Pasar al contenido principal
adopción internacional

Mi adopción internacional y la búsqueda de mi identidad

Ilustración
:

Camille Larsonneur nació en Colombia hace 29 años, pero dejó el país a los seis meses, cuando sus padres adoptivos franceses la llevaron a Normandía. Su primer viaje a su país de origen abre una nueva etapa en la búsqueda de su identidad.

El 19 de agosto de 2024, Camille Larsonneur se sacudió en la silla del avión y apretó la mano de su acompañante. Había abordado en París once horas antes y ahora, por primera vez, se acercaba a una tierra que le era propia y ajena al mismo tiempo: Colombia. Tras el aterrizaje, el equipo de azafatas se acercó inquieto por sus sollozos y la abrazó en grupo cuando supo el motivo de su viaje: “Vine a conocer lo que soy, a descubrir mis raíces, mi cultura”. Veintinueve años antes, Camille había salido de Colombia en brazos de sus padres adoptivos franceses y nunca había regresado desde entonces. El abrazo del equipo de cabina marcó el inicio de un esperado regreso al origen.

Me llamo Camille María Angélica Larsonneur Román. En Francia, aunque tengamos varios nombres, solo usamos el primero y un único apellido. Entonces, mi nombre francés es Camille Larsonneur. Pero en Colombia es María Angélica Román; el nombre lo escogió el padre de la iglesia en la que me dejaron cuando era una bebé. Además, el padre Román me puso su apellido. Me apropié de ese nombre hace solo cinco años, cuando asumí quién era y de dónde venía, y terminé por aceptar mi doble nacionalidad.

“Fui capaz de viajar al otro lado del mundo, a un lugar en el que no conocía a nadie, en el que ni siquiera manejaba el idioma, con miedo, angustia y ansiedad. Ahora me siento capaz de todo”.

El informe que redactó la defensora de familia que tomó el caso de Camille data de abril de 1995. En él se narra que la bebé, de dos días de nacida —según la evaluación de Medicina Legal—, fue dejada en una parroquia en el noroccidente de Bogotá y que el padre alertó a la policía. En Colombia, renunciar a la maternidad o paternidad de un niño es un proceso legal bajo ciertos parámetros. En cambio, abandonar a un menor es un delito que se investiga y sanciona penalmente. El rostro de María Angélica circuló en un periódico y en el comercial del ICBF, sin embargo, nadie se vinculó a la investigación ni se presentó por ella. Seis meses después, luego de pasar por los cuidados de la fundación Los Pisingos, fue dada en adopción a Philippe y Marie Larsonneur, una pareja francesa de Normandía que no podía tener hijos y que había adoptado ya otros dos niños: Benjamin, de Brasil, y Thibault, también de Colombia.

Todo el mundo piensa que es genial ser adoptada, que es lindo haber tenido la oportunidad de otra vida, pero en realidad hay muchas preguntas difíciles alrededor: ¿de dónde vengo?, ¿quiénes son mis padres?, ¿qué tipo de vida pude haber tenido? Es una realidad muy dura, pero necesaria. Es importante conocer el origen.

“La adopción no es un problema para el niño, pero sí lo es el abandono”, explican las psicólogas clínicas Elena Ricart y Vinyet Mirabent (directora del Centro Médico Psicológico de la Fundació Vidal i Barraquer) en su libro Adopción y vínculo familiar (2012). Es una forma de maltrato que puede afectar la autoestima de un niño. Desde una narrativa personal en la que él es protagonista, el haber sido dejado por sus progenitores constituye una experiencia de rechazo.

Por otra parte, las diferencias físicas también son un aspecto importante en la historia de vida de las personas. Todos los niños desean ser como su padre y su madre, y ser diferente de ellos les disgusta y les hace daño. En el artículo La adopción como trayectoria corporal (2023), Solène Brun —doctora en sociología del Instituto de Estudios Políticos de París— explica que los contrastes físicos son un recordatorio visible tanto de la falta de un vínculo biológico entre padres e hijos adoptivos, como de que la adopción conlleva una historia complicada, cuando no traumática.

Cuando estaba en preescolar tuve que hacer una exposición sobre mi vida. Tenía cinco años y ya había empezado a notar que no me parecía a mis padres. No me habían hablado de la adopción, pero yo lo intuía y me sentía muy incómoda. Le dije al profesor que no sabía qué hacer. “Yo no tengo nada de interesante, además, soy diferente, no quiero hablar de mí. Prefiero hablar de mis muñecos”, le dije. El profesor respondió: “Puedes decir que tus padres te compraron para tenerte y que por eso tienes la piel oscura”. Regresé llorando a la casa. Mi mamá me convenció de que, de todas formas, iba a presentar esa exposición. Y así fue. La preparé sobre los juguetes nuevos que me compró, pero, cuando terminé de hablar, toda la clase se rio de mí. Un niño me dijo que yo era fea y que por eso mis papás no me querían.

