Escapar de la ciudad parece fácil, pero el rumor de las calles, el brillo que corona los postes y la seguidilla de notificaciones, hacen que la tarea adquiera una dimensión épica. Aún así, entre la neblina, los frailejones y kilómetros de un verde espeso, hay cuerpos de agua en donde se encuentra una lección tan olvidada como liberadora: la vida es repetición.
La escena es conocida. Dos jóvenes pescan en el Gran Río Blackfoot, en Montana, mientras una voz narra las enseñanzas del reverendo Maclean, interpretado por Tom Skerritt, a sus hijos Norman y Paul –Craig Sheffer y Brad Pitt respectivamente–. A medida que la cámara se aleja sobre el agua, conocemos la idea del reverendo detrás de su amor por la pesca con mosca: «todas las cosas buenas en la vida, tanto la trucha como la salvación eterna, se obtienen a través de la elegancia, la elegancia a través del arte y el arte no se adquiere con facilidad».
Para Maclean, la pesca es un ejercicio de repetición que pretende la perfección, una cualidad propia de lo sagrado. Se trata de un instante en el que el movimiento del cuerpo y la caña imitan a la vida, con tal precisión, que la trucha muerde una mosca hecha a mano por el hombre pensando que se trata de un insecto y, una vez conquistado el último atisbo de resistencia, el pescador logra la inmortalidad del arte sin perder la belleza de lo efímero.
Sin decir mucho, el reverendo les enseña a sus hijos que la repetición trae consigo una recompensa, que esa búsqueda colma de propósito la vida del hombre y que una vez conquistada, se esfuma sin más, dejando espacio para que se reinicie el ciclo.

El ejercicio artístico comienza lejos del río, los peces y la caña. Para Raúl, empieza en el instante en el que se dispone a fabricar los señuelos artesanales con los que va a pescar en unos días. Utiliza plumas, hilos y pelos de animales para imitar la anatomía de los insectos preferidos de los peces; desde las ninfas, que buscan parecerse a las etapas de larva y, por ende, se hunden; así como las moscas secas, que se asemejan a los tricópteros y están diseñadas para flotar. Desde su apartamento, con pinzas en mano, gira el hilo tensionado repetidas veces sobre una base metálica para hacer una Ice Cream Cone.
– Esta fue diseñada por Kelly Davidson en 1992 con el objetivo de imitar pupas de quironómidos.
– ¿Y esta?
– Es una Addams, la creó un atador llamado Leonard Halladay también en 1992. Pero vea esta, se llama Tup’s Indispensable. Nunca la he usado en campo, la estreno en el siguiente viaje. Es la más antigua de las tres, la ató un tal R.S. Austin por primera vez en 1890.


Raúl alista su equipo con cuidado; el viaje comienza a las cuatro de la mañana y no puede permitirse regresar. Una vez en carretera, la madrugada lluviosa se desvanece entre la montaña al ritmo de Goddamn lonely love, de Drive-by Truckers y el páramo aparece entre la neblina. Son tres horas de recorrido con una única parada para desayunar en el último pueblo en el mapa. Huevos rancheros, café, jugo de naranja, pan rollito y una tajada de queso.
El destino es secreto, pues los pescadores cuidan con recelo los rincones a los que llaman propios. Encontrar un buen punto requiere de trabajo, sutilidad y reserva y no es común que compartan su ubicación. Tras varios giros por un paisaje que se sabe infinito, aparece una casa de madera en la que Raúl saluda a un hombre y conversan sobre pesca y ciclismo antes de bajar del carro.
Abre el baúl, saca varias maletas y comienza a explicar el equipo de pesca que va a utilizar. La caña, que se refiere a la vara. El carrete, la rueda que está conectada a tres tramos de filamento; uno de color llamativo que recibe el nombre de línea y cuya naturaleza es flotar; seguido del primer nudo, o nudo tornillo, que conecta con el líder, un filamento graduado que comienza grueso y termina delgado; y un tramo final de monofilamento llamado tippet. Al final de la hilera se encuentra la mosca.
Una vez armado todo, Raúl camina tras el rumor del agua. Cruza baches pantanosos, las botas se le atascan entre el lodo y alza cables de tensión con la caña para pasar sin recibir un pellizco en la nuca. Tras quince minutos de recorrido aparece uno de sus remansos preferidos.

