No debemos quejarnos, nada en esta vida mortal es perfecto: ni siquiera la mala poesía. G. K. Chesterton.
Vivimos de ensayo en ensayo. Probamos, experimentamos, tanteamos, nos atrevemos, jugamos nuestra vida al azar. Planificamos, hacemos estrategias, exploramos, pero nunca tendremos la certeza de que las cosas van a resultar como nosotros creemos o hemos imaginado.
A nadie le dieron al nacer un manual de instrucciones con indicaciones de qué hacer ante una nueva experiencia o cómo hacer funcionar la vida que ha heredado. Venimos al mundo con un paquete de información genética que más parece un juego de cálculo de probabilidades y en el que muchas de las combinaciones que regirán nuestra vida —nuestra salud, nuestras inclinaciones, nuestros gustos, nuestra fortalezas y nuestras debilidades— están hechas de manera aleatoria, al azar.
Y sin saber cómo, estamos desde el principio expuestos a un mar de experiencias en el que intervienen las más diversas y contradictorias corrientes, que nos llevan aquí y allá con la fuerza de su oleaje: la familia, el colegio, la calle, los amigos, la voz del ángel de la guarda que nos acompaña y la del demonio que también, el mundo, los amores, las ilusiones, las desilusiones, las promesas, las expectativas, los fracasos y un sinfín de etcéteras que ni siquiera sospechamos que existen.
Cada uno juega con las cartas que le han dado y con las que lleva escondidas bajo la manga sin saberlo. No sabemos, no podemos saber, si estamos predispuestos a una una enfermedad autoinmune o si tendremos una salud de hierro; si nuestro carácter y temperamento nos hará proclives a la aventura, a la timidez, a la generosidad, al crimen, a los deportes extremos o a los riesgos de la contemplación; si tendremos la esquiva suerte de nuestro lado, tendiéndonos su mullido tapete ante la adversidad, o si estaremos condenados todo el tiempo a tropezarnos brutalmente con la dura realidad.
Nadie conoce su destino y está obligado, sin que se lo hayan preguntado, a ensayar la vida, a irla construyendo cada día con sus decisiones e indecisiones, a recorrer los caminos señalados por los hábitos de la familia y las costumbres de la sociedad, o aventurar solo por donde las guías y señales le indiquen la ruta a seguir. En cualquiera de los casos, el que afirma o niega está jugando con su vida, está experimentando con su suerte, está haciendo la dura prueba de elegir.
Vivir es ensayar, es atreverse a hacer algo para ver qué resulta de dicho atrevimiento. Si un ensayo no funciona podemos experimentar de otra manera, con otro objeto, con otro método, con otro material, por otra vía, con otra duración de tiempo, con otro ritmo o, para decirlo de una vez por todas, podemos hacer otro ensayo.
Podemos calcular todos los riesgos; anticipar los resultados buenos, malos o mediocres que vamos a obtener; o imaginar múltiples derivaciones del acto que vamos a emprender. Pero si no ensayamos, no habrá manera de saber si funciona lo que habíamos previsto. Ensayar es actuar. No actuar también es alternativa.
En la vida, como en la literatura, todo es incertidumbre y ensayo, y no hay manera de comprobar nada. En parte, esto se debe a que la literatura no busca ni pretende comprobar nada, y menos alguna teoría, y el escritor se halla ante su propia obra como el equilibrista que camina sobre la cuerda floja, sin saber si del otro lado de la cuerda existe ese otro lado.
Tomás Gonzalez, escritor antioqueño, dice con relación al desamparo que siente frente a la escritura: “Al escribir trato de quitarme el miedo de meter la pata, de equivocarme, de escribir barrabasadas”. Y unos cuantos renglones más adelante dice que “Este es un camino válido que exige audacia y estar más que dispuesto a exponerse al fracaso. […] En mi caso, cuando tengo la historia y le pierdo el miedo a la barrabasada, soy capaz de contarla con alegría, como jugando, y de sorprenderme, como si yo mismo fuera mi primer lector”; y, para rematar, añade: “Lo importante es que la historia fluya y alcance tanta fuerza, belleza y resonancia como me sea posible”.
En la literatura, y en el arte en general, se ensaya por el placer o por la angustia de ensayar, de crear, de inventar mundos; por la curiosidad de saber si somos capaces de decir por escrito lo que sentimos o pensamos; por descubrir qué es lo que queremos o tenemos que decir o por qué se siente la imperiosa necesidad de ensayar o dejar que algo o alguien —que no sabemos qué o quién es, y ni siquiera si existe o no— hable a través de nosotros; o porque queremos examinar un asunto, un fenómeno o una historia, y contar las reflexiones que suscita en nuestro ánimo; o porque deseamos construir una historia que nos asombre y asombre a un probable lector.
Todo lo anterior es fruto de haberme levantado de la cama un día decidido a hacer el ensayo de escribir un breve artículo sobre el ensayo. No sé si el tema procedía de un sueño (o, por lo visto, de una pesadilla), pero después de haber escrito varias veces los primeros párrafos del artículo me vi obligado a tachar todo lo escrito y a recomenzar porque, reconozco, no supe cómo empezar ni continuar mi breve ensayo sobre el ensayo.
Una prosa de Jorge Luis Borges, titulada Dreamtigers, describe con humor el fracaso de quien busca o pretende hacer realidad lo que quiere o ha premeditado, y por más que se esfuerza no logra conseguirlo:
Dormido, me distrae un sueño cualquiera y de pronto sé que es un sueño. Suelo pensar entonces: “Este es un sueño, una pura diversión de mi voluntad, y ya que tengo un ilimitado poder, voy a causar un tigre”. ¡Oh incompetencia! Nunca mis sueños saben engendrar la apetecida fiera. Aparece el tigre, eso sí, pero disecado o endeble, o con impuras variaciones de forma, o de un tamaño inadmisible, o harto fugaz, o tirando a perro o a pájaro.
Y así vamos.
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