Nunca me dijeron que era adoptada, mis padres esperaban que me diera cuenta sola. A los seis años reuní el valor para preguntarles y ellos me lo confirmaron. Tuve una mezcla de rabia y de tristeza, pero, sobre todo, mucha vergüenza. Como niña, todo lo que podía pensar era que ellos no eran mis verdaderos padres, que quienes me habían traído al mundo me abandonaron porque no me querían. El “María Angélica” lo descubrí en mi identificación cuando era niña. “¿Qué es esto? Es estúpido, no quiero ese nombre. Lo voy a borrar, yo solo quiero llamarme Camille.   

La vergüenza me acompañó durante muchos años. Me sentía muy atraída hacia la música latina, pero no me atrevía a reconocerlo. A mis diez años tenía todo de Shakira, estaba loca por ella. Pero, incluso en ese caso, mi apariencia física me incomodaba. Pensaba que Shakira había tenido la suerte de ser blanca y yo no.

La evidencia física de no ser el hijo biológico de sus padres adoptivos supone, para adoptados internacionales como Camille, cargar además —a lo largo de su vida y en distintos escenarios cotidianos— con el peso social de tener rasgos étnicos alejados del contexto cercano. Normandía, por ejemplo, es un departamento al noreste de Francia que recibió históricamente migraciones vikingas que dejaron una huella genética y física en los pobladores: la gran mayoría de los habitantes de esta región son blancos, de ojos y cabello claro. Camille no ha pasado nunca desapercibida, y esto no sería un problema si no fuera una experiencia marcada por la exclusión.

Esta situación de rechazo invita a reflexionar sobre cómo la sociedad acoge a aquellos que se perciben como diferentes. Y es que quienes viven procesos de adopción en el extranjero enfrentan desde niños el desafío de integrarse, mientras lidian con preguntas profundas sobre su origen, su identidad y su lugar en el mundo. Abrirse a responderlas a otros supone de entrada hacerlo de forma personal y dicho proceso no es nunca lineal ni fácil.

Cuando dejé la casa de mis padres, a los 20 años, mi madre me entregó una carpeta con todos los documentos y las fotos que acompañaron mi proceso de adopción en Colombia. Me gustaba que me hablara del tema, pero no quería abrir la carpeta. Estuvieron más de cuatro años en mi cajón sin que los tocara. Empecé, poco a poco, a hacer las paces con mi origen cuando conocí a otros niños adoptados en Francia que venían de Latinoamérica; entre ellos, a mis dos mejores amigas, una colombiana y una brasileña de nacimiento. Hablamos del malestar que pudimos sentir como algo constructivo. Las discusiones eran muy enriquecedoras. Me decían: “Tú no eres una extranjera, eres alguien único y hay que aprovechar eso. Cada persona vive este proceso de forma distinta”. Con el tiempo, le di una oportunidad a la aceptación y esta fue madurando en mí. Aceptarse y estar orgulloso de sí misma toma tiempo, no es fácil. Sin embargo, gracias a las personas que me acompañaron —entre ellos, mis hermanos—, la reflexión pasó de estar muy nublada a dejar brillar el sol, y eso me permitió avanzar y aceptar las cosas.

“Quienes viven procesos de adopción en el extranjero en el extranjero enfrentan, desde niños, el desafío de integrarse, mientras lidian con preguntas profundas sobre su origen, su identidad y su lugar en el mundo”.

Un paso clave en el proceso de aceptación de Camille fue la decisión de obtener oficialmente la nacionalidad colombiana. Sin embargo, esto trajo consigo una serie de tensiones familiares. La noticia dejó atónita a su madre, quien se opuso desde el principio. Para la señora Larsonneur no debió ser fácil ver que la

hija que había criado con tanto cuidado a la manera francesa, como a cualquier otro niño, ahora se identificara con aquel país que visitó una sola vez hacía casi 30 años. Pero para Camille, acercarse al María Angélica Román, ese otro nombre por el que solo fue llamada menos de seis meses de su vida, era un paso hacia sí misma, una forma de afirmar ese otro lado que también formaba parte de ella.

Yo me sentía intimidada porque ni siquiera hablaba español y muchas personas me decían que era una falsa latina. Tomé esa decisión gracias a un amigo chileno que abrió mis horizontes. “Siempre vas a ser colombiana, incluso si bailas como una francesa. No tienes que renegar si te sientes atraída por la cultura colombiana, la música, la forma de comer y de vivir; Francia y Colombia son como dos amantes que siempre convivirán dentro de ti. Tienes que aceptar tus dos lados”. Escuchar estas palabras me llenó de motivación y, a pesar del miedo, fui a la Embajada de Colombia en Francia para dar ese paso. Curiosamente quien me acompañó ese día fue mi madre. Hace unos cuatro años que tengo la cédula y el pasaporte colombiano. Para mí es un orgullo.