Raúl ajusta la línea con naturalidad, sin mover la mosca; la deja flotar libremente, mantiene la línea floja y evita crear tensiones innecesarias; simula el movimiento de algo vivo a medida que tira suavemente de la línea con los dedos; recoge. Una vez termina el ejercicio, lo repite.
Raúl hace un lance hacia atrás que carga la caña con energía. Su anatomía se mueve en un ángulo entre las doce y las dos en punto. La línea se extiende en el aire y dibuja cuerpos curvos sin colapsar. El brazo cambia de dirección y lanza la línea hasta frenar en seco a las diez y dejar que la mosca caiga suavemente, con la fuerza de un insecto que aterriza sobre el agua con el peso justo que acorta la distancia que separa al arte de los seres vivos.
Entonces, la repetición. Raúl ajusta la línea con naturalidad, sin mover la mosca; la deja flotar libremente, mantiene la línea floja y evita crear tensiones innecesarias; simula el movimiento de algo vivo a medida que tira suavemente de la línea con los dedos; recoge. Una vez termina el ejercicio, lo repite. Agita, lanza, imita, recoge. Otra vez. Agita, lanza, imita, recoge. Y otra. Agita, lanza, imita, recoge. Una más. Hasta que algo salta en el agua.
Es un destello ágil. Tras el movimiento, aparece un círculo de burbujas en medio de un espejo que refleja con fuerza la luz de un sol que se esconde detrás del cielo gris. Raúl se mete en el agua. Hala con suavidad. El hilo se hace cada vez más corto. Un sonido chapoteado rompe con la melodía del río. La trucha salta. Raúl la acerca a su cuerpo y una vez la rodea con sus manos, la sostiene horizontalmente y la observa. Brilla. Es amarilla, con diez manchas azuladas en forma circular al costado, atravesadas por una fina línea roja que marca el centro de su anatomía. El lomo es una salpicadura de manchas negras más pequeñas coronadas por una aleta azul que contrasta con los detalles rosa de las que asoman por los costados.
Ahí está. El fruto del ritmo pendular de la pesca con mosca. Una trucha pequeña, de unos quince centímetros, que se desliza suavemente por la palma de la mano izquierda de Raúl. Una vez se esfuma el instante, saca el celular, anota la hora de la captura lo más exacto que puede y se dispone a repetir.
– Es un buen día de pesca.
– Lo sería así me fuera en blanco y no hubiera pescado nada. Todos los días son un buen día de pesca –responde Raúl.
Mientras explora el recodo, la mosca es atacada dos veces, pero no es lo suficientemente convincente para terminar en captura. Decide cambiar de sitio. Camina quince minutos bajo una lluvia tímida hasta llegar a otra esquina del mismo cuerpo. Es más ancha, el sonido revela la presencia de pequeñas cascadas y corrientes que chocan contra piedras que parecen iguanas prehistóricas.
Agita, lanza, imita, recoge. Nada. Agita, lanza, imita, recoge. Nada. Agita, lanza, imita, recoge. Nada.
Tras varios intentos, la escena se repite con una variación. Agita, lanza, imita y algo pica. Un destello blanco se asoma entre el agua. Salta. Raúl se emociona, pero no se acelera. Vuelve a ejecutar el procedimiento con precisión quirúrgica y captura una segunda trucha. Y una tercera. Cuarta. Quinta. Hasta que decide cambiar de señuelo.
– Esta es una Prince. ¿Recuerda que las moscas intentan imitar algún insecto? Bueno, pues una Prince no imita a nada. Una Prince es una Prince.
El espacio entre capturas varía. Algunas son separadas por horas, otras por minutos. Es difícil saber, pues el tiempo transcurre de manera diferente en el agua. En el entremedio, Raúl repite el ejercicio con devoción religiosa. No hay atisbo de cansancio. Simplemente un hombre que se acerca al río y pretende entender a las sombras que se deslizan velozmente bajo sus pies.
La lluvia es leve, pero constante. La mañana se consume entre repeticiones y el día de pesca se agota. Algunas moscas terminan entre arbustos. Otras son descartadas después de varios ataques que las deforman. Raúl repasa sus capturas. En total fueron ocho, aunque eso no importa.

Es difícil saber, pues el tiempo transcurre de manera diferente en el agua. En el entremedio, Raúl repite el ejercicio con devoción religiosa. No hay atisbo de cansancio. Simplemente un hombre que se acerca al río y pretende entender a las sombras que se deslizan velozmente bajo sus pies.
Con las botas empapadas, la caña al hombro y una sonrisa que se esconde tras la barba espesa, Raúl se dispone a volver. El sonido del río se aleja a medida que el verde se hace más denso. Conversa sobre los momentos más emocionantes del viaje, la sorpresa que sintió al usar una mosca que él diseñó y que fue todo un éxito. De vuelta en la vieja casa de madera se lava los pies con una manguera de la que sale agua helada que baja desde la montaña y se despide del hombre que lo recibió.
Al coro de los perros de páramo, Raúl enciende la camioneta y se encamina hacia Bogotá. Lo espera una granizada que bloqueará las calles y cubrirá las montañas de La Calera con una fina capa blanca, pero esa es otra historia. Por ahora, queda la sensación de repetición en el cuerpo. El rumor de la detestable perfección de lo efímero de la que escribió Blanca Varela y que también infesta la pesca de su arcaico perfume.



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