2023 fue mi año de trauma digital. Tras un duro ataque que viví en Twitter, mi salud mental, mi trabajo y mi oficio cambiaron. Dolió, pero sirvió.
Tengo una cuenta en Twitter (no me acostumbro a decirle X) con casi 6000 seguidores hace 13 años. Este año viví mi primera “funada” en esta red social. Le llamo así al episodio de hace unos meses, cuando una persona me atacó, junto al medio en el que trabajo, por Twitter durante más de una semana sin parar. Esa persona estaba en desacuerdo con un contenido que publicamos y para el cual fue consultada.
La única forma en la que me puedo animar a contar lo que viví en esos días es dando la menor cantidad de detalles posibles. Todavía siento mucho miedo a vivir represalias. Todo pasó muy rápido y dejó de tener sentido desde el inicio: pasamos de tramitar ofensas directas en nuestro WhatsApp, a tener que buscar asesoría legal urgente porque los límites de la situación se cruzaron de un día para otro. Datos personales fueron expuestos en redes, hubo una serie de acusaciones falsas y otras que acomodaban el relato para afectar de formas irreversibles al medio que he cocreado y desarrollado durante tres años.
También podría contar que, durante la parte más dura de la “funada”, yo me encontraba empezando mis vacaciones, supuestamente. Acababa de llegar a un país muy lejano, que me hacía sentir más perdida de lo que ya me sentía por esta situación. Tengo clavados dos recuerdos de esos días: uno, estar sentada frente a un computador jalándome el pelo y llorando sin parar. Estaba en medio de un ataque de nervios, mientras obligaba a mi cabeza a redactar una editorial que intentaba responder a acusaciones falsas muy graves. En el segundo estoy sentada en la cama de un Airbnb, tratando de calmar a una persona de mi equipo que estaba teniendo un ataque de pánico a miles de kilómetros de distancia. En esos momentos recuerdo pensar, con desespero, “esto nunca va a parar”.
Pero la avalancha incomprensible de tuits cesó, por fin, cuando intenté defenderme en mi cuenta personal de Twitter. Los ataques pararon y mi equipo y yo tuvimos una sensación parecida a lo que debe sentir un pueblo cuando pasa un vendaval y arrasa todo a su paso: era momento de reconstruir. Entre todas reparamos puertas, ventanas y reforzamos los cimientos. También nos tomamos tiempo y distancia para sanar la piel viva de esos días, y tuvimos conversaciones honestas desde el dolor y la reflexión: ¿Qué podíamos aprender de todo esto? ¿Qué podríamos hacer mejor? Hicimos terapia colectiva, otras retomaron con sus terapeutas, y poco a poco nos íbamos dando cuenta de que la casa que habíamos armado en estos tres años había logrado la fuerza suficiente para soportar un vendaval digital de ese calibre, uno que por poco acaba con nuestra cabeza, nuestra fuerza y nuestro proyecto.
Por fin pude desconectarme del drama y enfocarme en turistear y descansar. Durante esos días de reflexión, tomé la decisión de silenciarme en Twitter. Era algo que nunca había hecho o siquiera pensado en estos 13 años, pues mi relación con Twitter siempre había sido cercana y a veces algo dependiente. Sentía que era una plataforma donde tenía una voz activa, visible y relevante para quienes me seguían. Pero en ese momento, y luego de lo vivido, sentía que el miedo y las ganas de autocensurarme, de hacerme diminuta en este espacio digital, me ganaban.
“Llevo seis meses autosilenciada. Mi expresión pública se ha limitado a hacer retuits. Ha sido un tiempo para sanar un poco el trauma”.
Llevo seis meses autosilenciada. Mi expresión pública se ha limitado a hacer retuits. Ha sido un tiempo para sanar un poco el trauma y para entender mejor la ansiedad que me provoca volver a pensar en esa “funada” digital. También he confirmado que no quiero renunciar al medio en el que trabajo, como pensé en ese momento.