Pero, sin duda, el siguiente gran paso que Camille necesitaba dar para continuar su camino era visitar el país de los cantantes que por fin escuchó a todo volumen y el de las telenovelas de narcos —que veía con curiosidad y cuidado—. Por ajeno que parezca, ese viaje de regreso tuvo su raíz en una competencia de atletismo.

Todo el tiempo quiero superarme y probarme a mí misma. Desde siempre he hecho maratones sobre terreno plano y detesto las carreras de montaña. Tus pies están mojados y puedes caerte en cualquier momento; a veces, tienes que caminar, entonces el ritmo no es constante, es muy duro. Nunca en mi vida había hecho más de 25 km en montaña, pero esta vez me desafié a correr 50 km. Me puse un reto: si era capaz de terminar la carrera, iría a Colombia. Tenía un burnout, estaba lesionada de la espalda, pero me obligué a hacerlo. Cuando crucé la meta, me derrumbé y lloré. Luego me dije: “Contrólate, no pasa nada, lo has conseguido”. Pese a no hablar la lengua, a no conocer nada ni a nadie, yo podía viajar a mi país, porque ahora era capaz de todo.

Sus familiares y amigos ahora veían que Camille programaba en cuatro meses un viaje a más de 8000 kilómetros de distancia y se preocuparon. Lo más difícil fue contarle a mi madre y que ella lo aceptara. Ella me protegía mucho y temía por mí. Mis amigos me decían que me cuidara, porque Colombia era muy peligrosa y la gente poco amable. Yo no tenía prejuicios, así que desempolvé la carpeta con los papeles de mi adopción y, en compañía de mi pareja, abrimos Google Maps para hacernos una idea de cómo se veían las calles de Bogotá. Lloré todos los días del mes previo al viaje. Me preguntaba si me podría reconocer en el aspecto de otras personas, tenía miedo de que Colombia me rechazara. De camino

al aeropuerto, canté a todo volumen las canciones de la película Encanto y, al montarme al avión, me emocionó ver personas tan parecidas a mí. Cuando bajé, vi a mucha gente con sus ojos achinados, la piel oscura, cabellos largos y negros. “Este es mi lugar”, pensé.

Un par de días después de llegar a Colombia, fui a Pisingos, la fundación en la que me acogieron con amor cuando era una bebé. Gloria, una mujer que se había ocupado de mí en aquel momento, me recibió con los brazos abiertos y me dijo que esa era mi casa. También me mostró un libro de registros en el que los padres adoptantes escribían una nota dando las gracias. Allí encontré la de mi papá diciendo que estaba infinitamente agradecido. Junto a su firma estaba la de mi madre y las de mis dos hermanos, que en ese entonces no superaban los ocho y seis años.

Camille también quiso indagar más sobre sus padres biológicos. Saber si, a lo mejor, después de todos esos años, alguna mujer había regresado a preguntar por ella en la iglesia donde la habían dejado. Sin embargo, la información sobre la parroquia del padre Román es vaga y el ICBF aún no le ha asignado una fecha para la revisión de su expediente.

Los primeros días en Colombia fueron increíbles. Mi hotel tenía una vista panorámica de Bogotá; me gustaba la mañana porque cuando me levantaba podía ver cómo lucían la neblina y la ciudad. Finalmente, pude recorrer las calles y probar la comida colombiana. También viajé a Medellín, a Santa Marta, a Cartagena y, por supuesto, a Barranquilla, la ciudad de Shakira. Me sorprendieron las diferencias de una ciudad a otra, pero la mayor parte del tiempo me sentí bien acogida. Noté una gran empatía cuando compartí mi historia a lo largo del viaje; algunos desconocidos incluso me abrazaron. Fui capaz de viajar al otro lado del mundo, a un lugar en el que no conocía a nadie, en el que ni siquiera manejaba el idioma, con miedo, angustia y ansiedad. Ahora me siento capaz de todo. Pronto cumpliré 30 años y esta etapa es un renacimiento para mí, una segunda vida adulta que comienza. El viaje a mi país de origen coincide con el inicio de esta transición: quiero que esta fase esté marcada por decisiones más conscientes y profundas.

Abrirse paso entre las grandes preguntas sobre su origen ha sido para Camille María Angélica Larsonneur Román un complejo proceso de caminos intrincados, que atraviesan la vulnerabilidad de mirarse como parte de dos lugares. Aún sin una respuesta del ICBF, algunos de esos caminos han conducido a callejones sin salida. Otros, en los que ha encontrado rostros conocidos y abrazos empáticos, han empezado a cultivar la confianza de verse y llamarse colombiana entre normandos.

Volver a Colombia para Camille no solo significó descubrir su propia tierra y cultura, sino reconciliarse consigo misma. De formas muy distintas, la búsqueda de identidad es una travesía que todos compartimos. Al final, el verdadero viaje fue el de la aceptación.

- Este artículo hace parte de la edición 197 de nuestra revista impresa. Encuéntrela completa aquí.

Collage: Deeper (con fotografías de Camilo Vargas y archivo familiar)