Mi abuela desafía las expectativas convencionales. En lugar de conformarse con el rol de la "pobre viejecita", ella vive con autonomía y pasión; Vita me enseña que la vejez no es el fin y que nunca se es un “producto terminado”.
Mi abuela está en una edad en la que supuestamente se llega a la completud, donde ya no hay lugar para el cambio, donde se es lo que es. Lo nuevo, aparece como una añoranza, y la transformación como un imposible. Sin embargo, mi abuela se las ingenia para darle la vuelta a lo que se espera de ella. Vita, como le digo desde pequeña, se resiste: no está hecha para cumplir expectativas ajenas. Vita no es dócil, no sigue los deseos de sus hijos, no es entregada a su familia, ni tampoco pasiva ante el futuro. Mi abuela es mala porque se resiste a ser la pobre viejecita.
Sobre la vejez hay un sinfín de ideas delirantes. Los viejos dejan de ser personas y pasan a ser “abuelitos”. Los viejos dejan de tener sueños propios para convertirse en el piso sobre el que otros construyen sus sueños. Los viejos ya no forjan su futuro; su único deber es esperar a que este venga por ellos. Así lo escribió Clarice Lispector en el cuento Partida del tren: “después de hacerse vieja había empezado a desaparecer para los demás, sólo la veían de paso. La vejez: momento supremo. Era ajena a la estrategia del mundo y la suya propia era parca. Había perdido los objetivos de mayor alcance. Ella ya era el futuro”.
Es cruel la idea que tenemos sobre la vejez y, sin embargo, si nos va bien, allá queremos llegar. Pero, ¿lo que nos espera es ese no-futuro?
Ahora que ya entré en los treintas, me pregunto cada vez más sobre eso de envejecer. Cuando me miro en el espejo y veo las incipientes arrugas, la piel que empieza a colgar, la flacidez en las mejillas, y las manchas en la piel, un escalofrío de inevitabilidad pringa mi cuerpo. Cuando veo a mi mamá sufrir por su edad, alegrarse cuando le ponen menos, pintarse las canas sagradamente cada quincena, transitar la menopausia en silencio (porque “de esas cosas no se hablan”), me veo en ella: con veinte años menos, yo también quiero retener la juventud. En el fondo, comparto con ella un desdén por la vejez, el cual, sin duda, tiene tintes de género, porque el mandato de la eterna belleza, que se asocia al ser joven, suele recaer en nosotras.
Pero cuando veo a mi abuela llevar su vejez con tanta rebeldía, comprendo que hacerse vieja tiene muchas capas. Vita decidió dejarse las canas desde que le aparecieron, hace más de treinta años. Vita adoptó muchos perros y se mudó al campo para vivir tranquila con ellos. Vita maneja su plata, toma sus decisiones, no hace lo que no quiere. Vita dice “no” cuando lo desea. Ella no es la abuela tierna que cuida a sus nietos o bisnieto ni la que espera que decidan por ella. Ella me enseña que nunca se es “un producto terminado”, que, sin importar la edad, una se sigue construyendo, porque se está viva, porque se es Vita(l). A mi abuela el tren no la dejó, ella lo maneja.
Vita manejó el tren cuando se anotó a un curso de informática y aprendió a usar un computador. También lo hizo cuando quiso ir más allá de lo que aprendió y enseñó en la universidad (ella es jubilada como profesora de psicología) y entró a cursos virtuales sobre nuevos temas que le apasionan. Manejó el tren, más recientemente, cuando se permitió tener una pasión nueva: la literatura. Y no es que ella no leyera antes, pero solo lo hacía por estudio. Ahora lo hace porque le gusta. En una etapa de la vida en la que se supone que no se aprende nada nuevo ni se adquieren nuevos hábitos, ella se volvió a reír del estereotipo, y con su hambre por el mundo nos dejó con la boca cerrada a quienes pensamos que en la vejez no hay movimiento.
