Pensar en la muerte puede parecer sombrío, pero también puede ser una forma de reconectarnos con lo esencial de la vida. Inspirado por las palabras de Anthony Bourdain y las reflexiones de Natalia Ginzburg, el autor explora cómo dedicar unos minutos al día a la idea de la muerte puede ser un acto creativo, compasivo y profundamente humano.
“Se considera útil, iluminador y terapéutico pensar en la muerte durante algunos minutos al día”, dice Anthony Bourdain en el primer minuto de Roadrunner: A Film About Anthony Bourdain, el documental que explora su vida luego de su muerte. Luego agregará que no le interesa lo que les suceda a sus restos físicos a menos que puedan servir para algo entretenido de forma perversa y subversiva, como ser arrojados a una trituradora de madera y esparcidos en uno de los centros comerciales más prestigiosos de Londres en medio de la hora pico. Por supuesto, lo dice con una sonrisa sarcástica y, por supuesto, eso nunca sucedió. Murió y fue cremado. Luego de esa intervención arranca el documental y la pregunta queda en el aire: ¿Por qué es útil pensar en la muerte durante algunos minutos al día, señor Bourdain?

Basta repetir la pregunta con los ojos cerrados para reconocer que todos lo hacemos de una u otra manera, con mayor o menor consciencia, pues pensar en la muerte es ineludible porque la muerte es ineludible. Tal vez no pensemos en ella unos minutos cada día, pero sí una vez a la semana o como mínimo una vez al mes. La muerte, con su caricaturizada túnica negra y su guadaña larga, por lo general aparece en nuestros días desde la más tierna infancia: atraviesa el cielo de nuestro pensamiento sin detenerse, como un pájaro que aparece tras una nube y desaparece tras otra.
Probablemente, la primera vez que pensé en la muerte no fue por la muerte misma, como suele suceder, sino porque desde temprano en mi vida escuché a mi mamá repetir una única frase cuando alguien le decía que tenía que hacer algo, no importaba qué. “Lo único que yo tengo es que morirme”, respondía ella. Mi mamá, que nunca ha sido una de las personas que hablan incorporando dichos cada tres oraciones, lo decía automáticamente, también con una sonrisa sarcástica, porque quienes hablan de la muerte además de pensar en ella desarrollan un sentido agudo del sarcasmo como una forma de burlar el destino absurdo de que, no importa cuánto hagamos o tengamos que hacer, igual vamos a morir.
Conocí la muerte en ese sarcasmo y no en el funeral de algún familiar, insisto, como suele suceder. Por fortuna, mis papás nunca tuvieron que sentarse conmigo en la sala para explicarme qué era la muerte y a dónde iban quienes morían antes de pedirme que me vistiera de negro para despedir a los abuelos o a los tíos o a los primos. Desde que puedo recordar, simplemente sé que mi mamá tiene que morirse, que mi papá tiene que morirse, que las personas a mi alrededor tienen que morirse y, sobre todo, que yo tengo que morirme. Pensar en la muerte es útil cuando se piensa en la propia, casi nunca en la ajena, en cuyo caso solo aparece el temor y el miedo y la angustia porque en el fondo entendemos que cuando nuestros seres queridos fallezcan vamos a sufrir durante un tiempo innecesariamente largo.
Esa es una primera salvedad que hay que hacer a la pregunta de Bourdain. Pensar en la muerte es útil cuando pensamos en nuestra muerte. El motivo es que no tenemos ni idea de qué sucederá entonces con nosotros. Es un ejercicio creativo, por decirlo de alguna manera. Cuando los papás les explican a los niños qué es la muerte deben jugar casi por necesidad la carta del cielo, pues entre el cielo y la nada absoluta hay por lo menos un trauma de por medio. No se trata de un asunto de creencias, en el más allá, en el paraíso, en las puertas del firmamento, en Dios o en algún dios o en la no-existencia de dios, sino de compasión pura y dura. Es mucho más compasivo decirle a un niño que después de la muerte hay un lugar azul y luminoso para pasar la eternidad que simplemente un ataúd, una tumba y la finitud de la descomposición.

