datos médicos, está prohibido dejar rastros digitales de las llamadas) y las palabras que hace un instante eran difusas se vuelven concretas:
“In the next contraction, your baby will be born”.
“En la próxima contracción nacerá su bebé”.
Y así, luego de unos 15 minutos mal contados después de aquella primera sentencia de la doctora, a las 9:22 de la mañana del 29 de agosto de 2023, nace la primera hija de una mujer cuyo nombre nunca supe.
Presto mis palabras a la doctora y a la madre primeriza y, cuando la doctora autoriza, me desconecto de la llamada. El ruido de la sala de partos de un hospital de Los Ángeles desaparece y luego regresa el silencio a mis audífonos. En ese mismo silencio le deseo lo mejor a la mujer que acaba de dar a luz y no puedo evitar sentir algo de alegría por ella. Quise haberla felicitado, pero un intérprete médico es solo un conducto de comunicación entre dos partes y no le es permitido involucrarse. Como un mayordomo antiguo, debe desaparecer y esperar a la siguiente llamada.
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En un día de interpretación médica fácilmente se pueden asistir entre 20 y 40 llamadas. Dependiendo de la duración, una llamada puede ser tan corta como los dos minutos que le toma a un médico preguntarle a un paciente si pasó una buena noche en el hospital o tan larga como una sesión de consulta psiquiátrica para una familia. Los lugares desde los cuales se originan las llamadas son variados; ciudades pequeñas que no sabía que existían como Elgin, Illinois, algún centro comunitario para refugiados en Minesota o una penitenciaria de mediana seguridad en Philadelphia que cuentan con equipos de enfermería pequeños. Está también el despliegue monstruoso de las aseguradoras médicas con sus hospitales privados y las facturas que en más de una ocasión generan deudas desorbitantes para personas indocumentadas que apenas sobreviven con su salario de clase trabajadora. Yo, en mi escritorio, tengo papel y lápiz listo, una botella de agua para tomar en las pausas, los diccionarios médicos en línea de español e inglés, y la página de internet Drugs.com para estar al tanto de uno de los pilares del sistema de salud de los Estados Unidos: los fármacos. Sin embargo, como en cualquier otro trabajo, pero quizás particularmente aún más en este trabajo, el azar puede traer algo para lo que uno no esté preparado.
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Dos días después de asistir a la mujer que dio a luz en Los Ángeles, recibo una llamada de un hospital de Nueva York. Es la costa opuesta y, muy rápidamente, noto que este caso también está en una orilla muy diferente de la alegría de traer un hijo al mundo.
La voz del paciente –un hombre de más o menos 45 años— denota cansancio, mucho cansancio. El médico empieza por hacerle preguntas de rutina sobre las vacunas que recibió en su país de origen, pero el hombre le insiste en que no trae un registro consigo. Solo tiene a su esposa, sus dos hijas y una urticaria en la espalda que no lo ha dejado dormir desde que llegó a Estados Unidos, hace dos semanas.
El médico le pregunta cuándo empezó la comezón y, como si se tratara de un síntoma que se extiende en el mapa y el tiempo, el hombre de voz cansada hace un recuento pausado y doloroso de su viaje por el tapón del Darién, los moteles de carretera de México y las aguas engañosas del Río Bravo hasta llegar a Estados Unidos. Sus palabras describen situaciones de horror en español que debo interpretar con fidelidad en inglés. Por un momento entiendo que, por más que me esfuerce en ser fiel a su relato y sus palabras, no podré describir del todo, nunca, el dolor que estaba en el tono de voz de aquel hombre.
No sé si el médico pudo escuchar el tono. Sentir ese dolor latente. Con seguridad pudo entender los puntos claves del relato –un resumen de geografías y sucesos–, la tragedia que una historia de migración trae consigo, pero hay algo en el tono y la prosodia, en la profundidad de la voz de ese hombre, que solo es posible entender cuando hablas una misma lengua.
En su voz triste y adolorida se podía intuir un horror más profundo. Ese abismo era imposible de interpretar.
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Según el Centro de Investigaciones Pew, con sede en Washington D.C., el 44% de los hispanos de Estados Unidos señalaron que la barrera del idioma y las diferencias culturales hacen parte de los factores determinantes a la hora de decidir no recibir asistencia médica. Muchos hispanos prefieren padecer alguna dolencia o automedicarse antes que consultar a un médico o recibir asistencia en un hospital. Cerca del 46% de los hispanos requiere un proveedor de la salud que hable español o un intérprete médico durante sus consultas y procedimientos de rutina. Además, los hispanos son el grupo social y étnico que reporta mayor carencia de seguro médico. En conclusión, la población hispana de Estados Unidos afronta mayores riesgos de complicaciones de salud o dificultad para acceder a la cobertura por una sencilla razón: el idioma los aleja de un derecho universal básico.
Las estadísticas, por definición frías y precisas, sin embargo, no logran pintar el panorama exacto de lo que significa no poder describir un dolor, una carencia, un malestar en un hospital donde tu médico no habla tu propio idioma. Además de enfrentar un síntoma o una enfermedad (¿Esto que me duele será grave? ¿Este mareo por qué no se va?), hay que sumarle la incertidumbre de sentirse incomprendido y, claro, extranjero.
Como intérprete puedo decir que nunca había caído en cuenta de que el cuidado y la cura empiezan y terminan con la palabra. Muchas, sino todas las personas que asisten a una consulta médica, están allí para resolver un problema de salud y para buscar la hospitalidad de quien los pueda acoger para hablar de su malestar.
Entiendo con ellos –los pacientes y los proveedores médicos– que la hospitalidad y el bienestar necesariamente deben pasar por las palabras y que son ellas, con su tono, su color y su cadencia, el primer remedio para restaurar nuestro lugar de armonía con nuestra propia salud. Una palabra precisa y justa puede ser el punto de partida para recobrar nuestro bienestar. La clave está en saber encontrarla y ponerla al servicio de quien la llegue a necesitar.
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