Me he hecho preguntas sobre esa carrera sin sentido en la que nos encarrila X todos los días con cada coyuntura que pasa, especialmente en el caso de mis colegas periodistas. ¿Por qué de repente sentimos la necesidad de publicar opiniones sobre lo que sucede todos los días en X, así no tengamos ninguna opinión formada o relevante al respecto? ¿Qué efectos genera la recompensa inmediata de una avalancha de retuits y de likes en la percepción de nuestros días? ¿Qué efectos generan esos mismos likes y retuits en la percepción de nuestro oficio periodístico? ¿Por qué asociamos relevancia, o calidad del debate, con el clout en X? Y mucho más importante: ¿Qué tantas oportunidades de trabajo, y reconocimiento, le está dando el clout de X a les periodistas que luchan por “jugar el juego” y permanecer visibles en este espacio digital a toda costa, aunque sea en contra de su propia salud mental?
La dinámica es una bola de nieve. Ocurre un hecho coyuntural que levanta interés público. El último Petroescándalo, la nueva canción de Shakira, o declaraciones polémicas de un político. El hecho levanta opiniones de todo tipo. Y cuando el opinómetro crece, el tema se vuelve tendencia y el algoritmo lo convierte en lo más visible de X, junto con las cuentas que opinan sobre él. Esto, como el cauce de un río, empieza a arrastrar una corriente enorme de opiniones. Troncos, piedras, sedimentos y basura que se cuelgan al debate digital por medio de un hashtag. De repente se crea la necesidad impostada de tener que lanzarse al agua con una opinión, la que sea.
Así, vemos a líderes de opinión y periodistas, que muchas veces son lo mismo, lanzarse al ruedo con perspectivas ridículas y predecibles sobre absolutamente todos los temas. Tienen un tuit listo para cualquier situación. ¿Escalada del conflicto entre Israel y Palestina? Toma tu tuit. ¿La supuesta adicción de Petro? Toma tu tuit. ¿La columna más criticada del momento? Quizá no la terminaron de leer y no entendieron la crítica del todo pero igual: toma tu tuit.
Aún más absurdo que ver un reguero de opiniones obligadas por ahí, hechas por el FOMO (fear of missing out), y que aplanan el debate, es ver la cantidad de likes y retuits que tienen esas mismas opiniones. Esa dinámica, la de opiniones sin sustancia publicadas bajo la necesidad ansiosa de que toca opinar, celebradas efusivamente por la audiencia de X, es lo que más me ha contrariado del juego. Me ha hecho pensar que X no es un espacio de debate real, sino más bien una cámara de eco en donde poca gente se mete para que le digan lo que tiene que pensar y compartir, siempre y cuando sean consignas predecibles, fáciles de digerir y cómodas de retuitear. Todo lo que se salga de ahí, pienso hoy, no va a tener la misma visibilidad.
La cosa es igual cuando una es periodista y juega el juego, pero los beneficios de la visibilidad pueden trasladarse, con suerte, a nuestras carreras laborales. Así, algunes colegas empezaron a hablar hace un tiempo de “periodismo influencer”, ese que se obliga a opinar de todo, y que prácticamente tiene una parrilla de tuits diarios programados para alimentar el algoritmo y para estar presentes en las páginas de inicio todo el tiempo, sin importar lo que se publique. He visto cómo crecen las cuentas de varios colegas que juegan el jugeo, cómo han cambiado de trabajos y cómo ahora son la voz central de eventos. Lo he sentido yo misma mientras me como el cuento de que soy más relevante, de que mi aporte es fundamental. Hoy, luego de seis meses de desintoxicación de X, pienso que no hay nada más ficticio que eso.
Despintarme de esa carrera de egos, y de ese juego macabro de la opinión desabrida que espera ser escogida en las páginas de inicio, mendigando visibilidad, ha sido más que liberador. Ya no sucumbo a esa presión que, pienso ahora, ha condicionado mi valía como periodista y el valor de mi oficio. Toda la dinámica me recuerda a una frase llena de verdad que me dice mi papá: “para triunfar en esta vida no hay que ser, sino parecer”. Eso resume el juego en X, uno que ojalá no tenga que volver a jugar.
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