En un ensayo breve, Natalia Ginzburg señala que un padre nunca debe decirle a su hijo que Dios no existe, aunque esté convencido de que Dios no existe. Una de las razones es que para el niño será más sencillo deshacerse de Dios en el futuro cuando escucha que Dios existe, que encontrarlo cuando escucha que Dios no existe. La oración es hermosa: “Pero un niño que oye decir ‘Dios no existe’ ve levantarse a su alrededor murallas inexorables, y si un día quiere a Dios con él, tendrá que buscarlo más allá de esas murallas desiertas”. Pasa lo mismo con la muerte. De hecho, esa es otra de las razones. Si Dios no existe, el niño pensará que la muerte es solo un lugar en el cementerio, uno tan aburrido que después de muerto se volverá a morir de tedio. Nada es más aburrido que la nada.
El ensayo cierra con lo siguiente: “Porque todo lo que se refiere a la muerte, y todo lo que se refiere a Dios es, tanto para quien cree como para quien no cree, de una importancia esencial, y no hay duda de que es lo único verdaderamente esencial sobre lo que podemos pensar”. Pero, la pregunta sigue quedando en el aire: ¿Por qué es esencial pensar en la muerte, señorita Ginzburg?
Yo pienso en la muerte con frecuencia. Tal vez sí le dedique algunos minutos al día, como sugiere Bourdain. No sé si es útil, iluminador y terapéutico, sin embargo, estoy seguro de que son los minutos más honestos que puedo pasar conmigo mismo. Puedo engañarme con mucha facilidad sobre mil cosas distintas, porque en realidad es sencillo decirme esto y lo otro y fingir que mi vida es distinta de la que es, pero la muerte me devuelve de inmediato al lugar que ocupo: tan mediano y mezquino y tan lleno de pequeñas victorias y alegrías inapelables.
Hace un tiempo, en una temporada en la que me sentía triste y solo, asistí al funeral de la abuela de un amigo, y mientras veía a los hijos y nietos llorar el corazón por el desconsuelo a raíz de su pérdida, me pregunté si alguien sufriría de esa manera por mí. Sentí ganas de llorar porque el pensamiento me trajo varios rostros conocidos, uno tras otro, empezando por el de mi hermana. Alrededor de la muerte nos es imposible mentirnos. Si pensamos que seremos olvidados fácilmente, nos recuerda los nombres de quienes nos han querido; si pensamos que harán caravanas en nuestro honor, nos recuerda que nuestro nombre escrito solo ocupa una línea.
“En la muerte pensamos continuamente, durante toda la vida, pero nunca de la misma forma”, dice Ginzburg en otro ensayo. Durante un tiempo largo pensamos en el cielo, el purgatorio y el infierno, y llenamos esos vacíos con imágenes y colores a medida; luego pensamos que habrá otra vida, una transmutación, que seremos perros o aves o peces, y seguiremos habitando este mundo; luego, en algún momento, casi siempre después de alguna crisis, pensamos que nos tocará vagabundear por aire, en la nada; y, eventualmente, llegamos a la conclusión de que la muerte será solo un descanso eterno. En cualquier caso, sugiere Ginzburg, pensaremos que en la muerte no sentiremos el tedio y el miedo y la angustia que sentimos a diario, sino solo un profundo y largo aburrimiento.

Al final, entonces, tanto el cielo como la nada absoluta son igual de aburridos: ambos son el mismo pueblo plácido en el que el viento corre siempre de idéntica manera. Ginzburg concluye que eventualmente desearíamos “conservar al menos un poco de nosotros mismos en la otra vida, un poco de tedio, de miedo y de angustia”. Ignoro si ahí esté contenida la respuesta a la pregunta de este texto, no obstante, me parece lindo pensar que la muerte nos hace sentir el aburrimiento del más allá y con él ver un poco mejor el ritmo de la vida que llevamos acá.
Pensar en la muerte es un ejercicio creativo que nos permite encontrarle sentido a lo que no tiene sentido, la muerte misma, por supuesto, pero también la vida misma. Por eso somos Sísifo encontrando sentido a la tarea interminable de subir la piedra montaña arriba, aún sabiendo que antes de llegar volverá a rodar montaña abajo. Subir la piedra sin descanso puede resultar más ameno que pasar la eternidad descansando sin nada para hacer en la cima. A lo mejor por eso Bourdain dijo que solo le interesaría lo que pase con sus restos físicos si pueden servir para algo entretenido, perverso, macabro.


Dejar un comentario