Tengo que aceptar que, desde niña, envejecer es un tema que me aterra. Hay un recuerdo que se me viene a la cabeza y me hace sentir un poco de culpa: tenía siete u ocho años y de vez en cuando veía a mi bisabuela, la mamá de Vita —una mujer pequeña, muy arrugada, con pelo blanco y un poquito jorobada—. Y lo que recuerdo de esas interacciones (que no creo que hayan sido muchas), es que se me prendía un miedo: “si me toca, me voy a arrugar”. Mi yo-niña veía la vejez como una enfermedad contagiosa. Y aunque esto podría quedarse en una anécdota infantil, creo que habla del miedo colectivo a hacernos viejos.
Ese miedo a la vejez tiene nombre: gerontofobia (conocida también como “edadismo” o “ancianismo”). Según la OMS, “se refiere a la forma de pensar (estereotipos), sentir (prejuicios) y actuar (discriminación) con respecto a los demás o a nosotros mismos por razón de la edad”. En el caso de la vejez, se trata de una serie de estereotipos y prejuicios sobre lo que significa ser viejos, los cuales conducen a discriminaciones y desigualdades. Por ejemplo: ideas como que ser viejo es sinónimo de ser feo, poco capaz, sin deseos, e incluso un estorbo.
Así lo explica Elsa Gonzalez: “Se asocia pues al viejo con el declive biológico, con la inactividad social y con la improductividad. Esta valoración social de la última etapa de la vida, cada vez más longeva por otra parte, da lugar a actitudes marginalizadoras o discriminatorias y a desarrollar comportamientos sociales, económicos y políticos donde se reducen considerablemente las oportunidades hacia ellos”.
Gonzalez también explica que, en las sociedades industriales y postindustriales, la vejez se considera un momento de vida poco útil para la sociedad, pues ya no se es productivo, y por lo tanto ya no se es útil en el sistema económico. Es en este contexto que en torno al ser mayor aparecen prejuicios (como que cuando se es viejo se es obsoleto), los cuales traen consigo violencia, porque no son inofensivos: las ideas colectivas sobre la vejez tienen consecuencias en la calidad de vida de los mayores. Según un estudio de la Universidad Autónoma de Madrid, en la vejez aumenta la soledad, el malestar emocional y la propensión a trastornos de salud mental como ansiedad y depresión.
Esa imagen que tenemos de la vejez, negativa en la mayoría de los casos, es la base sobre la que se erige el “mito del buen viejecito”. A los viejos les pedimos que no molesten, que sean abnegados, obedientes, dóciles. Se les infantiliza, se les quita agencia, se les exige seguir la corriente y, cuando no lo hacen, los tildamos de “viejos problemáticos”.
Por eso admiro tanto a mi abuela: porque ella se resiste a esos mandatos, ella no está dispuesta a no ocupar espacio en el mundo. Vita es una vieja deseante: quiere aprender, hacer cosas nuevas, ser la dueña y señora de su futuro. Su hambre, esa ilusión que la levanta todos los días, impregna su vida de futuro. Pero no soy ingenua. Soy consciente de que mi abuela puede permitirse salir del molde de la “buena abuelita” y la “buena viejecita” porque tiene la independencia económica para hacerlo. Si no la tuviera, seguramente tendría que amoldarse a lo que otros decidieran por ella.
Por eso, la vejez no es una cuestión individual, es colectiva: porque la gerontofobia lo es. Porque las personas mayores necesitan derechos y dignidad para envejecer con bienestar. Porque, además, si nos va bien, vamos a llegar a viejos. Entonces, ¿estamos listos para repensar el rol de los mayores en la sociedad? Yo creo que sí. No digo que sea fácil; yo misma cargo con muchos prejuicios al respecto, pero sí me hago preguntas y me cuestiono sobre algo tan natural e inevitable como la vejez, que no es más que el tiempo y las experiencias y la vida que se encarnan en el cuerpo.
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